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    ximena samaniego en Reliquias
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Entresueños

Los sueños pudieron todo conmigo menos matarme, y yo solo quería morir. He amanecido asolado días y días, he pasado las horas de claridad atenazado por el recuerdo de cada escena devastadora de las pesadillas y me he acostado con una mezcla de hastío y pánico, como el reo que va montado sobre el último latido a la cámara de torturas. Me ha pasado que los sueños suelen salirse del territorio del subconsciente y cuando el día no es día y viceversa, todavía dormido, la razón se hiperactiva; el primer café mañanero, aquel que organiza la confusión nocturna en la mente de los transeúntes llanos, me sirve solamente como nutriente para la paciencia, que es la única virtud que me sostiene como humano.
Mientras sueño soy una veleta que otea lo que pasa alrededor mío y conmigo, en el día no logro diferenciar si lo que miro reside en mi humano mundo o es que de los sueños ya se escaparon novias, camellos, Dolores u olores. Cuando estoy despierto padezco la resaca de una orgía onírica pero, al contrario de las adicciones, mi voluntad no es suficiente para reventar este cascarón de musgos pétreos. Cuando me duermo aprieto los puños para sostenerme de cualquier sosiego cazado al vuelo y rezo cuanto sé para implorar a algún dios que me bendiga con la indulgencia del insomnio.
Cargado de mis ojeras violáceas llegué donde Mama Laura, un híbrido entre vidente, curandera, bruja, celestina, yerbera y sabia. Le dije –nunca se sabe hasta dónde ven sus ojos extraordinarios- que había sido peregrino de los expertos de todas las ciencias sabidas. Me dijo que lo sabía. Me pidió que le hable de mis sueños: relaté que no hay un patrón. Bueno, quizás lo que más se repite es que yo estoy siempre, unas veces perseguido, otras mirando, tocando, siendo violado, violando, atizando el fuego de la pira preparada para un ángel, moliendo pepas de café. Es indiferente cómo, quién soy yo, no se han encuadernado las historias, no ha registro, no tengo duda. No dejó que siga mi descripción, dijo que no quería oír la historia, me pidió que le cuente lo que siento: todo. Frío, calor, negro y cárdeno gamuzado, escozor , reflujo, miopía, miedo y enjundia, mareo, calambres, tedio y agotamiento. No dejó que siga la ruta sensorial, calló hasta que la noche bebió el último rayo de sol, pasó a la trastienda, se demoró hasta que comencé a sentir sueño y regresó a la habitación; me dio una botella que contenía un líquido denso verde y mandó que tomara un vaso antes de dormir, que dijera en la oficina que no iría a trabajar la semana entera, que tuviera alguien cerca siempre. Lo mío, dijo Mama Laura, era brujería de la mala, sería preferible que mis hijos no estuvieran cerca los siguientes días.
La pócima no fue peor que soñar ni los sueños fueron mejores, menos aún cesaron. Bajé libras o kilos por vomitar fluidos biliosos, por quedar vacío el estómago después de cada comida hasta que las tripas mugieron, sentenciadas. Esa fue la última vez que intenté que alguien resolviera por mí la violencia de mis sueños. Ahora me quedan dos vías: resignarme a vivir desgarrado o salirme de la vida por la primera ventana que pueda abrir.
Esta noche será la primera que duerma solo en décadas, mi esposa me dejó, lógicamente. Durante meses me han quedado pocas fuerzas para ser padre de cualquier manera, para ser esposo de cuando en vez, para ser hijo si acaso; están hartos de verme como una pesadilla, de que no responda, de que suelte gritos aterradores en el jolgorio del desayuno, que mis manos –mis garras- le despierten, ella está particularmente desgastada por no poder levantarse sonreída con los sacrosantos métodos del buen despertar. Me toleraron tanto cuanto me soportaron, de verdad que lo hicieron; fui para ellos más malo que el número de un circo de fenómenos, el peor esperpento vestido de incongruencias periódicas, pero a la vez un padre a quien quieren. Me quedan pocas certezas y me sobran los impulsos, aquellos que me empujan del agotamiento a la aprensión, transforman una caricia de mi esposa bien hecha y bien puesta en los hombros en unos dedos que quieren hundir las garras en el lomo de una bestia. Me mortifica no haber sido yo quien se fue cuando estaba atrapado sin remedio; pocas veces entré en la razón de que mi realidad humana de ciudadano se estaba descomponiendo, mas las veces que tenía una resolución definitiva para hacerle frente mi celador me atrapaba en el mullido sueño, dibujaba en el horizonte subconsciente una mañana de playa, con la familia hermosa de risas y yacía yo en aguas tibias: el oleaje dócil y persistente parecía entonces el único cómplice de un instante de paz. Pero si algo hacen bien las olas es reiterar: inevitablemente revientan contra la arena.
Las horas en el mundo de verdad tenían que ser de distracción, tenía que moverme entre la gente y sus labores con aparente normalidad para cuidar mi parte terrena, como una antítesis al desangre al que me sometían los sueños. Visitaba a mi madre los martes en la tarde, no iba al cementerio a poner flores a mi padre, hablaba por teléfono acerca de fútbol con un par de amigos, pagaba a tiempo las tarjetas de crédito, acumulaba méritos en mi hoja de vida. Todos los aspectos formales calificaban para que de mí se pudiera describir que soy un tipo normal. Mis virtudes no fueron suficientes con el seguro médico, frente al cual califique de asegurado sano a pesar de que disputé cada centavo y cada centímetro de mi tormento, contra el suyo que se asía a la falta de un diagnóstico médico creíble y contrastable. Los compañeros de la oficina me alentaban, gracias a ellos pasaba inadvertido de mis jefes, mantenía el trabajo, me aferraba al salario. Dejé de conducir, pedía a alguien que me acompañara a la estación del subterráneo para no errar en la ruta, usaba paraguas en las madrugadas limpias en las que escapaba de la cama. La pregunta de fondo, en cuanto al mundo real, fue reiterativa: ¿por qué los sueños se volvían tan intensamente carnales las noches en las que tomaba Lafigin y Flasimil?
En fin, me he negado todo lo que he podido a vivir en los sueños o a vivir de ellos, he tratado de encerrarlos bajo llave en el cajón de la mesa de noche, intenté capturarlos en atrapasueños debidamente cargados de energía extra por una mujer mística y áurea, les he encadenado a la almohada, les esperé agazapado debajo de la cama con una bodoquera cargada de dardos venenosos, he desarrollado unos procesos que me ayudan a diferenciar la endiablada ensoñación de la maldita conciencia, he tratado de encontrar en uno y otro lado de la mente algunos remansos, practiqué con mucho tino y sistema la dualidad de manera que dos personalidades se encargaran de sus zonas, la una de la sombreada, la otra de la asombrosa; me he lanzado con plena conciencia a la sima de la depresión para alcanzar el famoso ‘lo más bajo’ y he tocado el fondo con mis pies, manos y mejillas, he emergido violento y ansioso. Probé todas las combinaciones de alimentos equilibrados para la noche, todas las posiciones –de la fetal a la de faquir- en la cama, todas las técnicas de relajación; he leído tanto de religión cuanto de parapsicología, fumé marihuana cuatro veces en la noche durante dos semanas, me he acostado borracho como una esponja, corrí quince kilómetros antes de rendirme al agotamiento, he visto todos los programas de televisión sobre animales y todas las recreaciones de asesinatos, descansé la cabeza sobre la almohada en los páramos andinos y en las costas del Pacífico, en un hotel estrellado y en un bohío entre los murmullos de la selva que atosigan. Felipe, el amigo que escogí como hermano, diseñó en su computador un programa que buscaba vínculos y enlaces entre los sueños, que yo escribía todos los días –un poco como terapia otro por masoquismo- y se los enviaba por correo electrónico: decía que si encontraba el patrón de los sueños algún especialista sabría bloquear las neuronas que tanto me han fastidiado la vida.
Los sueños siguen intactos. Cada vez que me rindo se fortalecen y cuando peleo contra ellos crecen. Tengo la impresión de que hace un par de semanas me corté la venas de las muñecas, pero me miro con atención y tengo la convicción de tres heridas, una seguridad que sucumbe cuando aparecen ocho cortes pero en esa visión mi piel tiene espinas en vez de vello, luego trato de anular la posibilidad de que mis sueños tengan pesadillas y curo rápido las heridas, el número que sea.
Mierda, ¿de dónde vienen? ¿Es que mi cabeza está podrida? Leí tantas explicaciones lógicas que todas las teorías han perdido la razón y todos los argumentos que las defienden son perturbadores, nadie ha tenido la capacidad de encontrarme en mi laberinto y a veces han buscado en grupo, ninguna máquina de esta nano-era logró registrar un desorden siquiera, la abuela de mi mujer ha rezado suficientes rosarios como para pavimentar el camino al cielo por el que peregrine un regimiento de impíos. Me queda la claridad de que ningunos ciencia humana ni dogma divino saben dónde están los sueños, qué extraños artificios concuerdan en el acto creativo de abundantes imágenes inconexas o retorcidamente ordenadas o carnalmente fieles. Las peores jaquecas de mi vida fueron en realidad un sobrecalentamiento porque sometí a mi mente a requisas, he armado controles de aduana en los neurotransmisores, cuando fue necesario he bebido dosis animales de energizantes para husmear atentísimo las reacciones atómicas del cerebro.
Ayer soñé que las paredes de la habitación se bañaban de una pintura espesa color ocre. La verdad es que siempre han sido de ese color, ahora que estoy despierto lo sé. Pero no sé si estoy despierto o he despertado los sueños, que han saltado de la cama para hacer lo que bien saben. No creo que sea un sueño, lo sabría. Puedo mover mi cuerpo conforme mi mente decide, alcanzo el vaso con agua que está en la mesa de noche, bebo el contenido que está tibio. No pasa nada. Menos mal, estoy despierto, las paredes son de color ocre y tengo las sensaciones ya familiares de hastío y miedo, esa es una buena señal. Pero no entiendo por qué están las prendas interiores de mi esposa sobre la cama, todavía tibias, si ella no duerme conmigo desde este mismo día; seguro las olvidó y quien las ha calentado he sido yo, ha sido mi cuerpo como tantas veces, son mi poros que exudan, soy yo quien atemperó en grados confortables esas prendas que no tienen por qué estar sobre mi cama, a menos que haya cruzado el límite y haya aterrizado de emergencia en el mundo gelatinoso y distorsionado de los sueños.
Tengo una pereza enorme de vivir.
Ya es tarde.
Debo dormir.
Hasta mañana entonces.

 

 

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En la plaza

Se levanta el calzón con el mismo lento ritmo con que se pone de pie y –lo va ciñendo al cuerpo- muestra los bultos de carne desparramados alrededor de su redondez. Es una secuencia de movimientos que ejecuta la memoria, programada para actuar así en una letrina cerrada; pero no hay paredes ni hay letrina, a veinte metros de allí hay mucha gente esparciéndose: hay orquestas populares, solistas con chaquetas plateadas y patillas largas, juegos de luces artificiales, animadores ebrios, organizadores idos, dúos incombinables y canciones compuestas y cantadas al son de los humores nebulosos de una borrachera que le dan una consistencia de puré al espíritu. Un hombre se detiene frente a la mujer para asistir a la última parte de la operación calzón, de la exhibición de carnes oriundas de los pliegues pudibundos, escruta el volumen de la mercancía expuesta, sostiene una conferencia con su pené, necesita saber si le excita lo suficiente para comerciar, se toma tiempo para decidir perderse entre las cordilleras de esa obesidad morbosa; escudriña, se afana en descubrir -esforzándose hasta el extremo- si será posible hallar alguna vertiente, un ojo, cuando menos un ojal, en esa masa fofa que, sin embargo, late. La mujer hace que el calzón calce; la falda cae por pura gravedad, le ayuda, en parte, el peso del orín que rebotó contra las piedras de la plaza y humedeció el dobladillo. El hombre que gira tiene una mueca de derrota porque fracasó su empeño de dar con un pozo, choca contra un bidón que se usa de basurero, hace una mueca de dolor, se deja absorber por el rebulicio con una mueca ahora de alivio: aprieta los billetes en el bolsillo bien fuerte, retiene el bulto al lado de una apéndice laxo que tuvo la decencia de quedar yacente con gravedad con la que se deben velar los billetes. La mujer sigue su camino embriagado hacia la derecha, se sienta junto a conductores de taxi que beben como desde hace cinco horas, pide un trago y expone un argumento estúpidamente lejano de la conversación que sostienen los conductores que gira alrededor de otro tema, igualmente estúpido. Están sentados en unas gradas bajas y dan la espalda a los reflectores potenciados que alumbran tantas luces como sombras a la plaza: los taxistas evitan que la luz no rebote contra sus ojos vidriosos, socios de la penumbra y sus habitantes hostiles; raros, juergueros, rancios, tienen colecciones de luces que encandilaron sus ojos y las evitan siempre que pueden. La mujer toma un trago de la botella, mas su cuerpo no soporta más el exceso (la pobreza es un exceso) y vomita, con la misma danza convulsa y solitaria con la que, al otro lado de la plaza, se obra otro acto de regurgitación epiléptica con inmensa amargura.
Tiene el cabello cortado de una sola hebra a la altura de las orejas, cerquillo coquetón que baila delante de los ojos, blusa de seda floreada medio abierta y pantalón imitación cuero negro muy apretado a sus formas. Concluida la convulsión estomacal por vía bucal gira su abandono y encuentra frente a sí otro ser con igual corte de pelo; viste camiseta blanca debajo de una jardinera celeste cuyo tiro se le introduce en el trasero: deja que sus formas se muestren. Aquel no hace fieros del vómito de él; más bien le lame la boca y sus alrededores para limpiarle del recuerdo la expresión corporal más recia de la soledad. El movimiento de la lengua no para, él gime, agradece, hace pucheros, le pasa una mano por la costura de la jardinera, con ternura. Un grupo cercano de pandilleros se regocija, les sacan bromas, les escupen, se frotan la entrepierna ostentando opulencia, les cachetean las nalgas, les humillan, les escupen y se van abrazados, soltando flama por sus narices, maldiciendo al diablo, perjurando de Dios crucificado a unos pasos de allí, en el altar mayor de la iglesia de Santo Domingo; escupen.
La pareja se acomoda ropas, cabellos, dignidad y van hacia el otro lado de la plaza, por donde entra un hombre con la frente ensangrentada. La chaqueta está rota en la espalda, el pantalón a la altura de las rodillas; saca la tela interna de los bolsillos para convencerse asaltado. Intenta ver con ojos movedizos a través de los vericuetos rojo obscuros de la sangre que aún brota de la frente, el trago que tomó le sirve de conjuro contra el dolor. Le cuenta mil veces la historia a un anónimo compañero de ebriedad: no entiende qué pasó, caminaba por la calle en busca de un lugar donde comprar otra botella de la misma champaña de los marginales (86 octanos sin plomo, más o menos), no vio quien le golpeó, no puede reconocer al que le vació ni a los dueños del ejército de botas que trotaron su cuerpo entero. El otro hombre está impactado, pudo haber sido él, pudieron haber sido todos los que sufren la violencia de la extirpación de la propiedad monetaria. El confesor le brinda un trago de su botella, él mismo toma uno y le escupe en el rostro para que no se infecte, como curandero, como brujo de gallos de pelea, como alquimista del veneno de la culebra, como chamán de mesa blanca, como hermano de la noche. El herido relata de nuevo, repite los mismos cuatro detalles, ratifica su nombre y su dirección; le trata de hermano, aquel le abraza fuerte y no le suelta, lo aprieta al ritmo del dramatismo del relato. Ven pasar una patrulla que, lenta, observa; el hombre piensa correr tras ella y denunciar el asalto, pero la poca realidad que le cabe entre los hipos le anula el empeño. Las piernas no le alcanzan para correr tras la autoridad, la lengua para explicar, su traza para argumentar y la sangre para ser compadecido: todo es normal.
En la tarima, con los últimos recursos de concentración, el animador introduce el número final de la noche, la presentación estelar del famoso dúo de intérpretes de música rokolera «Hermanas Merino Montesdeoca». Los primeros acordes liberan caderas a una cadencia avara y simplona, tocados por cuatro hombres somnolientos. Pégame con un madero/pero no te vayas con ésa,/que se cree una condesa/por tener buen trasero. Las botellas se alzan para aupar las voces lastimeras de las artistas estelares. Una de las hermanas se envuelven el cable de los micrófonos como sensual anaconda portadoras del veneno de lo prohibido. La parroquia delira con el baile, ahoga el llanto en el canto; los amigos se abrazan, las mujeres se lamentan de su estación de víctimas, los más jóvenes intentan estremecerse con la letra, de la que atinan a gritar la última sílaba de la última palabra de cada verso. Y si llegas a irte de mi lado/júrame por el vientre que te vio nacer/que me atarás del cuello con la soga que me pegas/y me empujarás al abismo de tu ausencia.  Al guitarrista se le rompe una cuerda, la guitarra chilla con un sonido agudo, largo y sordo al arrancarse; el músico tira el instrumento por encima del público, que vuelve a brindar a la salud del vuelo libre del instrumento y su aterrizaje forzoso en las piedras de la plaza.
Cae cerca de donde un joven cruza los brazos para abrazarse a sí mismo y darse calor. Baja la cabeza contra el pecho, cae de rodillas, muestra la cara al paño de nubes grises -le salen muchas lágrimas-, pregunta sincero por qué se gastó en trago lo que necesita para sus hijos, explica a nadie que trabaja toda la semana, que es pobre, que sus hijos no comen, que su esposa le pega, que él le pega a su esposa, que no puede pagar las letras de la refrigeradora, que es honesto; alza las manos al cielo y grita que es un obrero, que es un pintor, que su papá era albañil, que por qué no puede salir de esa maloliente alcantarilla y obtener el dinero para pagar la escuela de sus hijos. Vuelve a abrazarse solidario consigo, vuelve la cabeza a posarse sobre el pecho, se pone de pie y se queda estático, como estático está el guardia municipal que al día siguiente presentará un informe sobre el desarrollo del evento auspiciado, organizado, coordinado y realizado por el cabildo.
Junto al municipal pasa una mujer cincuentona, cubierta por un poncho blanco, gorra de lana negra, falda azul hasta las rodillas, doble media de deportes y zapatos de plástico, ofreciendo bebidas, cigarrillos, fósforos; le pesa la mochila en la que lleva el cargamento, siente vacíos los bolsillos del beneficio propio, ofrece, promociona, advierte, juega, bromea, ruega. Una compra ahora, otra bastante después y la media luz de los alrededores le produce terror: allí no hay quien compre, allí solo asaltan, debe evitar salir de la plaza hasta que llegue el cuñado a recogerla en el taxi para llevarla a la zona en la que está medianamente confortable. Tres jóvenes se le acercan, piden media botella, preguntan por el costo. En vez de dinero sacan un cuchillo, la señora se olvida del negocio y entrega el botín; aparece el cuñado, reclama a los jóvenes, cada uno clava una puñalada, se tiran a la carrera, el cuñado se desvanece, la mujer se toma de la cara, las botellas caen y se rompen, la sangre y el trago bajan por un desnivel, forma un río que apaga el cigarrillo tirado por el guardia municipal. Dos ebrios pasan por allí y se burlan del cuñado porque piensan que está más borracho que ellos y la mujer grita con todo el aire de sus pulmones, pero su alarido es menos fuerte que el de las hermanas Merino Montesdeoca, animadas con Si no dejas de beber tendré que ponerte una condición/marido maldito, hijo de la perdición./Cuando te conocí eras bello/pero ahora soy yo o es la botella.
La botella no deja de circular entre los taxistas, sentados en las gradas con la mujer. Uno desliza los dedos dentro de la falda todavía húmeda de la mujer que escupe una carcajada. Detiene el intento con una mano y pone la otra horizontal, con la palma hacia arriba, exige dinero. El dinero llega pero es escaso, deposita otro billete y la mano de la mujer se cierra, mientras la otra mano se retira del litigio para que el vencedor cobre el triunfo entre sus piernas entreabiertas. Todos ríen alrededor. Retira la mano humedecida y la pasa por las narices de sus compinches que saltan con gestos de asco, pero no paran de reír; luego se pasa los dedos por la boca e intenta llegar de nuevo a la fuente, pero las manos de la mujer son más rápidas, repite el juego. El hombre se pone de pie, le recita una retahíla de insultos y deja a los del grupo, que no dejan de batir las mandíbulas.
En la violenta retirada choca contra unos jóvenes quienes le reclaman por la agresión a su zona, pero ni él ni los otros están con ánimos sino de ese preciso intercambio de insultos no hirientes. Sobre todo uno de ellos que pide a amigos y amigas calma frente al incidente, porque ha terminado de armar y ahora prende un cigarrillo de marihuana; aspira con fuerza, retiene el humo, exhala por la nariz y convida a los de su pata para repetir el acto de las alucinaciones en compañía. Entre ellos no hay mucho más que decir, entran en el círculo inicial de la carcajada fuera de razón, en el segundo círculo se forman parejas por evolución lógica y acuerdo implícito -toman diferentes destinos-. Cuatro de ellos se quedan mirando anonadados la iluminación especial del entarimado, otros dos se sientan y juegan con sus manos, una pareja se retira debajo de donde las hermanas bailan algo más violento: A casa del compadre vamos a bailar/que hoy hay bautizo./Hay comida, hay bebida, hay fiesta/hay una guagua que criar.  La pareja se enfrenta a besos, él recorre el cuello y las orejas demorándose, hace pausas severas en la boca, le aprieta fuerte de la cintura con los dos brazos. Ella le rodea con los suyos por el cuello y se declara pasiva, receptora; permite ese recorrido de ternuras que le endulzan completa, luego baja los brazos a la cintura de su pareja y contribuye con más fuerza a la unión, al meneo leve, profundamente excitante. Él le retira apenas la chompa de cuero con las manos y explora un poco más abajo del cuello, mientras la otra mano ha ido por la pierna, ha vuelto a subir, se enlaza con la otra alrededor de la cintura, la aprieta, le quiere mucho; ella también, se quieren mucho. Les interrumpen dos policías con linternas, uno de ellos esposa al joven contra los fierros de la tarima sin argumentos y los dos toman a la fuerza a la novia, le extirpan lo mucho que se quieren en nombre de la autoridad. El les maldice desde su cautiverio y ella grita de dolor, de rabia. Grita mi corazón porque no te tengo/grita mi alma la angustia/de ver que tu boca besa otros labios/tu cuerpo es de tu esposa. Fuera de la media luna formada alrededor de la tarima un anciano besa a su anciana esposa. Ausentes ambos, se miran con ternura, se abrazan sin apretarse mucho; él le dice que la vida junto a ella ha sido bella, a ella le destellan dos lagrimones, una sonrisa y un beso.
Así, juntos, llegan dos camiones de policías, se bajan con violencia (gritos, trotes, silbatos, toletes, armas automáticas, la parodia completa). Anuncian la presencia del poder formándose en el extremo norte de la plaza, al otro de la tarima, que ha quedado vacía en un instante. El animador se moría de las ganas de agradecer el esfuerzo de los artistas y del público pero las ganas solo le sirven para atorarse. La mayoría de espectadores se queda en el sitio, mira como si no fuera con ellos; muy pocos han emprendido carrera hacia las callejuelas. Los de uniforme se dispersan por la plaza y revisan los documentos de identidad. Dos jóvenes les ruegan que no les lleven presos, que sus papeles fueron robados, que viven a tres calles de allí, que se van corriendo a sus camas a dormir hasta siempre, piden piedad a la autoridad inflexible; los agentes les toman de la correa, les atajan desde la espalda y casi colgando de los pantalones patalean hasta llegar al camión, donde son tirados como carne de rastro y pateados allí arriba por otros guardias. El hombre lastimado en la frente le está contando al oficial la hoja de vida y su biografía completas, porque no tiene papeles que mostrar ni recuerdos para certificar el origen de su herida en la frente. El oficial le pide que vaya a su casa y se despiden como viejos amigos, mientras la pareja de novios advierte tarde la presencia policial y transforman el chapoteo en pasos rápidos, movimientos rudos de la cintura, susurros inentendibles, ademanes de mano quebrada y composturas de cabello. Todo se inmoviliza por el respeto que produce el paso de una carroza fúnebre, con sus acompañantes compungidos, pero vuelven a la normalidad enseguida que dobla la esquina el último arreglo de flores negras. Los agentes se percatan del cuerpo tirado decúbito dorsal del cuñado y piden auxilio inmediato a una ambulancia, mientras hacen varios disparos al aire por las dudas. El hombre ha vuelto a caer de rodillas, aprovecha que ahora hay personas a su alrededor, a lo mejor alguno de los de uniforme tiene respuestas; alza las manos al cielo, tira la cabeza pero la autoridad no tiene tiempo ni paciencia, le pide que se calme, que se levante, que vaya a casa. La operación dura algún tiempo, hasta dejar a la plaza limpia. Tres agentes se me acercan, revisan el documento de identidad, comparan la foto con mi rostro, me preguntan que por qué no me he ido, les respondo que me gusta la música que se toca en los festivales y la soledad de una plaza vacía; me piden que apoye las manos contra la pared en la que estoy arrimado, que separe las piernas; me rebuscan y extraen de mi chompa un paquete y sus rostros cambian, también sus acciones: uno me patea en las piernas y caigo de rodillas, otro me esposa, uno más se aferra de mi pelo y deja en la pared su firma con mi sangre; se acerca el oficial para preguntarme por el origen de la mercancía, le informo que la encontré tirada en un cesto de basura y lo estaba vendiendo para obtener algún dinero, le informo que por aquí todos fuman marihuana; me golpea en los riñones, se me va el aire y miro a la iglesia imaginando el delito que habrá cometido el que está dentro crucificado, rezo en voz alta pero la oración se corta porque una patada me rompe dos dientes. Cuatro me apuntan con armas automáticas, el oficial les ordena que me trasladen al centro de investigaciones especiales. Al fondo logro distinguir los ojos de los dos jóvenes debajo de la tarima; él sigue esposado y ella le abraza con una ternura enorme; me miran, ella alza la mano, me hace señas de despedida. En una esquina de la plaza, la mujer se baja el calzón, se coloca en cuclillas y comienza a orinar.
Es extraño. Deseo tercamente volver a la plaza en la noche, contar cuántas piedras se han movido, calcular si la potencia de los focos crea todavía las mismas místicas sombras, interpretar los muchos pasados que se quedaron esperando que alguien los recupere para la memoria, evaluar como han soportado las cosas muertas el contacto con las cosas vivas. La plaza y yo necesitamos de esa alquimia, volver a partir desde el tiempo exacto en el que nos quedamos: el tiempo habrá sido un juego cruel si nadie rescata la memoria de las cosas, de la plaza, la mía propia. Mañana seré libre de nuevo, en dos meses cumplo cuarenta años, el próximo viernes hay un concierto de música popular en la plaza. Llego todavía temprano, se escucha el escandaloso sonido de un taxi que cruza histérico por la calle lateral y se aleja devolviéndonos el silencio. Al otro extremo hay una tarima recién colocada, las piedras y el cielo están húmedos pero de todas formas habrá concierto.

 

 

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Sonsoles e Hijo

A las siete menos tres se sentaba; pestañeaba cada 30 minutos, dos después de un suspiro. Corregía las solapas de su chaqueta dos veces al día y declamaba los «Buenos días» con el riguroso profesionalismo de los porteros que han estado apoltronados en la misma silla, frente al mismo mostrador, la última década, al menos, de su misma vida.  El «buenos días» de un novato es infinitamente inferior en calidad.
De la silla hay mucho que decir, en vista que es imposible explicar desde un punto de vista lógico las razones por las que un trasero puede soportar miles de horas posado sobre un mueble desquiciadamente incómodo.  Por más chalinas, telas o cojines que estén a mano para probar a ablandar la silla, los elementos que les son comunes y que, al mismo tiempo, las caracterizan, son dos pares de fierros, paja y un tapiz de plástico, el respaldo tiene la inclinación de 45 grados exactos; la más simple de las versiones del ingenio y acaso un instrumento de tortura para las desacostumbradas asentaderas que posen sus mejillas por más de una hora; pero, ejerce un encanto sin igual para los porteros quienes padecen algo así como el síndrome de Estocolmo entre el fierro que retiene y el culo retenido. Por aquí debe explicarse, también, la forma corporal afín de los porteros: la Sonsoles es, duda que quepa, la reina de todos ellos, por sus virtuosas formas: ha logrado, tras tanto tiempo de fieles servicios, ser un ejemplo estoico de ergonomía invertida, es decir, el cuerpo humano se adapta a la forma del objeto, una simbiosis que sucede de tanto ser silla y de tanto ser portera.
Ahí están esos héroes anónimos herederos de la guardianía franciscana. Hay que anotar que Incluso cuando está sentada con la espalda erguida es gibosa; las manos sobre las piernas gordas, los grandes senos pesando demasiado hacia adelante, el se moverán con mucha pereza de los muslos donde yacen, sus ojos están justo a la altura del contrafuerte donde se atrinchera. La entrada al edificio es un pasillo largo y algo ancho, el piso está decorado con una alfombra imitación persa de poliéster que cubre un piso imitación mármol por el que andan ciudadanos que imitan ser de una clase a la que no alcanzan. La posición de Sonsoles era estratégica y la táctica se resumía en trincar a lo que quisiera pasar sin que se apercibiera un motivo exacto, verosímil y lógico: ni el aire se abría atrevido a entrar o salir desapercibido de los ojos pequeños y negros de la dueña omnímoda del lugar. Créeme, cuando abres la puerta ves apenas cómo eres escrutado. Uy, qué frío.
Para la mayoría, ni siquiera es un ser humano; te lo digo yo que conozco a casi todos los que viven aquí; a lo mucho creen que es uno de los bienes muebles del edificio, se la toma en cuenta de la misma manera y con semejante humanidad a la atención que pueden poner en el elevador, la calefacción, los focos o las puertas; esto lo debes entender literal, el día del inventario era objeto de inspección. La diferencia con los aparatos de aire, el descensor y las luminarias es que, nos consta a todos, que sabe decir «Buenos días».
Desde las siete menos tres hasta la hora de almuerzo; desde luego después la siesta hasta las ocho de la noche, menos los domingos. En un cubículo que estaba a las espaldas del puesto de mando había improvisado una cocina de una hornilla en la que calentaba el almuerzo y le había quedado espacio suficiente para una silla gemela a la de la portería en la que dormía una siesta corta, arrullada por las noticias aburridas de Radio Popular. No recuerdo haberle visto nunca en domingo, ni siquiera cuando fue Día de Reyes y se entregó los aguinaldos ni tan siquiera en los funerales de los vecinos que había muchos y a quienes Sonsoles había conocido por años.
Hasta podría pensarse que es rara su apatía, considera a los porteros que traban amistad con los condóminos como laxos en la práctica del deber, una sensiblería que ella no permite en su feudo pero luego de la despersonalización no hay más, no se puede sospechar del producto cómico-trágico de una vida abstemia de vida. Por regla general, sin embargo y a pesar de lo dicho, Sonsoles era también omnipresente en nuestras vidas. ¿Recuerdas a Dolores, esa novia que me duró lo que un suspiro? Me producía pavor llegar al piso con ella: de pronto Sonsoles se convertía en el ángel vengador sin siquiera moverse de su mueble, solo provocando sustos con los ojos pequeños y negros apuntando sin vergüenza a la víctima. ¿Qué piensa? ¿Cómo me califica? ¿Le gustará Dolores?; ¿tiene un corazón que late, sangre en las venas, masa gris en la cabeza, va al retrete a veces, habrá leído a Camilo José Cela, se masturba?  Hay que ser honestos, también sabe leer, a menos que el grueso fajo del diario lo tenga solo como el estorbo culminante de la barricada. Qué ser tan horrendo, pero no hay manera de convencer al dueño del edificio Universal de que un portero eléctrico es suficiente: «Sonsoles se queda y san se acabó». ¿Será que van a la cama Sonsoles y el dueño del edificio?  Imposible, a los setenta y tantos años del viejo Ovidio ya no se le para ni el reloj; por Dios, yo lo sé. Y ella, ni hablar, no es capaz de colocarse sino en la posición silla, que normalmente es incómoda para cualquier apremio. Pregúntaselo a Dolores.

El domingo del que quiero hablarte partí liberado de las presiones fundamentales de mi vida: en la portería no había quien escrutara las salidas y entradas, a menos que la silla fuera una espía. Fue un domingo de Maite post Dolores, con cine, compras y paseo por el Parque de la Ciudadela al atardecer de otoño; demasiada poesía para mis huesos. Primero, los edificios construidos para la Feria Mundial de principios de siglo pasado y el invernadero; rumbo a lo profundo del parque las luces tenues del alumbrado público y, como es obvio para cualquier erotismo respetable, la Fuente del Amor, cerca del edificio del Parlamento. Fue muy extraño, porque doblamos entre los árboles atraídos por carcajadas del todo agradables, abrazados, casi besuqueándonos y con ganas de contagiarnos de la risa exagerada. No me lo vas a creer, la mismísima Sonsoles tenía a un hombre maduro acorralado contra un banco, su mandíbula se batía a muy escasos centímetros de la boca aterrada del hombre, que se agarraba de los filos del banco, como cuando en las películas comerciales la protagonista está a punto de ser asesinada y llega a tiempo el héroe. El sombrero se le había caído hacia atrás, el paraguas estaba tirado un par de metros más allá, el saco de lana se lo tenía subido más arriba del ombligo; incluso se le notaba que los dedos de los pies habían hecho puño. Sonsoles se dio cuenta de nosotros, dio vuelta muy lento al tiempo que su boca se iba cerrando con cautela, con paciencia, con delicadeza, con carcajada, hasta adoptar el aire tradicional Sonsoles, nos miró todavía unos segundos, pestañeó, se arregló las solapas de la chaqueta y abandonó la foresta. Si bien era grotesco el gesto del hombre, más me llamó la atención la forma de caminar de la portera, con pasos cortos y muy rápidos, la falda debajo de las rodillas, zapatos sin ninguna gracia, medias de lana blancas. Eran sus ojos de un brillo similar al flash de las cámaras de fotos, que se van apagando, «lentones». Maite no entendió nada, nos acercamos al viejo, recogimos sombrero y el paraguas, le preguntamos por su salud física y psicológica: era tartamudo de nacimiento, se hacía el tartamudo de nacimiento o le acababa de nacer la tartamudez; lo cierto es que no se le entendía nada, porque, además, le salía bilis por la boca, en pocas cantidades, es cierto, pero es inconfundible. Apareció un guardia, le entregamos el estropajo de ciudadano que nos había heredado Sonsoles y luego tomamos un largo café para que sirvió para explicarle a Maite la historia de la reina de los porteros. Demonios, tanto misterio al rededor y yo con tan poco de investigador privado. Lo mejor fue dejar la historia así.

Qué difícil es poner orden en una reunión de condominio, qué difícil fijar los temas verdaderamente importantes para todos. La del 13D no paró de quejarse de la tubería que vibra en el 14D. El del 8A que no logra encontrar un técnico que termine con las averías de su calefactor. El administrador de la oficina que ocupa el primer piso aterrado que sus clientes vean a los vecinos llegar en estado etílico a las once de la mañana. La vieja del 5C que no deja en paz con sus óperas a la más vieja del 5D. Es raro, pero los de la letra B nunca nos quejamos de nada, votamos siempre unitariamente a favor del portero eléctrico.
El tema por el que se había convocado a esa reunión era si debíamos aceptar que se suba la cuota para pagar a una empresa que haga un mantenimiento más cuidadoso de las áreas sociales o no; a la economía de la mayoría nos afectaba y llegar a una conclusión era imposible, incluso si el viejo Ovidio ofreciera, con la demagogia característica de los dueños de edificio, reparar lo dañado y hasta construir un nuevo edificio repleto hasta el colmo de comodidades. Al final el viejo Ovidio nos subiría la cuota sin que nos diéramos cuenta o con que nos hiciéramos los pendejos. Allí me senté junto a Carmen, 36 años, recién divorciada, sin hijos, un metro y setenta y cinco centímetros que albergaban ciento veinticinco libras, profesora de escuela, ojos negros grandes, cuatro años de matrimonio, pantalones con pinzas, ex-marido esquizofrénico, chaqueta sin blusa –creo que sin sujetador incluso-, empleada de una escuela privada de las cercanías, dedos largos de pianista como su nariz, tercera hija de una familia de cuatro, fina, dedicada, zapatos número treinta y seis, romántica, mañana a las siete, futura propietaria de vehículo, no pretendientes, llevo vino tinto, aficionada a la música clásica y a las viñetas, estamos de acuerdo.
Blusa de flores transparente definitivamente sin sujetador, carne al vino, falda crema definitivamente con interiores, tres historias trágicas de su vida, crema de arveja, siete historias ridículas de mi vida, dos velas, reflexiones sobre sus siete años de edad más que los míos, sofá con cigarrillos, los Beatles, anécdotas de veranos inconclusos, resumen sucinto de experiencias acabadas, crítica destructiva a los vecinos, silencio para cómica admiración de óperas del 5C, Yanni en concierto, otra botella de vino tinto, discusión política acalorada, riña amigable sobre religión, un cigarrillo de marihuana, tus sábanas son de seda, mis sueños son de almidón, coitos a millón.
El timbrazo sonó cuando ya era el día siguiente, a las nueve de la mañana, cuando apenas podía equilibrar mi conciencia, para pedirme que le acompañe a una misa de recuerdo de un tío suyo, fallecido hace poco de infarto, en la iglesia de San Patricio.  Lloró mucho, tanto como yo me aburrí en la velación y en la reunión familiar posterior, donde fui presentado como un amigo con privilegios. Allí, en medio de un jerez muy bueno, se conversaba demasiado sobre el fallecido, era realmente fácil reconstruir la vida del difunto a partir de la velocidad con que los asistentes abarrotaban el anecdotario con hechos, situaciones, cronologías, genealogías; ambiente asfixiante, dominado por entero por un muerto de quien llegué a saber todo, salvo el nombre. Vi una foto suya y casi me da una congoja. Al sobrino mayor se le había ocurrido la brillante idea de tomarle una foto antes de la autopsia, eran protagonistas de la impresión el cadáver y médico legista, ambos posaban y el sobrino, fotógrafo profesional alternativo en ciernes no había dejado ir detalles: el galeno tenía un bisturí en una mano, con la otra agarraba al cadáver de la nuca; sostenía una sonrisa de profesional experimentado y talentoso. Al cadáver del tío se le había corrido apenas la sábana y mostraba parte del pecho, llevaba el pelo arreglado con gomina. El escenario estaba delicadamente ordenada, los instrumentos de la autopsia estaban en orden, los metales tenían un pulimento de relumbrón. Tras los protagonistas se había colgado un retrato del generalísimo y un afiche de una antigua procesión de la Inmaculada Concepción. Sobre una camilla desocupada que estaba a la diestra del cadáver se había colocado la ropa con la que murió, el sombrero y el paraguas. Antes de dejarme empapelar por la congoja me senté en una esquina. El señor difunto era el mismo del Parque de la Ciudadela, la Sonsoles mandíbula batiente y la Maite inexplicada. No se lo dije a Carmen hasta la noche en la que acampamos debajo de sus sábanas de seda que se tiñeron de violencia: yo no sabía que se asombraba repartiendo bofetadas con soltura samurái; me dijo que le contara hasta el último detalle, fue a la estación de policía a la madrugada y puso una denuncia. Dos días después llegaron dos investigadores, interrogaron a Sonsoles, a mí, a Maite post Dolores, al viejo Ovidio; la portera me decía, luego, «Buenos días» con cicuta; el caso se archivó, la denuncia era ambigua, no se había hallado una sola evidencia y no había una ficha con antecedentes de ninguna naturaleza de Sonsoles.
Para la policía el caso terminó ahí, pero la portera redactó una carta y dejó una copia en cada uno de los departamentos. ¡Gloria!, además de la destreza con la que articulaba la compleja frase “buenos días”, ahora demostraba que sabía escribir. En el aviso alertaba sobre la investigación de las autoridades y explicaba que era incapaz de levantar la mano a nadie (yo dejaría las cosas en “incapaz de levantar”), que todo había sido un malentendido y que esperaba que nos siguiéramos respetando como siempre (como a un mueble, agrego yo). La carta, el barullo, las suposiciones, el atávico chisme de pasillo provocaron una nueva reunión de condominio, en la que el viejo Ovidio se animó a disparar un florilegio moralista decadente, se propuso un voto de respaldo a la ausente e inofensiva Sonsoles que obtuvo mayoría y dos abstenciones; yo mocioné que se cotice un portero eléctrico y fui azotado por un abucheo desvergonzado con el que terminó una jornada de derrotas. Me frustré sobre todo porque el resultado de la reunión entregaba sin concesiones ni retribuciones una dosis de poder a Sonsoles que, desde su poltrona, exponía un aire patricio, presumido; la arrogancia de la portera había tenido el efecto positivo de corregir en parte la giba, aunque era posible que forzara el espinazo para mostrar un energía desmedida cuando Carmen deliciosa entraba de mi brazo, Carmen tenía la decencia de devorarme a besos y Sonsoles de degollarme con la faca de un «Buenos días” mordaz. Las relaciones estaban rotas por completo y había escaramuzas en ciernes.
En la comisaría de Policía conseguimos una copia del informe de los investigadores, un trabajo profundamente profesional, con conclusiones asombrosas, pruebas contundentes, deducciones brillantes: el caballero difunto había sido sometido a una fuerte presión psicológica de origen desconocido y su corazón no resistió el impacto.  ¡Bravo!, ¿seríamos alguien sin los policías? Solo había que verle la cara para saberlo, infarto. A nosotros casi nos da uno al leer la declaración juramentada de la primera sospechosa de un supuesto homicidio: nuestra portera decía haber conocido un día domingo al muerto sin nombre, cuando paseaba por el Parque de la Ciudadela, declaró que se le había acercado mientras ella contemplaba la Fuente del Amor, que le asustaron los ojos como flash de cámara de fotos del occiso respetable, que tenía una risa como de histérico que le paralizó y solo volvió en sí cuando vio llegar a uno de los inquilinos del edificio donde trabaja, acompañado de una de esas señoritas que acostumbra a celar.  Fin de la declaración inconclusa de Sonsoles porque, en el acta se había dejado saber que una fuerte perturbación del estado anímico de la declarante había impedido que la diligencia continuase y se suspendió con esa «muy convincente versión» de la acusada. Vuelvo, repito y reitero: ¡Viva la investigación policial! ¡Viva la igualdad, la libertad y la fraternidad! ¡Viva la justicia del llanto simulado! La determinación de la verdad se fue de mi vida con Carmen, quien formó una Organización No Gubernamental de moralización de la justicia, recibió importantes donaciones gubernamentales, me acusó de seudoburgués, ganó una beca para especializarse en derechos humanos y fue a parar, creo, en Croacia, donde había más materia prima para ejercer y menos idiotas como yo, que le escondemos datos con tanto peso probatorio como la existencia misma de Maite post Dolores. No me arredró ese torbellino de sucesos en la vida de Carmen, como tampoco me hizo mella que me llamara como me dijo, más bien me dio ganas de seguir hasta el fin. Seguí ejerciendo mis derechos y cumpliendo las obligaciones de quien es inquilino a tiempo completo, continué con mi profesión que paga tarde y poco, no volví al Parque de la Ciudadela porque la Fuente del Amor tiene manera de expresar el amor que se parece a los renglones torcidos de dios; mantuve decente mi habitáculo y no tomé más en cuenta los «Buenos días» nucleares que se me ponían al frente, incluso bien entrada la tarde.  Bueno, eso creía yo, hasta el fantasmagórico aparecimiento de la ultra simpática Graciela post Dolores-Maite-Carmen. Pero tan megabuenagente que se excedía con bondades con la portera: «Doña Sonsoles, buenas tardes, ¿cómo está su mercé?, se le ve rechula”. Tanta azúcar refinada hacía que yo me escondiera debajo de la alfombra imitación persa para no desenmascarar el desbarajuste emocional producto de los intercambios alevosos de sonrisas entre la mujer con quien dormiría esa noche en mi cama y la mujer a la que odiaría siempre. Y a Graciela no le parecía tema de conversación, así yo me pusiera molesto como una bestia: argumentaba yo que era imposible que ella hable así con mi más grande enemiga, que me está traicionando, que comparte comunicación con la mujer que me asesinaría, que Sonsoles es una loca de atar, una esquizoide, que es una indecencia intimar con alguien que tiene al demonio en los ojos como flash de cámara de fotos, que, además, debe tener almorranas y que cuando yo terminaba de rezar mi letanía debía detenerme ante la inmensidad de una Graciela completamente desnuda, mirándome con risa coqueta y peinándose el cabello sobre sus senos. Soy humano y, obviamente, terminé mi discurso tan rápido como mis manos retiraron los cabellos de sus senos, mi porte de afrentado se serenaba tan brevemente, era yo el rey de diamantes que caía desde la parte más alta del castillo de naipes; y caía con una sonrisa de semental.
Esa fue la manera como Graciela impidió que yo interviniera para arrancar los lazos de felicidad valentina de estas dos. Decía ella que no era importante. Que sí que lo era, repostaba yo.
Era miércoles cuando la petrificada Sonsoles me entregó una carta de Graciela que abrí apenas entré al elevador. Me decía adiós para siempre, porque había llegado hasta sus oídos «la clase de tío que eres». Para ahorrar espacio, con una dignidad cardenalicia me decía maricón, mujeriego, don juan con eyaculación precoz, drogadicto, vago, cabrón, frustrado, egoísta, soberbio y que mis pies olían a demonios; lo único que le faltó decirme es hijo de puta. Un rápido repaso por el álbum de candidatos a culpables de este acto deleznable me ayudó a forjar la conclusión de hierro: sin ninguna duda, la autora que provocó que se atente contra mi decencia, porque nada de eso era cierto, a excepción de lo último, era Sonsoles. Momento fantástico para descargar el dolor de mi corazón y de mi orgullo sobre el bulto que no hace más que estar sentada en la portería. La infeliz, la muy infeliz, siempre que yo entraba o salía se encorvaba más y solo aparecían tras el mostrador la mitad de sus ojos pequeños y negros.

La vida de edificio de departamentos es siempre inquieta, somos pocos los que nos encariñamos con el calor de hogar y porteras insoportables, los cambios son seguidos, vienen, van; marido, mujer y dos hijos que entran, empleado público ascendido que sale, prospecto de modelo que entra, jubilada que sale en caja de madera, una pareja de homosexuales que entra y sale por decisión de la reunión de condominio, un saxofonista mudo, un futbolista de tercera división, el mejor vendedor del mes de productos de belleza, la telefonista de la agencia de viajes, un estudiante subvencionado por el estado, un veterinario de provincia en plan de evolución, el ama de casa que disfruta con el hijo de la renta del divorcio, un Asistente de Programación de la empresa de ferrocarriles, dos fotógrafos de National Geographic por un mes, el administrador de un bar de las cercanías, la jefa de vendedoras del almacén de telas importadas, un repatriado, dos asilados y un fugado. Vale, Dios, allí no se aburría nadie.
A la última reunión de condominio llegó el que se presentó como abogado Mateo y algo más, arrendatario del 14D cuyos tubos ya no vibraban y se puso a nuestras órdenes. Participó poco y con claridad en la reunión, que adquirió de pronto un carácter parlamentario por la presencia del hombre que sabía al pie de la letra lo referente a leyes de inquilinato. Fue la primera vez que todos decidíamos cosas importantes para nuestra convivencia e incluso estuvimos a punto de aprobar la moción del portero eléctrico, propuesta que quedó para una segunda discusión, a partir de un informe técnico que se solicitaría a la empresa Teléfonos y Comunicaciones S.A., Tecosa. La llegada del jurisconsulto había sido alarmante para la desordenada vida cotidiana de nosotros, los vulgares residentes del edificio.
A las ocho, como siempre, bajé dispuesto para entrar en el salvaje mundo de la acera, que me lleva al salvaje mundo del metro, para volver tropezar contra el salvaje mundo de la vereda y entrar en el salvaje mundo de mi trabajo. Desde el ascensor escuché ya las palabras roncas y con alto volumen del abogado. Cuando llegué al vestíbulo, el hombre espetaba palabras soeces a Sonsoles, por no sé que cuento de un plomero que no había llegado a psicoanalizar la tubería que otra vez ronroneaba. ¡Pero le decía de todo¡ Su compostura de abogado, de hombre de derecho, se había quedado en un rincón de la noche. Yo estaba aproximadamente en la mitad del pasillo aupando al abogado cuando escuché con absoluta claridad que le decía a Sonsoles «Eres una vieja puta».  Me volví, vi los ojos de Sonsoles como flash de una cámara de fotos, saqué mi navaja y se la introduje en el abdomen jurisconsulto unas tres veces, más o menos. Todo se lo soporto, doctor, menos que le falte a mi madre; lo mismo piensa el viejo Ovidio, mi padre. Eso le dije, eso le reclamé al herido hombre del derecho.

 

 

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La propina

– ¿Seco de cabrito?
– No, prefiero el ceviche con ce y ve pequeña, que da lo mismo que el sebiche con ese y be grande. ¿Por qué se harán tanto lío con las eses, las ces, las ves, los alófonos fricativos o los fonemas bilabiales sonoros? No es rebeldía, te aclaro, pero me parece inútil discutir la manera como se escribe ceviche, sobre todo porque las ces y las bes van a ser digeridas y a terminar en el baño en forma de eses.
– Sí caballero, un seco de cabrito para mí, un ceviche (acentuó los fonemas lo mejor que pudo) para la señorita y dos cervezas. ¿Quieres cerveza, no?
– Me da lo mismo, todo termina en las eses, hasta la zeta de la cerveza.
Bonita conversación, dice para sí el mesero. Bonita manera de comenzar un almuerzo, piensa Beto. No entiendo esto de la lengua, se queja en silencio Catalina.
En momentos así resultaba rara esa poca sal puesta a las palabras, extraña porque era apenas el segundo encuentro de los dos y la primera reunión de los tres si se cuenta al mesero; de ahí al pasado de todos no había las horas suficientes para llenar cinco páginas de una autobiografía triple; éste, el mesero, era nuevo y secundario en la reciente historia, en el desaguisado de dos que se conocieron con la ira, la manera como los hombres se descubren más rápido.
El primer vistazo que se dieron fue aparatoso, en el sentido mecánico y literal del término. Es que todos en Lima manejan seguidos por el fin de mes, con la osadía de quienes sienten que van a ser mutilados en trozos muy pequeños si llegan después de los otros, aunque los destinos sean absurdamente diversos, como si el presidente estuviera a punto de inaugurar una escuela y todos llevaran las tijeras con que cortará la cinta roja y blanca que manda el protocolo. A lo mejor no hay tanto drama y sucede que muchos vehículos para pocas calles, demasiada gente para la escasa planificación, o excesiva prepotencia para tan poca autoridad.
Pasó lo de siempre: choque aparatoso de Volkswagen Golf versus Daewoo Tico, rostros pálidos por el evento, exasperación con mayúsculas, adrenalina bestial, se bajan de sus vehículos para enfrentarse al (a la) afrentoso (a), 24 palabras dichas con rabia y leve sesgo hiriente, intercambio de inculpaciones, amenazas legales, probable aviso a la autoridad, reflexión interna para calcular costas judiciales y el pago de la mordida, moderación del tono, búsqueda de acuerdo, improbable aviso a la autoridad, insulto mutuo a un insulso que pasa haciendo sonar una bocina de transatlántico y no les deja ejercer en paz su derecho al litigio urbano; tras un suspiro que pasó volando frena una propuesta de solución pacífica, intercambio de notas diplomáticas (números de teléfono y de carné electoral), rendición soporífera ante el aparecimiento tardío y fuera de lugar de la autoridad, explicación sumaria, notificación de consenso, despedida con mediano cargo de conciencia, medio tú tuviste la culpa que quizás es mía. Chao.
Allá por los años 70, 1900 claro, la vida entre conductores era menos complicada: no se sabía de vehículos que atacaban a volantazos a otros, era como disparar al aire, no había suficientes enemigos en la calle para alcanzar a uno y retarlo a duelo y los pocos que transitaban eran amablemente llevados por conductores a quienes les fatigaba la sola idea de gastar el día en una disputa entre fierros. Pero sí había políticos aparatosos en el sentido mecánico del término, expertos en colisionar contra la realidad. Se armó la grande, con una enorme migración desde todas partes, seguida de cerca por una extraordinaria migración desde más partes, que multiplicaba los planos de la ciudad cada vez por diez –los trazos, no los servicios. Cuando este ocurría este embotellamiento para el desarrollo ni Catalina ni Beto podían acceder al privilegio de capitanear un bólido, los cambios de sus cuerpos eran tan radicales como los de su ciudad.
Catalina es bella porque no se parece a los figurines de las revistas de modas es oriunda de ahí hasta con los párpados cerrados, como las palomas de San Isidro; Beto es, como quien dice, del promedio; el mesero tiene la típica silueta de la migración de la sierra en la generación anterior a la de Beto. Catalina es con abundancia «déjame que te cuente limeña», Beto una aproximación degenerada de «fina estampa, caballero», el mesero es la versión fiel de un lamento andino, tan lamentable que es música sin letra, más bien unos largos y bajos sonidos de quena, fa en setenta y siete tiempos.
Catalina es rubia, piel muy clara, alta, delgada, ojos profundamente negros que miraban con certeza un poco más allá del futuro inmediato que estaba calculado, habían sido tomadas las medidas de seguridad consecuentes para silenciar al corazón. Claro que la impericia de Beto aindiado desbarataba una parte de la planificación, si bien calzaba con estruendosa lógica en el ítem de «imprevistos».
– Estos imprevistos son terribles. Acabo de solucionar, hace un par de días, un lío con un taxista que me pegó por detrás y se me quiso volar por delante; jueces, abogados y todo. Quisiera cambiar de modelo de auto, en vez de Tico, Coti, para ver si logro esquivarle a la mala suerte con este cambio de sílabas, dice Beto.
– No es mala suerte, si hubieras… Bueno, si nos ponemos de hablar de quién tiene la culpa nos quedamos aquí de por vida. Qué te parece si cada uno corre con los gastos de la compostura de su vehículo y quedamos en paz.
– Pero creo que el daño en el mío es más grave.
– No tengo tiempo para perder en cotizaciones, visitas a mecánicas, peritajes y seguros. Caballero, otra cerveza. ¿Quieres otra, Beto?
Estos dos no van a llegar a ninguna parte, dice para sí el mesero. Perfecto: un desacuerdo es lo mismo que otro almuerzo, se alaba Beto. Media hora más y clases de Derecho Penal, calcula Catalina.
Lo dicho. El ambicioso Beto consiguió concertar una nueva cita a la que llegaría con la propuesta de solución en tres escenarios, a saber: a) tú tienes la culpa; b) yo tengo la culpa; c) los dos somos culpables o sea ninguno, o sea tres vivas por la solución amistosa. Amistosa necesariamente y por favor, piensa para sí el mesero, porque esta vez consumieron muy poco y la propina estuvo a la altura del desacuerdo amistoso; son avaros, seguramente por el cálculo del costo de reparación de los autos.
El mesero sonrió (obviamente días después) cuando vio llegar a Catalina con su hermano; se sentaron en la mesa donde estaba un Beto revuelto el estómago por una ofensiva numerosa no calculada; mente gris, como el cielo de Lima de ese día, de casi todos.
– ¿Ceviche?
– Prefiero seco de cabrito, no es buen día para la ortografía, concluye Catalina con ánimo medio.
– Caballero, tres secos de cabrito. ¿Cerveza?
– Normal.
– Tres cervezas, por favor.
– ¿Tienes tus escenarios listos?, porque yo ya quiero bajar el telón.
– Te los traje bien bonitos, porque tuve tiempo de usar la computadora de la oficina.
– ¿Trabajas en una oficina, Beto?, pregunta como si eso fuera un pecado de lesa dignidad.
– ¿Es muy grave?, contraataca Beto.
– No, no tienes la culpa, las oportunidades son pocas.
– Al menos trabajo.
– En una oficina pública.
– Sí.
– No es tu culpa. Solo te falta ser fanático del Sporting Cristal.
– Normal.
– Sí, claro. La tercera opción me parece la mejor, ya te la planteé la otra vez, corta el asunto de la dialéctica Catalina.
– Eso me imaginaba. O sea que quedamos como si nada hubiera pasado.
– Exacto, mañana me entregan mi auto compuesto. ¿Sabes?, fue todo una complicación, porque la fábrica ha dejado de usar la pintura que tiene el mío, creo que a la gente no le gustó, el mundo está lleno de cholos. En fin, entonces fue todo un lío. El chófer de mi padre tuvo que ir a la fábrica de pinturas para que hagan una porción con la mezcla exacta. Me van a perdonar que diga esto pero la industria nacional es una porquería, a pesar de los avances de la tecnología en la misma fábrica de pinturas no pudieron hacer el mismo color. Y tú sabes que eso no tiene misterio: 60 por ciento de azul, más 20 por ciento de magenta, no sé cuánto de amarillo y una pizca de negro, da lo mismo. Es una fórmula matemática y perdóname, la industria nacional no es una porquería, hay empleados de porquería, como en todas partes.
– Suerte la tuya, no debes trabajar en una oficina pública.
– No gracias, señor.
– ¿Dónde trabajas?
– A medio tiempo en una oficina de abogados.
– Bueno por ti. Necesito que me hagas un favor, que firmes un papel donde certifiques que el daño de mi auto, y del tuyo claro, se debió a la impericia de un tercero, que el bruto se nos cruzó y debimos chocar los dos para no joder a otros…, perdón por lo de joder. Necesito ese papel, ese certificado, para entregarlo al seguro, ¿estás de acuerdo?
– No, joven Beto, eso me puede traer problemas.
– Te aseguro que no. Caballero, otra cerveza. ¿Quieres? Perdón, dos cervezas. Ah, disculpa, sí señor, tres cervezas.
– Yo no estoy segura.
– Por que no vas a la oficina de abogados y le preguntas a uno de esos capos si es que eso te causa problemas. Según me dijeron, lo peor que puede pasar es que te llamen para confirmar los términos de tu certificado.
– No estoy segura, Beto.
– Bueno, haz la consulta. Yo prefiero esperar por el certificado a ir a pelear desarmado con esas pirañas de los seguros.
Dos goles a cero, buen partido Beto, piensa para sí el mesero. Tercer encuentro e incremento de medidas de confianza, evalúa internamente Beto. Juro que es la última que le soporto a éste hijo de puta, insulta en silencio Catalina. Su hermano no dijo nada, estuvo como armario en exposición, con una enorme cara de bruto, el típico bestializado por el mimo materno y la arrogancia paterna.
El mesero los despidió con extrema cortesía y opinó para sus adentros que sería bueno que la próxima vez trajeran, además del idiota ese del hermano, a sus padres y abuelos. La propina ya tuvo el sabor de inicio de una resolución amistosa del problema, de premio menor de la lotería.
Catalina ya se había dado cuenta que el juego de Beto era intentar autenticar su «fina estampa caballero» para conquistarla. Beto se había imaginado un apasionado beso «del puente a la alameda» a la luz tenue del restaurante. El mesero tenía vistos unos zapatos cholísimos para ir a visitar a su familia en la sierra. Sendas distintas, diría la canción.
Esta vez pasaron dos semanas antes que Beto aparezca por el café con traje nuevo, maletín acharolado y corbata de marca; peinado, perfumado, afeitado, desodorizado, descremado, descolesterolizado y con pepas de naftalina entre las medias y la piel.
Este tipo debe pensar que le ha tocado el número de suerte de su vida, piensa dice para sí el mesero cuando se acerca con el menú, aunque tiene en su bolsillo guardado un papel escrito: «Un seco de cabrito, un seviche, dos cervezas».  Pero no se anima a llegar hasta donde el joven y mejor se agazapa detrás de las plantas sembradas en macetas, tiene intriga por saber si aparece Catalina la bella trayendo, sin saberlo, la propina con la enorme bondad de la que podrían estar revestidos los dos y todos los padrinos que quisieran acompañarlos para resolver este litis transitus. ¡Qué lindos son esos zapatos!
Es un adefesio Beto cuando sale del café dos horas después, cargando a sus espaldas un plantón olímpico. Un adefesio también el mesero; los últimos 20 minutos ha clavado la vista en sus negros, despintados y abusados zapatos de la vida entera. Pero levanta la mirada y la ambición cuando entra un grupo bullicioso de empleados públicos, quienes llevan colgados de sus brazos a empleadas públicas, que ostentan la desmedida algarabía de la celebración sonora del cumpleaños del jefe al más puro estilo servidor público.
Beto camina más triste que un pingüino en un garaje, como lo había escuchado en alguna parte, y abre la puerta de su Tico todavía abollado.
– ¿Ceviche?
– No, tengo antinacionalismo hoy, estoy afectada en mi salud cívica.  Prefiero ver que trae el menú. A veces hay sorpresas en estos restaurantes a los que vienes por primera vez.
– ¿Te hizo algo la patria?, pregunta Beto, que tiene demasiado escozor como para comportarse como un caballero.
– ¡Eso¡, respondió festiva Catalina. – Noto que has depurado tu expresión oral.
– Dilo como quieras.
– Y además sigues odiándome.
– Sí, un poco. Bueno, ¿te hizo algo la patria o no?, se pone serio Beto.
– ¿Leíste el periódico del sábado?
– No, para qué.
– En El Ojo había un tremendo artículo. Tus amigos senderistas pusieron otra bomba.
– No son mis amigos.
– Le habían seguido la pista a no sé qué jefe militar y dejaron un maletín, calculando que él iba a comer un ceviche allí.  El maletín explotó y hubo dos muertos. ¿A que no te imaginas quién era uno de ellos?
– No me lo imagino.
– Bueno, era el café donde almorzamos las otras veces y una de las víctimas fue era el mesero que nos atendió.
– Senderistas de mierda.
– No lo pudiste haber dicho mejor. En la crónica leí que tenía puestos unos zapatos cholísimos y que tomaría sus primeras vacaciones en un par de semanas. Aquí está el certificado, para que no pienses que no te quiero ayudar, está escrito en papel membretado de la oficina de los abogados, ya con esto los del seguro no te harán lío. Al fin y al cabo, todavía se respetan las oficinas de abogados, mi padre les dice buffete , qué risa, tipos tan serios con nombre de comida.
– Oye, cómo te agradezco, con este papel ahora sí que les hago pagar lo que me chocaste tú y tendré derecho a otra leve abolladura.
– Tú me chocaste.
– Bueno, está bien, lo que nos chocamos mutuamente entre ambos dos, si quieres que exagere en las precisiones. En serio, muchas gracias. ¿Qué te parece si te invito a salir el viernes por la noche, nos tomamos unos tragos y vamos a bailar?, después de todo los acuerdos hay que festejarlos.
– Estoy de acuerdo, pero vamos en mi auto, tú manejas muy mal.
– Como quieras. Nos podemos encontrar en La Noche, ése bar en Barranco, a las once de la noche.
– Te gustan las experiencias fuertes, ¿eh?
– No, ni siquiera conozco el sitio, Catalina, me han contado que se pasa muy bien.
– Bien, ahí nos encontramos. Si no llego, es porque no llego, ¿sí?

 

 

 

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Baterista al trasluz

De la agarradera del autobús estaba sostenido el brazo, lo vio sin que estuviera en modo de descubrimiento. Lo vio a pesar del rebaño desde su lugar en un asiento de la última fila. El baterista se sostenía por referencia, era obvio que confiaba más en sus rodillas, en su juego de equilibrio, en el dominio del tiovivo de paradas y partidas.

Descendió tras él. Mientras le seguía guardó el reloj de pulsera en el bolsillo del pantalón, dobló las mangas de la camisa y se persignó. El primer golpe de puño chocó contra el pómulo del baterista y la primera patada que vino de vuelta revolvió los blandos del sistema digestivo.

La copa de vino parecía sangre quieta al trasluz de una vela de cera ocre. Había ido tantas veces al bar que creía saber lo que sentía el dueño que hace aportes puntuales para el sostenimiento del negocio. La luz justa, ese era el sello del local, no había ningún resplandor que pudiera sacarle de sus pensamientos, sus conversaciones ceremoniales, los ritos urbanos de apareamiento que se destacan por los tontos cánones de una socarrona galantería. Había sido muchas veces un tonto que se dejó estar y montó sobre cánones de una socarronería sin encanto ni talento, pero le funcionó. A pesar de todo con frecuencia salía del bar con las manos llenas.

Reptó hasta donde encontró un madero que reventó contra la pierna del baterista, le hizo perder el equilibrio, tambalearse y caer, cayó con la gracia con la que solía llevar su vida. Él respiraba lo que le dejaba la sangre que inundaba todas las cuencas. Los dos se quedaron en el suelo un rato hasta recuperar el aliento. Con poca agilidad se levantaron y se miraron. A pesar de que era una escena dramática no terminaba de cuajarse una mirada de odio en ninguno de los dos.

El mismo asiento. Desde allí se dominaba sin obstáculos la puerta, era la ruta del baño y eso aseguraba que todos debían desfilar en su pasarela, estaba lo suficientemente lejos de la pista de baile como para quitarle el arrebato al que se muestre entusiasta y lo suficientemente cerca del escenario para mirar todos los detalles de los movimientos del baterista que tocaba con la banda de los jueves, alucinaba con lo sutiles que podían ser esos brazos enormes.

Esquivó bien un patada que le hubiera zumbado el cuello, contraatacó con otra patada a los huevos pero apenas impacto en la ingle y, mientras retrocedía, le zampó un puñete gordo, pesado y sordo en la oreja. Un chasquido después del martillazo.

El color de la copa de vino, la sangre al trasluz, generalmente le aquietaba pero no siempre era capaz de lidiar con la idea de que un baterista fuera el autor de las canciones que tocaba la banda, por más primor de brazos con los que azotara a la batería. Algunas de las canciones compuestas por la banda -en genérico- que se atrevían a tocar estaban bien y las interpretaciones de las de otros no desentonaban. Pero, por principio y esencia, un baterista, uno de brazos llenos de potencia, no podía tener nada en el corazón ni el cerebro que sirva como materia prima para componer, crear, la naturaleza de un baterista es pegar a los tambores con rabia o con ternura, de todas maneras con tozudez.

El contador automático de su cerebro registró 19 golpes certeros recibidos y menos de diez erráticos. Sus armas habían alcanzado no más de ocho veces. Era una paliza.

Estaba enamorado de los brazos y odiaba a quien los portaba, no podía hallar un argumento lógico de la razón por la que un tipo así llevaba unos brazos impecables, era contradictorio, no soportaba al baterista y se regaba en amores por sus brazos, mientras se concentraba en el golpeteo de la batería conquistaba simas internas tenaces; y luego las odiaba. Con vino y sin él sucedían colapsos internos. Con sangre al trasluz.

Al último golpe, al trigésimo, lo vio venir; supo que había sido accionado el percutor del brazo del baterista y que venía hacia la mandíbula sin que hubiera  una caridad que se interpusiera. Estaba dicho. Esta hecho. No hizo nada, bajó los brazos, entendió que así debían ser las cosas, la verdadera, fundamental y cabal compenetración con el puño le salvaría; se iría a soñar a un mar tibio y despertaría con mucho dolor.

La nueva canción que la banda estrenó esa noche no fue gran cosa, lo que demostraba que el baterista no tenía tanto talento como poder en los brazos. Antes de tomar un bocado de vino hizo una mueca que fue de dolor para tratar de poner el el puesto la dentadura que se le descalabraba y de complacencia: el brazo derecho del baterista tenía la marca morada de un golpe, que había sido suyo.

 

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Elías

Si se suman el Sorayita, el Ciudad de Manta y el Santa Mariana con sus redes y atarrayas, las 83 hectáreas de terreno arenoso y los cuarenta chivos, Elías era el soltero más cotizado del pueblo. Las demandantes de los quilates se contaban tres, eliminada como fuera de la refriega la amorosa Elvira, por tuerta y genio de ponzoña; con ella no se casaba ni un tuerto genio de ponzoña. Y quedaban en realidad solamente dos desde el 23 de octubre; en el éxtasis del desamor, Maricarmen se colocó tres cohetes de luces artificiales en el trasero e iluminó con brillantez erudita una noche de buena pesca de sardina.
El cuerpo de los pescadores, también del valioso Elías, es más o menos común, si es labor marina de naves de poco calado: espaldas amplísimas, poderosos pectorales, brazos del ancho de una pierna, estómago que desborda, piernas del ancho de un brazo.  A esto Elías le agregó un corte de pelo singular -de los “indespeinables”, por decirlo de alguna manera-, un gran reloj negro con información clasificada, camiseta con iguales motivos y colores que el pantalón corto, sandalias negras: un figurín.
No, no era buen pescador; sí, sí tenía los instrumentos.  No, no era un tipo simpático, sí respetado por todos. Mal pescador y no quería mejorar, como tampoco le importaba caer bien a nadie, ni a las demandantes.
– Ya viene el aguaje-.
– Ya, compadre.  ¿Qué comentan?, respondió Elías.
– El mar está frío.
– Buenas olas, buena resaca, agua mala.
– Ya, compadre.
Apenas los ojos del uno eran visibles para el otro, aunque estaban al frente.  Al frente de Elías, de su lado de la mesa, había vacías cinco botellas de cerveza y al frente de Arístides otras cinco esperaban. Como cabeceras de uno y otro extremo dos vasos llenos, la mitad de líquido y de espuma la otra. Tampoco es que tuvieran ganas de mirarse a los ojos, se los conocían de memoria. Así era mejor, los ojos a media asta y la vista posada a media altura: menos esfuerzo del cuerpo, más capacidad de la mente. Los codos sobre una mesa raída y despintada -fue azul la Navidad pasada-, las manos sosteniendo la quijada, de sus narices salía una muy suave brisa tibia en compases disminuidos y justos, de los que descubren apatía.
Completada la paralela de cervezas, suceso que acaeció pasada la media noche, la respiración se escuchaba como un aguaje.
– Vamos a casa de putas.
– Ve tú, compadre, me duele algo.
– Te duele la vida, mismo.
– Arístides, para con eso.
– Ya.  Ya me cansé de decirte lo que no quieres oír.
Era que Arístides le entregó a Elías la carta póstuma de la Maricarmen pirotécnica y con cinco cervezas le venía una comezón entre las piernas.  «Olvídala», le decía. «No me acuerdo de ella, solo que extraño su trasero», respondía. «Me muero por donde más me quisiste», le escribió Maricarmen antes de encender las cerillas.
Eran amigos.

La brisa tibia en compases disminuidos había sido la única fuerza que movía las cosas del pueblo, hundido en un hueco desértico, triste, perdido hasta del mal agüero. No fue necesario contratar maquinaria para que abra la carretera, pues el lecho del que fue río era ahora vía óptima para las camionetas. Polvo sí, abundante y exclusivo del paso de los vehículos: unos tres o cuatro nubarrones al día no molestaban. Café claro el suelo, café claro los árboles y las casas, café claro el horizonte montañoso y los pelícanos, café claro el pelo de la mayoría de habitantes y los muebles, café claro el aliento, el pensamiento, el recuerdo; café claro las tumbas, y los tallos secos y las guirnaldas, como café claro el papel de los cuadernos y las cajas para el pescado, café claro los postes y el ducto para agua entubada, café claro el clima y el cura franciscano, las manos de los pescadores y del Cristo en ascensión, café claro el ojo bueno de Elvira y el traje de camuflaje del militar, la iguana, los lápices, las perdices, los zapatos, el amanecer, la neurosis y la fortuna. Café claro el día a día.  A veces, el pueblo estaba desierto todo el día mientras los unos la pesca y las otras, con niños en la escuela, la cocina y el taller de tejido de paja.  A veces las noches cuando los unos la pesca y las otras, con niños, la cama.  Café claro a veces todos alrededor del crucifijo o del reportero o de la candidata o del muerto. Sin estaciones en el clima y sin sobresaltos en el alma, la vida es un café claro.
El agua estaba más fría y el aguaje cerca: como es natural, todo lo que tenía otro color olía a mucha fortuna o a mucha desgracia («…y alabado sea el Señor, señor cura; debemos hacer una misa rápido para que  el agua no se nos coma la poca playa que nos queda»).
Demasiado cerca. No terminaba de marcar la media noche y Arístides daba alaridos confusos a Elías: «¡Levántante, carajo, que se soltó el Sorayita!».  Abajo, otros tantos gritos secos y gruesos: las olas pegaban contra el acantilado y el acantilado temblaba con cada oleaje.
Salió Elías sin que su camiseta combinará con el pantalón corto, y descalzo, con un correr raudal a la playa, que tenía ya agua hasta las rodillas. El Ciudad de Manta y el Santa Mariana eran hijos tarados y epilépticos del temporal, pero terminaban por aguantar con resignación la paliza marina con la ayuda de las estacas de la playa. La que sostenía al Sorayita se había roto, la cuerda terminó por enredarse con el Santa Mariana: iba y venía, golpeaba a la otra embarcación y se alejaba, daba vueltas, tumbos, caía por los corcovos, sentía vacíos en el casco, salía de pronto del mismo centro de la tierra. Quiso lanzarse su propietario al agua para alcanzar la cuerda pero fue retenido por Arístides, quien era mejor nadador.  Esperó que la frecuencia de las olas altas fuera menor, mientras su amigo trataba de sostenerse de la pared de piedra y recibía el golpe de agua, callado. Calculadas las olas que venían y la fuerza con la que el agua regresaba, Arístides se tiró de cabeza justo cuando una grande iba a reventar, para aparecer tras la espuma y enfrentarse a olas menores y menos fuertes. Cuando volvió a llenar los pulmones de aire le arrastró un remolino, que también tenía sostenido de sus ondas al Sorayita, con el que se apeó de las profundidades de la cola del remolino. En un rato la espiral descendente se alejó y Arístides esperó la próxima ola, con la cuerda del Sorayita entre los dientes, para tener manos con qué nadar. Pero la ola reventó antes de lo calculado por el marino, que fue revolcado a conciencia; entre la tempestuosa movilidad de las aguas, sus ojos abiertos querían salirse: terror. Fue a dar contra la pared del acantilado muy cerca de donde estaba Elías, como un bulto, enredada la cuerda del Sorayita como serpiente: de su boca, alrededor del cuello, pasando por entre las piernas, dando dos vueltas bajo la rodilla izquierda. Elías se lanzó para levantar a Arístides, pero la resaca jaló a la nave lejos de la playa con el bulto humano enredado. Y otra ola lo devolvió contra la pared, más cerca de Elías, al alcance de su brazo, que logró tomar la cuerda; los dos amigos ahora fueron arrastrados y devueltos. En el segundo viaje, Elías logró soltar la cuerda del cuello de su amigo y amarrarlo a la estaca donde soportaba con más tranquilidad el Santa Mariana. Pero otro remolino apareció y tiró con demencia del Sorayita. La pierna de Arístides estaba en el medio de los dos polos: el bote a la deriva y la estaca enterrada en la arena, era como un eslabón. Era, porque el tirón fue tan fuerte que no soportó ni la cuerda ni la pierna.
Manaba mucha sangre, la piel era arena decorada con conchas, piedras: desde ciertos ángulos, más que piel, se vía una parte de un caracol gigante, brillante y arco iris, una perla retorciéndose del dolor. El bachiller doctor Yanchapaxi ajustaba el torniquete para represar la sangre, que Elías sostenía, mientras el galeno intentaba una para de puntadas quirúrgicas, con la escasa visibilidad que permitía la hemorragia. La Lalita extraía, con aguja y pinzas, las piedras y conchas incrustadas en la piel. Los instrumentos cayeron al suelo cuando de uno de los pequeños agujeros salió un caracol orondo, sobre sus patas, en busca del hábitat.
A la noche siguiente Arístides salió a encontrarse con Maricarmen; las estrellas, a su vez, salieron a saludar a Arístides concha perla.
Elías sin Arístides; Elías sin el Sorayita; Elías sin el trasero de la Maricarmen. Elías con una estrella que aparecía antes del aguaje. Elías mal pescador y ahora con mala conciencia, y seguía sin importarle un carajo caer bien a nadie.

La Lalita le dio un escapulario con la imagen de Santa Mariana (la Lalita, así le decían todos, porque las cosas no salían bien a menos que ella metiera mano, como un ángel de la guarda o, para los ateos, como una pirámide de cuarzo. Tan soberbia en su manera de ser buena que apenas estuvo de ser crucificada en vez del Cristo en el coro de la iglesia, clavos y todo; juraban por ahí que cuando eso sucediese, su pequeña región se iba a separar del continente y serían unos felices isleños, al amparo, claro, de la Lalita).
Sus padres le agradecieron por el dinero de la venta del Ciudad de Manta y el Santa Mariana. Su hermana le vio indiferente, con la extrema parquedad de los retardados. Lorenzo le pagó lo de la tierra y los chivos, Elvira le dio un paquete para que se lo depositara en el correo, el cura le convenció que establezca contactos que financien la edificación de la nueva iglesia, Manolo le confesó que el odio eterno hacia él había sido, finalmente, finito. Nadie le dijo adiós, todos había comenzado a partir desde que nacieron.

Ninguno de los políticos de la región imaginaron a un interiorano alcanzar, en tan poco tiempo, una posición electoral tan sólida. De miembro del directorio de las Juventudes Socialdemócratas a Diputado representante de su provincia en tres años era demasiado importante para pasar desapercibido.
Tenía un discurso claro, administraba con prudencia su poco carisma, conocía de las necesidades de la gente, sabía de tratos con los dueños del dinero, no manejaba gran cosa de cultura general, pero «lo que no sabe se inventa», rompía con los esquemas de los caciques. No le importaba una ideología, líder populista paradójicamente austero. Por soltero sus enemigos políticos le tachaban de maricón: de hecho la ciudad en la que estaba era la capital de los homosexuales del país, llover sobre mojado. Si tuvo algunas experiencias con el ansioso respirar en su oreja, las había guardado en el escaparate donde estaba asegurado lo suyo.  Tenía un par de mujeres permanentes, en claro homenaje a las demandantes. Las trataba con desprecio y sin sabor, defendía el simple derecho de ejercer y eso era una ratificación de su machismo, tarjeta de presentación para cualquier contienda social.
Eso de vivir dos años en la capital no significó gran cosa: allí no importaba que no fuera un buen pescador, pero tampoco veía la estrella antes del aguaje. Esas cosas pasan, esas cosas como ser miembros del H. Congreso Nacional («H por mudos», se decía). De vuelta a su ciudad, ya más cerca del pueblo, comenzó a usufructuar de la fama y a acomodarse en lo que le quedaba de vida, más de la mitad, probablemente. Le turbaban pocas cosas. Manolo había violado a su hermana retardada y ahora Elías era tío de una especie de engendro de cuarto creciente.  Su padre mató a Manolo y el padre de Manolo juró vengarse, no lo hizo porque el viejo murió; la vieja no se salvó de la venganza: quedó sin ninguna propiedad después de algunas jugadas financieras y «legales» del padre de Manolo y tuvo que mudarse con su hijo. En general, en su lugar de origen no pasaban cosas fuera de lo común. Su hermana y la sobrina terminaron desapareciendo después de vagabundear con verdadero profesionalismo por toda la región (Elías, con las cinco cervezas de rigor, decía que habrían sido contratadas para un circo).
La casa era céntrica y dominaba el puerto.  En la tarde se acomodaban con prolijidad decenas de barcas de los pescadores, una sucesión interminable de los Sorayita, Ciudad de Manta y Santa Mariana, como sin fin era la obsesión por buscar la estrella del aguaje; aunque Elías nunca tuvo intención de retornar a su pueblo pese a que le atraían con insistencia los morbosos recuerdos del café claro. La entrada al piso bajo de su casa en la capital de provincia era igual café claro: muebles -que fueron azul la navidad pasada- de comedor y sala atacados de polvo, la cocina a la derecha con esos trastos ennegrecidos que le dan un sabor melancólico al sancocho de pescado. En la planta superior la visión era radicalmente diferente: un balcón donde la madre perdía tiempo en la transcripción de textos escolares a la escritura Braile con la brisa de todo el día, una sala con la monumental televisión dominándolo todo, tres habitaciones bien instaladas. Allá abajo era como un museo etnográfico, la representación fiel del pueblo, la gente y los milagros; la magia interviniendo en forma de alimento todos los días, el tedio aparecido en las formas físicas con rigor casi científico. Allá arriba la modernidad de Elías estaba exponiéndose, ostentaba al sacerdote de la política que había dejado la sotana y comenzaba a arreglar su vejez, aunque apenas había entrado en la madurez. Junto a este edificio la librería, la última inversión que estaba dispuesto a hacer para cubrir sus días con algo de actividad y sociabilidad, y mucha televisión.
Con su madre muerta la existencia se volvía todavía más apacible: ni largas meditaciones, ni esfuerzos por salir de aprietos, sin sucesos para reír o llorar, ningún ser humano de quien preocuparse, con las funciones vitales heroicamente sistematizadas, los recuerdos archivados con orden asombroso y programados para afectarlo con la periodicidad debida, sin ideología ni religión que defender, sin enemigos de quien protegerse, una burbuja de cristal cerrada con hermetismo de manera que no sea posible entrar ni salir.

Nadie, nadie podía prever la llegada de la Lalita. Los ángeles del cielo, los hijos de satanás, el ministerio de la Política, el Consejo Cardenalicio, el general del Ejército, alguien le encomendó la misión a la Lalita de ir por esa alma tirada por el mundo al cieno de la indiferencia. El tema es que llegó y puso todo orden: los muebles pintados, el polvo desterrado, Elías trabajando con entusiasmo, fiestas en su casa, largas conversaciones del estado de los habitantes de su pueblo natal, cinco cervezas que retomaban su puesto en la vida de Elías, música al caer la tarde. Simplemente se dejó llevar por ese aguaje que le proponía enfrentarse a la gente y al mundo, tanto que su burbuja estalló con estridencia cuando resolvió comprarse el bote pesquero, el primero para iniciar una empresa que, pretendía él, estaría formada de por lo menos tres naves. El primer barco fue bautizado Arístides y en él se embarcó para volver al mar en la noche, porque sabía que a esa hora tenía alguna protección astral. El cielo era una incandescencia terrible, no solo por la estrella del aguaje sino por otras pirotécnicas brillanteces, perdones finitos, familiares tarados y muertos, venganzas. El espectáculo fue para él tan reconfortante que pasó anclado en alta mar 28 días.
– No me interesa caer bien a nadie, dijo, y tomó posesión de la nada.

 

(Este relato fue publicado en el libro «Las Voluntades Rotas», en 1996, con la Editorial El Conejo. Para esta publicación se ha hecho una edición de forma).

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San José de la Luna

Hola.

Qué tal vaina, todas las noches la misma luna abusivamente luminosa. Mi departamento, de tres por tres, tiene una ventana pequeña desde donde se ve el lago y por donde entran los rayos rabiosos de la noche para arrancharme la paz de la oscuridad, quitarme la seguridad de la ceguera general. No, no vivo en un barrio acomodado, como te decía, está en el centro del pueblo. Creo que sería mejor decir que el lago es el centro, las casas se plantaron como una costura alrededor de un parche, lo de centro es una entelequia necesaria, debe haber un lugar de reunión, cerca de donde vivo están las rieles por donde pasa el tren y alrededor de la estación el dificio edilicio desde donde el alcalde regenta, la iglesia desde donde el cura atiza, el correo a donde llegan tus fotos y la Cámara de Pesca donde planifican como atrapar peces entre la basura y los orines del lago.
San José de la Luna se vende a los turistas como la tierra donde hay un atardecer hirviente que ver y una luna llena con la cual lidiar; los turistas, que llegan en el tren porque nadie se atreve a la carretera, se pasan los días y las noches de juerga. “Chico, en tu pueblo siempre es de día”. Sí, siempre, los que tenemos que trabajar no disfrutamos tanto de tanta claridad. Está bien, insisto, no es un lago, es una laguna que tiene casas por orillas. Nosotros preferimos los botes con remos a los autos o un kayac a una moto. Siempre es mejor, las embarcaciones con motor están destinadas a encallar en cajas de cartón, papeles continuos de roles de pago, maderos que aún no se pudren, enormes papayas o restos de otros navíos que sucumbieron a la laguna. Hay todas las cosas flotando, te puedes encontrar con el cadáver de una vaca o de una persona, inflados y verdosos; todos quienes vivimos aquí sabemos que para atracar en el muelle del estadio de fútbol, a la derecha de mi departamento, hay que hacer un rodeo para no chocar con el fuselaje de la avioneta que se estrelló hace tiempo; los perros han aprendido a subirse en la osamenta de una puerta y remar con la pata trasera izquierda para llegar al mercado a buena hora; los niños no se meten al agua, ni en juego esa masa de agua cubierta por una nata de basura sirve como objeto de diversión: pueden salir con un alambre de púas como cinturón. Todas las casas tienen ventanas que miran hacia el lago, creo que para vernos entre seres humanos decentes que sobresalimos de los desperdicios, o sea la vida que pelea contra ese paisaje fulero. No, no hay calles. Hay un camino que rodea la laguna y que tiene todo el polvo que le sobró al mundo, entonces sigue siendo más saludable navegar que, por ejemplo, rodear el pueblo en bicicleta. Hay vecinos que cuando sienten que un vehículo se acerca cagando polvo como un aguacero le tiran baldes de orinas, ¡que no se le ocurra volver!. Imagínate que te suceda mientras conduces moto o bicicleta. El polvo de las casas, las cabezas y las gargantas no se aplacan con agua; es tanto peor.
No, no te extraño. Es una pregunta directa de tu carta y la respondo, no te extraño, extraño hablar contigo, es harto diferente. Si pudieras mandarme solo tu voz que relatara tus pensamientos podría convivir con tus palabras largo tiempo, pero muy largo tiempo. Quitaría las fotos que han perdido los colores y han quedado como negativos plateados gracias a la luz de la luna, pero a tu voz la colgaría en el centro de la habitación y me quedaría escuchándola siempre y no me importaría si hay sol reverberante o luna ardiente. Allí estaríamos tu voz y yo; yo sin vos me arroparía con mis brazos y eso sería suficiente; tu presencia completa es como la laguna y es como la luna.
No, mi madre no ha mejorado tampoco, está con esas infecciones típicas del pueblo. Ya sabes, a la hora de los locos, cuando la luna muerde con su luz, tomó un enorme vaso de ron al que le añadió un tanto de agua de la laguna y al día siguiente vomitó hasta los riñones. No ha llegado el tren con la medicina y no ha venido hace mucho el hierbero con algo que le alivie. Seguramente en unos tres días mi madre será otro obstáculo en las rutas de la laguna. Qué le vamos a hacer. Mejor morirse de alguna enfermedad conocida, digo yo.
Sí, te voy a seguir escribiendo, porque solo tus palabras son ese rayo de oscuridad pura y simple que necesito para seguir viviendo.

Besos.

José.

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La Matilde

M la letra de Matilde sin tilde y la letra de María con tilde. Y m la letra de mierda de la miseria que sentía Matilde contra su hermana María quien vivía un domingo de abril permanente, mientras que para Matilde pasar de un miércoles azaroso era heroico. Matilde sin tilde, y sin duda, sin gracia, un lunes voraz negándose a soltar las alas de los días para que vayan por allí sueltos, sin necesidad de garbo.
– Todo está escrito, Dios lo escribió con la pluma de un ángel y la tinta sangre de una virgen-, predicaba la madre; mamá se entregó a discernir la verdad de la mustia Matilde versus la tropical María; además, se dejó llevar por el dictamen del gran general de la milicia divina que todo lo escribe, sin rendijas, sin arcos del triunfo, con o sin tilde.
No se atrevió Matilde a hincar el cuchillo cuando lo pudo hacer y no porque no sintiera pena de matar a María, sino porque le dio pavor traspasar a un jueves demasiado cercano al domingo, saltar la cerca y pisotear más allá de los senderos sabidos. Quitarle la tilde a María y ponérsela a sí misma no correspondía, Matilde nunca sería María, no dejaría de ser la hermana de bajo avalúo, la callada, retraída, cuya boca no progresó de la sonrisa a la risa, peor de la carcajada al gemido. M de la respuesta sin cuestión de Matilde, del miedo, del murmullo, del piso movedizo, del paso mesurado, del conjuro menudo, del méndigo subterfugio, de la vida medida, de la mudanza entre una vacía monotonía y una monotonía vacua.
En un miércoles especialmente soleado, de los que parecen domingo, hurgó algo de resolución en su moldura para sacarse a la hermana de encima. Midió pasos y sonidos de puertas, lámparas que se prenden, almuerzos que se engullen, ratos en que la tilde de María se hace punto, cuando el perfil se aplaca y el trópico se apoca. Midió las entradas y salidas de la madre; horarios, costumbres, rutinas, todos los silencios de su favor. Palpó armas. Decidió momentos. Vistió a su valor de armadura.
Y se acercó marchando en silencio, se detuvo un momento para palpar con los ojos los blandos por donde hincar el pica hielo, vio la muerte ahí, parada y con un mantel en las manos lista para amortajar. Escuchó que la madre volvía a casa, María no se movió, el miedo sí y salió corriendo.
M de maricona, que se encerró en su cuarto para llorar todas las emes que le habían mancillado maliciosamente, todas las emes que le señalaban como Matilde sin tilde.

 

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Lunares amarillos

Corneado y muerto. Así saldrá por la puerta de la enfermería pero en hombros, solo entonces en hombros.
Luis Antonio Morales Chimbo, ‘Antoniete de los Andes’ todos los días busca encontrar, frente al espejo, facciones en su cara que sean parecidas a la severidad del rostro de Santiago Martín ‘El Viti’; mira sus propios ojos y abre el alma para atraer el espíritu de su héroe a una simbiosis, para robarle algo de arte. ‘El Viti’ no sonríe, nunca lo ha hecho; en la foto tiene una mirada como de querer levantar barricadas con las que defender lo más puro de la fiesta, en contra de quienes piensan en el circo. El retrato viejo, ya sepia, está en la cabecera del altar, comparte honores con la Virgen del Carmen y el Jesús del Gran Poder, rodeados los tres de media docena de ayudas divinas.
Tiene 15 años y habita una vivienda rústica a algunos pasos de la casa grande. Labra, ordeña, barre las flores que se arrancan del árbol de buganvilla y que caen para teñir las piedras del patio, que juegan a la ronda alrededor de una fuente de tres niveles, por donde brota agua los días de fiesta. Cumplidas las tareas del campo monta la yegua, hinca los talones en los riñones; a poco tiene que abrazarse del cuello de ‘Rayuela’ para no golpear la cabeza contra las ramas de los eucaliptos que pasan veloces acariciando, y amenazando también. Su padre le mira llegar desde lo alto del caballo criollo que es más arriba del cerro, desde donde se impone a la reata que, en las estribaciones, se sacian del último sobrealimento del día. Tan alto llega Luis Antonio, Rayuela se junta al imponente criollo para buscar seguridad, la misma que el joven espera encontrar en su padre.
– El ternero se pasó la cerca. Devuélvelo-, ordena el viejo vaquero.
Están dentro del potrero de ganado bravo, trotan siguiendo la línea de la cerca, Luis Antonio baja de Rayuela, cruza agazapado la alambrada y arrea al ternero negro hasta hacerlo volver donde el grupo. Se apea sobre la yegua y nota que, ni muy lejos, la madre del ternero se ha arrancado contra ellos. Los latidos del corazón se detienen, los ojos otean a los lados para encontrar la ruta de la fuga, clava los talones en Rayuela que se dispara hacia la izquierda; los cuernos de la vaca rozan el anca, mientras la yegua patea unos galopazos desesperados. Ya se dieron cuenta Rayuela y Luis Antonio que entre la cercanía de los cortantes pitones y la alambrada la huída huele a imposible. Luis Antonio se ha aturdido, aterrado. Las figuras del padre y del criollo asoman fantasmales por el frente, el poncho rojo aletea, el polvo revienta bajo los cascos; llegan de frente donde los perseguidos, quiebran al lado contrario y se doblan tanto que el codo del jinete casi roza el piso, la vaca cambia de víctimas, persigue al viejo y su criollo que vuelven a girar rápido como el colibrí y la dejan atontada, bufando para atemorizar a nadie. La vaca alardea con el viento del páramo que anuncia el fin del día y da la bienvenida a la lluvia.
Los dos peones sobre sus caballos regresan como siluetas por el corredor de eucaliptos, ateridos y silenciosos, dejan que el recuerdo de la vaca brava se columpie en la memoria.
– ¿Por qué no le miraste a los ojos?
– Es que solo me importó correr.
– De la muerte no-, cortó el viejo.
– ¿Usted no tiene miedo de la muerte, papá?
– Todos los días, toda la vida-. Al fin el padre sube la mirada desde el piso hasta el perfil de su hijo. – El miedo es cosa de hombres. Pero solamente si le ves al miedo a los ojos vas a saber por qué lado viene la muerte.
– Sí papá, sí le entiendo, pero no sé dónde dejar el miedo.
– Si le miras al miedo a los ojos él te dirá por dónde viene la muerte, ponlo al otro lado de donde viene la muerte. Si estás en la mitad entre la muerte y el miedo ninguno de los dos te alcanzará.
– Sí, papá.
En tantos años de vivir entre ganado bravo el viejo había aprendido que cuando el miedo y la muerte están juntos se miran con un fervor tan macabro que abren un resquicio por donde el hombre puede escapar y mirar los ojos de la vida, de nuevo. Se acercan ya a la caballeriza.
– ¿Podemos llamarle Sombrío al ternero?
– Pregúntaselo al patrón.

Un matador, llegado para la feria anual, es invitado a tentar en la hacienda. Su porte es tierno y recio, sesea al hablar, tiene el rostro pálido y carga un capote con el nombre impreso en la enagua. El subalterno trae el ayudado y la muleta, y remolca un amasijo de impostores que se regodean de taurinos una semana al año. Algunos pasos atrás va Luis Antonio vestido de domingo hacia los corrales para organizar el lote. El hacendado, el matador y los demás se han detenido por un café en la casa grande hasta que la peonada arregle los detalles. Los arrieros llegaron temprano con media docena de reses y las reunieron en el corral adosado a la puerta de toriles, las lazaron una por una para cubrir los cuernos y borrar las marcas de muerte que portan en los pitones. Al fin y al cabo tentarían la bravura de la reata pero, sobre todo, se divertirían.
– Anda al burladero-, dice el viejo chagra. Luis Antonio deja escapar un asombro que tenía refugiado tras la humildad propia de su condición. La orden de su padre es superior y husmea callado tras el burladero de junto a la puerta de cuadrillas, porque ni siquiera entonces puede dejar de pensar que su prioridad es servir a los invitados del patrón, nunca servirse primero a sí mismo.
Escucha a su padre gritar a la peonada detrás de la pequeña plaza construida con piedra y madera, y el jolgorio de los invitados que ocupan sus puestos. Se abre la puerta y atropella la primera vaca, negra como solo ella misma, con el luto prendido de la mirada, ni el sol que ataca ecuatorial puede arrancarle un resplandor; tiene un trote alegre, pasa revista de los asistentes en las gradas, se fija en las copas de los árboles que se asoman detrás de los muros y del bosque en la montaña donde amaneció ese día. El subalterno aparece desplegando el capote y lanza unos pases, la vaca responde bien, tiene un juego limpio. Un invitado trotón y algo mareado persigue a la res para llamarla a enfrentar su engaño, clava los talones en la arena, se espiga, no suelta los brazos; vuela por los aires, cae bajo las pezuñas, Luis Antonio tira su trapo a los ojos de la vaca que se desentiende del caído. El subalterno lanza otros pases y ahora la vaca responde jugando sucio, se la devuelve a los corrales desde donde el viejo suelta, minutos después, la segunda, hermana idéntica, dama enlutada, que se arranca también con alegría. El matador toma el capote y hace algo más cercano al oficio que al arte, no le interesa perder una corrida en la feria mayor debido a una revolcada en la tienta, es profesional y apasionado, le encanta torear pero no se reta a sí mismo, no arriesga porque también es prudente. Esa vaca regresa al corral con buenos augurios y cede la plaza a otra de la camada, que tiene un trazo marrón sobre el lomo pero es taimada, trota temerosa hacia el capote abierto por el patrón. Atraviesa dos y tres veces el trapo hecho de viento, al cuarto se regresa y le tira contra la arena: un segundo se miran a los ojos, el patrón desde el piso y la vaca bufando bien cerca de su rostro, como si no supiera para qué sirven los cuernos, un segundo que no asustó a los invitados desatentos del ‘ole’, y atentos de los vasos de licor, que no reparan en el miedo que cubrió como una cúpula el ruedo; un segundo que es suficiente para que Luis Antonio vuele desde el burladero. En ese lapso una correntada de viento muy frío se apoderó de las cimas de los cerros cercanos, se sostuvo por un momento allá arriba y tomó aliento para bajar por las pendientes, las quebradas, para colarse rítmica entre los trigales, jalonar las copas de los eucaliptos, helar las orejas de los conejos, desordenar el polvo que se había echado a descansar sobre la tierra, silbar y anunciar que precede a un aguacero feroz que apaciguará los tumultos de polvo, que congelará la vida del monte. El aliento de la res sobre la cara del patrón, sin embargo, hierve; ese segundo se acaba, los ojos de la vaca se distraen hacia arriba, sus patas tropiezan con las costillas del hacendado y se olvida del caído, el capote de Luis Antonio repone el orden del universo, no se escucha ni un rumor: todo pasó demasiado rápido para el resto, que no para Luis Antonio que se engolosina con el capote, siente el profundo placer de llevarlo cadencioso acariciando la arena, sin dejar que las agujas de la vaca arranquen jirones de su única capa; entra a un círculo que le resulta cómodo: muestra la tela, invita a la embestida, siente como el pelo del lomo le cepilla el vientre y le regala a la vaca brava un espacio enorme para que recobre el aliento. Luis Antonio está ausente, no pierde de vista al miedo que está correteando donde le pueda ver; pero la muerte no aparece.

Eloísa, la hermana mayor, heredó de la madre muerta hace años alguna destreza para el bordado, que lo practica con angustia en algunas lentejuelas que se aflojaron del traje de luces de tanto ponérselo y sacárselo para que el futuro torero se acostumbre a la pesada e incómoda su casulla. “El Viti” no sonrió antes y ‘Antoniete de los Andes’ no espera que lo haga el día de su doctorado, solo quiere mirarlo a los ojos, explorar los caminos que tomó el maestro para ser lo que fue, exprimirle la mirada -que se yergue en el pedestal de una nariz asombrosamente romana- y dejarse llenar de la sabiduría del maestro. Lo que espera, en realidad, es una revelación.
La vivienda tiene ventanas pequeñas, el sol es avaro este día pendenciero y de sobresaltos, el desorden está sentado donde pueda estorbar suficiente, hay como un temblor del volcán antes de la erupción que hincha el paisaje para que se vea obeso en el estar y en el moverse, los parientes atraviesan las paredes ligeros como fantasmas, la cocina calienta la tercera jarra de café bien cargado, los perros prefieren alejarse a la pesebrera de ‘Rayuela’ para rezar bendiciones en murmullos de ladridos y relinchos, el viejo sostiene el calzón de Antoniete quien da brincos hasta que el traje termine de vestir su cuerpo cuadrado, sin esa cintura de cabaret de los diestros españoles; la tía María Rosa plancha capotes y muleta, Eloísa cuelga el atavío en ganchos y los cubre con plástico, justo a tiempo para alcanzar la camioneta rentada por el viejo para llevar a todos a la plaza monumental.

Luis Antonio embarcaba, tres días atrás, los toros que se lidiarán esa tarde. No podía sostener los nervios, que eran como una libido desatada siempre, porque Sombrío y él serán debutantes, el torero tomará la alternativa, el toro será la víctima. Le encanta Sombrío que es más fuerte que sus hermanos, profundo de vientre, con el cuello algo grueso, el morrillo vistoso y los pitones abrochados y finos. Pero, sobre todo, tiene una alegría mustia bien parecida al carácter de Antoniete de los Andes. Antes que el toro entre en el cajón se miraron fijo, todo lo profundo que eran capaz de hacerlo toro y torero; se reconocían como oficiantes de este rito de luces mordaces y latidos por quebrase. Cuando finalmente Sombrío corrió para encajonarse le dio tres palmadas en el lomo y susurro palabras para darse valor ambos: el animal que se parecía tanto a él iba morir, a menos que fuera lo que un toro de lidia debe ser para pervivir en la memoria de los humanos y sobre los lomos de las hembras -como él-. No aspira a tener la suerte de que le toque la lidia de Sombrío, su toro preferido estará encerrado mientras el brillará en el paseíllo vestido de oro y guayaba.

Cuando la camioneta llegue a la plaza no habrá ningún movimiento ajeno a la ciudad, estarán los pocos que van más temprano para cuidar los detalles. Entrará al patio de cuadrillas y recibirá parabienes, terminará de vestirse, calentará los músculos acostumbrados a la vida dura, llegarán los otros toreros con sus subalternos, picadores y asistentes, ajustarán bien los petos de los caballos de pica, los monosabios abrillantarán estoques y afilarán banderillas, en silencio entrarán a la capilla y rezarán al Jesús del Gran Poder; poco a poco el rumor en las gradas subirá de volumen y también la bulla en el patio de cuadrillas, que se ordenará con rigor cuando suenen los clarines y retumben los timbales, se abrirá la puerta grande, de par en par, como si estuviera libre el camino al cielo. Desde su burladero se alegrará de saber que el sorteo le devolverá al romance con Sombrío, pero maldecirá su suerte pendenciera cuando salga por el túnel un toro irreconocible, mustio sí pero con una mirada que no será de alegría.
Solo entonces sabrá que un torero no tiene certezas, el miedo y la muerte vendrán juntos, habrán conjurado en su contra. No encontrará los ojos de la vida sino miles de lunares amarillos que le contagiarán de una eterna ceguera blanca.

(Mención de Honor en el Concurso de Cuentos Taurinos, organizado por la peña El Albero, 2002)

 

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Orto y ocaso

– Gordo, ¿sabes dónde están mis interiores?
– ¿Los buscaste en la lavadora?
– No pueden estar ahí, tú sabes que esa ropa se lava a mano?
– No he dicho que los haya puesto en la lavadora, solamente que creo que los vi por ahí. Los blancos de encaje, ¿cierto?
– Sí, amor, pero estoy por aquí y no los encuentro.
Gritaban a una distancia de tres habitaciones: del cuarto de lavado (que también era de secado y de planchado), pasando por la cocina y la sala, hasta el dormitorio común.
– Es que no tienes suficiente cuidado con tus cosas, mi vida.
– Ya, no me sermonees, no hoy que voy a tener un día superestresado.
– Y comienza un día superestresado con una ansiedad de mierda. Siempre te he dicho que tienes que saber administrar tus emociones.
– Porque las administro bien es porque vivo contigo, cariño. Esta última palabra sonó cansada. Fue seca e inofensiva.
– No, hoy no vas a lograr que me calle y te voy a decir más: tu desorden con la ropa es el desorden de tu vida. Hace meses me hubiera vuelto loco por buscar tu ropa interior blanca de encaje, pero después de buscarla cien veces ya me cansé de esforzarme.
– Amaneciste estúpido hoy, ¿no?
– Lo de siempre.
– Eso quiere decir que te irás al fútbol con tus amigos y yo deberé esperarte hasta las tantas de la noche.
– No tienes que esperarme, sé acostarme sin ayuda ni supervisión.
– Ah, estás intratable.
– Sí, y tú eres la persona de siempre.
Volvió a esquiar la hoja de afeitar por su mejilla y comenzó a tararear la sabinada de “Dormir contigo es estar solo dos veces, es la soledad al cuadrado”. Sabía que al llegar a la casa, tortuosamente sobrio o épicamente borracho, se dormiría después de darle un beso en la boca, largo largo largo y húmedo lo justo.

– Amor, ¿sabes dónde están mis interiores?
– No. Esta vez estaba a pocos metros de distancia, en la cocina. Se aplicaba sobredosis de café negro y espeso como el petróleo.
– ¿Te fue bien anoche con tus amigos?
– Mmm, mal partido, jugamos mal, empatamos, perdimos unos puntos de oro, no tenía ganas de beber pero bebí después de todo, nadie quiso traerme a casa, no había taxis, caminé esta vida y la otra. La verdad no me divertí.
– Pues yo sí. Como que cambiaste tu cintura con la de Beckam, porque te moviste en la cama como un tren.
– Ya, deja eso. Además, no me moveré nunca más en la cama si vuelves a preguntar por tus interiores.
– No importa, me moveré yo. Tú sabes, entre nosotros no importa quién esté arriba.
– Bueno. ¿Cómo estuvo tu día superestresado?
– Como tú lo dices. Fui a la oficina del congreso para entrevistarme con el diputado que me recomendó Sebastián.
– El que te encanta.
– Como a ti. Pero no eso no viene al caso. Lo que sí es que me arreglé todo lo bien que pude, vestí de seda, me perfumé, me rice las pestañas, me cubrí la cara con esa deliciosa crema con olor a lavanda y, bueno, este tipo resultó ser un asqueroso que no necesitaba a alguien que le asista con su trabajo sino que le preste las carnes para que se desahogue de sus mierdas. Me miró de arriba a abajo como cincuenta veces, me hizo veinte preguntas todas con mala intención, me ofreció un chorro de plata para que cumpliera con sus deseos, los más sublimes y los más perversos.
– Eso último es de Les Luthiers.
– Sí, y este majadero parecía una caricatura de Les Luthiers. Tuve la intención de cerrarle la boca de un golpe, pero decidí no rebajarme y le contesté que un infeliz como él jamás tendría la plata suficiente con la cual ensuciar a una persona como yo.
– Bien dicho pero mal hecho.
– ¿Eh?
– Digo, en el hipotético caso no consentido de que hubiera sido una cascada de plata, pues yo me vuelvo cafiche.
– Bueno, si eso es lo que quieres, esta noche vendrá el primer cliente y tú esperarás en el pasillo con la caja registradora, a ver qué te parece.
– No seas tan inconsecuente con una broma de alguien que tuvo una mala noche de fútbol.
– Es que creo que te pasaste y creo, además, que me arruinaste el día. ¿Tienes un cigarrillo?
– ¿Vas a fumar en el departamento?
– Pues sí, ¿algún problema?
– Que es un edificio libre de humo.
– Que al que le disguste trate de sacarme. Además, este departamento lo compré con mi dinero y es asunto mío si lo destrozo a garrotazos.
– Ya, bueno, menudo genio el tuyo, ¿ah?
– Tú me lo cambias. Hoy amanecí con un ánimo inmejorable, me sentí realmente bien porque así me trataste en la noche. Y ahora me degradas a lo más vulgar. Tengo vértigo y no soporto que me bajen de categoría a esa velocidad.
– Ven, ven a tu trono, que yo te trataré como mereces.
– No, ahora no, a menos que quieras tener tratos con una escoria indigente.
– ¿Almorzamos juntos hoy?
– Estoy en dieta.
– Bien, vamos a almorzar a “Lechugomanía”.
– Si me pasa la rabia estoy ahí pasadas las dos. Si no llego no esperes por mí.
– Tenemos una cita.
– Tengo ganas de romperte los dientes, hijo de mil putas.

Lo que siempre buscaron fue un departamento que tuviera grandes ventanales desde donde contemplar la niebla venirse en cascada desde las montañas hasta la ciudad. De eso carecieron en los dos departamentos anteriores que malhabitaron y en eso soñaban abrazados en la cama o mientras se acariciaban la rodilla por debajo de la mesa en los cafetines de la zona rosa. De eso hablaban con frecuencia cuando estaban con los amigos, les hacían saber de la desesperación mutua a ver si el padre de alguno tenía entre sus propiedades un sitio que les pueda servir. Pero, ni respondían a las evidencias ni se daban por aludidos, así las familias tuvieran edificios enteros. Los amigos, un grupo cerrado de 8 que incluía la pareja, se llevaban muy bien siempre que no se bajaran los puentes de la fortaleza para que entrara o saliera otro amigo, se dijera o se desdijera una crónica común, viniera o se fuera cualquier pista que los relacionara. Desde fuera de la amistad de la jorga se veía como un grupo humano acuoso. Ante una pregunta de si eran amigos cualquiera respondía que sí y que no, quién sabe, la verdad, y el cuestionador debía parquearse en la misma calle en la que comenzó, la de la sinrazón. Eso querían los amigos, ese era el canon, dicha regla se estableció sin juicio ni prejuicio y todos la aceptaron. “Y el tal ese… te he visto con él en cine”. “Sí, he ido un par de veces pero no es más”. Si los ocho eran los que sentaban en una fila completa de la luneta o en el tendido de sol en la plaza de toros, sonaban a entrañables hermanos de lo profundo del alma; quien no era parte de la horda notaba que tenían asumidas cientos de verdades, porque se reían de asuntos sin sentido, “Chistes locales serán”. Y era así, llevaban casi una década de andar tirando mundo, de haber despellejado el corazón en cooperativa, de compartir discos, ropa, libros, trenes, cursos, caminatas, rezos, cumbias y milongas, células políticas y conversatorios teológicos, miedos, frustraciones, traumas, fortalezas, debacles, renacimientos. De manera que, normalmente –y exclusivamente entre ellos–, sobraba el sujeto y el verbo, cualquier predicado era suficiente para darle sentido a ratos anémicos o festivales de relumbrar, a ese cónclave cerrado a cal y canto. Pero, literalmente, fuera de las puertas de la tenida, les daba lo mismo si la vida se les venía encima o les pasaba por un lado y les soplaba en la oreja izquierda y, por tanto, no había esa solidaridad de elevador por la cual uno consigue un departamento para otro del grupo, que le recomienda un vehículo a buen precio a uno más pero además pone sus manos al fuego por lo que no quema, quien le invita al de más allá a hacer emprendimientos, no eran fulano, zutano y mengano que hacen la hola para animar a otros seres humanos a ser felices como ellos.
Obviamente, pudieron rentar el departamento sugerido por interpuesta persona de extramuros y, claro, la fiesta que organizaron para estrenarlo fue un estupendo carnaval onírico, un testamento de liberaciones porque la pareja sentía que algo en sus vidas había eyaculado y se solazaban de tal orgasmo con canturreos de melodías típicas, declamaciones de una veintena de poemas de amor y una canción desmesurada, y un estruendosos copeos. Los ocho adalides del festín la gozaron durante dos días y los anfitriones tuvieron la decencia de prepararlo todo para dosificar, uno por uno, tabletas que les restablezcan de las sucesivas depresiones hepáticas.

– Bernardo, mierda, dónde dejaste mis interiores.
– Ahí, amorcito.
– Dónde, mierda. Déjame explicarte una cosa, es muy sexy que tú hagas ese pucherito para enseñarme dónde están mis interiores, pero lo interesante de esto es que yo debo estar frente a ti para interpretar el mensaje de tu trompa y yo estoy a tres cuartos de tu maldita jeta.
– ¿Buscas la ropa interior blanca con encajes?
– Sí, sí, sí.
– La estoy usando yo, me la acabo de poner.
– ¿Y por qué mierda no te pones tu propia ropa interior?
– Porque amar es compartir, ternura.
– Vete a catar urinarios. Y ¿qué me voy a poner yo ahora?
– Ven, ven aquí que ayer me he comprado unas bragas estilo Andy Warhol.
– A lo Fernando Botero será, para que te alcancen.
– Calla y ven, te las presto.
– No seas infame, en tus interiores cabemos todos los fanáticos de Bono y yo, y eso es decir bastante.
– No sigas con eso.
– Mira quien lo dice, ahora he perdido para siempre mis interiores blancos con encaje y de marca por tus manías desesperantes.
– Me parece que si no vienes al dormitorio y me ves estarás en tu típica línea de tus típicos días, serás un prejuicio con piernas que se ajusta un cinturón.
– Bah, chico sermón, vete para la iglesia. Lo único que quería era sentirme bien ahora y ponerme la ropa interior que me gusta.
– El hábito no hace al monje, de poco te servirá ponerte cualquier trapo místico, tú te sientes bien o te sientes mal y sanseacabó, no puedes depender de tus lindas braguitas blancas con encaje que tanto bien te moldea el cuerpo.
– Ya, mira quien se atreve a calificar mis prendas místicas. Quiero verte el domingo en el fútbol sin la tramoya que te montas.
– Eso es un juego, cálmate un poco, estás llevando las cosas de Guatemala a guatepeor.
– Pierdo la cabeza, Bernardo, no tienes derecho.
– Ya, para de una vez y ven para mostrarte lo bien que me quedan tus braguitas.
– Olvídalo, me voy enseguida, tengo mucho trabajo que hacer.

Se encontraron en la cafetería. Bernardo llegó luego de procurar resolver un examen que le había dejado exhausto y necesitaba unos minutos de no hacer nada antes de preparar el del día siguiente. Un ser luminoso jugaba ajedrez contra sí y ocupaba una de varias sillas de la única mesa que tenía puestos libres. Le llamaron la atención las piernas cruzadas sobre el asiento, la mano derecha de trípode de la cabeza, la mirada clava sobre el rey, el pelo hecho un rebulicio, el cuello largo. Asentada sobre las piernas una maleta de estudiantes con los colores de la campaña de Benetton y entre tanto enredo unos zapatos deportivos rojos. Hasta ahí no había pasado por su mente nada más que la posibilidad de describir a una persona sentada en una cafetería y no le hicieron falta muchos arrestos para pedir permiso y sentarse en la misma mesa a beber un café aguado y turgente. Y devino la conversación. Que si te gusta el ajedrez, que no me justa, es que no sabes jugarlo, es que no me interesa, es que juegas una vez y no paras nunca, es que por eso no me interesa, es que deberías intentarlo, es que tengo demasiada basura en la cabeza como para pensar en estrategias, es que sí sabes de lo que se trata porque dijiste la palabra clave que es estrategia, es que estrategia hay en una guerra tanto como en una relación de pareja como cuando compras leche en la tienda, sí que tienes razón y por eso te aseguro que te gustará el ajedrez, quizás en el futuro porque ahora no quiero aprender ni quiero que me enseñes, no lo voy a hacer si me cuentas por qué traes tantas iras encima, disculpa pero el examen me dejó hecho trapo y trato de relajarme, entonces relájate no más y déjame en paz con mis estrategias. El tono del inicio es el mismo de todo el concierto, pero desde el principio la armonía se liberó de la malicia y el futuro se consumó en miles de disputas y casi ninguna pelea, los dos consignaron los escrúpulos en el medio de la amistad y eso dejó que se cure en salud cualquier altanería que enfriará demás los vientos primaverales que les aderezaban.
Luego vino lo bueno y lo malo, la fruición y el desamparo. Ellos se quisieron de verdad, todos les decían que lo suyo era mentira; no se dieron el trabajo de convencer a nadie de nada, solamente tomaron el camino que quisieron. Por sobre la encarnizada maldición que pesó sobre ellos, aprendieron el misterio de la convivencia y salieron ganadores.

– Amor, Bernardo, ¿sabes dónde están mis interiores?
– Pues deben estar cerca de la lavadora de ropa.
– Estoy hasta la torre de buscarlos, ¿no será que los robaste de nuevo?
– Mario, Mario, Marito de mi vida, después del último escándalo que formaste con los interiores blancos con encajes no se me ocurriría volver a mirar tu ropa.
– Es que tienes que entenderme, hay ropa que me encanta y que la cuido porque es especial para mí.
– ¿Sabes? El otro día vi en una revista a una modelo con un cuerpo de álamo de invierno que vestía tu ropa interior. Se veía muy bien. Tu ropa interior, claro.
– ¡Ja!, estás coqueto hoy.
– Pero, mi amor, siempre te he galanteado.
– Cierto, ahí no mientes. ¿Te vas al fútbol ahora?
– Tengo pocas ganas, pero es partido importante y debería estar ahí. ¿Quieres venir?
– Ni loco, si te emocionas y me clavas uno de esos besos atómicos que tienes guardados nos linchan en el estadio.
– Te juro que me porto bien, amor.
– Prefiero ir al cine.
– ¿Qué hay?
– Eso no importa, hace rato que dejé de ir al cine para aprender. Me gusta esa sensación de estar navegando en el vientre de una ballena.
– Cuando te propones lo dices con una gracia solo tuya. ¿Vas mañana al hospital?
– No, ya no tiene caso. ¿Sabes que es una ventaja morirse de algo normal?
– Pues…, me cuesta un poco discriminar la muerte normal de la anormal, ya sabes que soy corto de entiendo.
– Es fácil, todos predijeron que uno de los dos moriría de sida. Pero yo voy a morir por culpa de la médula, de manera que para nosotros no morirse de sida es morirse de algo normal.
– Te lo concedo, pero deberías seguir con la quimio.
– Ni loco, la última vez me dejó vuelto un brócoli. Prefiero morir con algo de dignidad.
– Pero si no te la haces me dejarás solo muy rápido y aún no estoy preparado.
– Nunca lo estarás, yo tampoco estoy listo, pero se viene, como quiera que sea.
– Voy a poner girasoles sobre tu tumba una vez al año.
– Bah, eso no importa, ya me has llenado de flores la vida.
– Antes de que mueras quiero que vayas conmigo al estadio y quiero darte un beso atómico frente a todos.
– De acuerdo, siempre que lleves unas braguitas blancas con encaje.

 

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