• Follow on WordPress.com
  • Entradas recientes

  • Categorías

  • Archivos

  • Comentarios recientes

    ximena samaniego en Reliquias
  • Archivo gráfico

Tiembla, tiembla

Sonreía. Un poco después del mediodía María de nueve años terminó de colectar los trastos sucios del almuerzo, en los que se había servido arroz, gallina estofada, papa cocinada y aguacate, el mejor seco de gallina del mercado, no se dudaba de la naturaleza superior de este plato salido del archivo de artilugios de su madre, cuyas manos picaban verduras a la velocidad que tejían bufandas. El padre, el que servía los platos y jugos de fruta fresca a los comensales, era mucho menos hábil en todos los sentidos.
(Vendía zapatos para trabajo agrícola y botas de caucho en un puesto adosado a los olores que bullían desde el cráter de las ollas de la madre de María de cuarto año de educación básica).
El preámbulo fue soleado. Los veranos andinos son secos, al mediodía el sol suele hacer daño, pinta las mejillas de los niños de morado, como las de María hija única. A pesar de que la piel del pecho se humedecía por la canícula, desde las montañas rodaba un aire frío que ponía pálidas las orejas y la punta de la nariz. Entre los torbellinos de polvo los perros se perseguían alternativamente, juguetones, le hacían chanzas a la muerte que hacía trinchera en las ruedas de los autos. El campanario de la iglesia dio los doce talanes de la marca del final de la feria, había que irse, los del pueblo a sus casas; María de ojos negros cargaba una canasta llena de platos y cubiertos. Los afuereños a sus chacras; puestos los borregos que no se vendieron como abrigos de piel.
(Vendí pocos zapatos y no tuve el dinero para comer el seco de gallina que preparó la madre de María. Será la semana que viene).
La casa construida con adobes y encumbrada de tejas tenía en el patio de atrás un grifo para servirse del agua de pozo que María de pelo negro usaba para lavar la vajilla y las ollas con las manos desnudas, que se aterían. Cuando el sol se escondió tras el tejado se llevó consigo unos ocho grados de temperatura pero no se podía dejar la tarea a medias, desde muy temprano de la madrugada siguiente su madre haría de nuevo la magia de la cocción del mejor seco de gallina. La casa tenía dos habitaciones, la una era un comedor público, sombrío, decorado con calendarios de mujeres forasteras desnudas y manteles de plástico con motivos culinarios tan extranjeros. Si terminaban rápido, María de genio variable iba a la escuela a trazar palitos inclinados, uno tras otro; aprendía a cantar el Himno Nacional; resolvía multiplicaciones aunque su vida era de divisiones, jugaba con las compañeras, se ensuciaba el uniforme que usaba todos los días pero cuidaba con celo la bufanda que tejió su madre. Terminó lo de ese día cuando la claridad se cambió a la espalda de la tierra.

La Tierra tiene hambre, o sed. Pero mucha. La Tierra abre sus fauces cuando tiene hambre: su poder congela todo lo que está vivo. Helados los astros cuando la Tierra decide comer, idiotas los hombres, dispersos y comunes: la impotencia los encadena de la cintura al piso. La muerte trashuma demasiado cerca. Se sintió que pasó cerca, quemaba del frío. No es gula, es venganza: la Tierra se alimenta de la ternura sonreída cuando la armonía pinta la vida y su plato preferido es la paz. Engulló ese día cuando sintió que le habían acuchillado mil maneras de progreso. Si convive es enamorada, si la agreden mujer fatal, portadora del sello de “caducado”.

–Tiembla, tiembla, no parar de temblar, Dios mío, ¡que castigo nos estás mandando del cielo! Ya se cayó mi casa, ¡qué otros males vienen!, ¡es el fin del mundo!
–¡Rece señora, rece usted!, solo Dios puede salvarla, a ver si es el Todopoderoso.
Se confabularon las fuerzas y bailaron mapalé. En cada contorsión de la tierra las nimiedades del mundo se estremecían: tres campanadas anunciaron que todo alrededor estaba epiléptico y tiritando de frío; las paredes, congeladas de miedo, iban, tiesas, de aquí para allá; las tejas fueron escupidas por los techos, gargajos que se estrellaban contra el pavimento y explotaban; los cuadros se descolgaron y se abrazaron en una esquina de la habitación para abrigarse; la gravedad enloquecida empujaba las lámparas en contravía; los rostros de hombres y mujeres se habían entumecido en el gesto de una sonrisa nerviosa, una mueca de disculpas y, al mismo tiempo, de ruego por piedad; el presente se derrumbó con cada ladrillo que hasta entonces fue escalón de progreso. Los cables de electricidad latigueaban, los animales del campo habían asumido una posición de reverencial, los pájaros, sin querer desentonar, que mantenía suspendidos en el aire. ¡los tambores del vientre de la tierra redoblaban!, las calles ondeaban en un inmenso aguaje, el cielo se cerraba incontenible contra la tierra y cargaba con furia contra la impotencia de los hombres, un terror que se hizo supremo con el estruendo de una torre de la iglesia que reventó al caer en la plaza. Había gritos, había llanto, había frío.

Había silencio.

La Tierra, cuando le da la gana, dice a quienes la habitan que no son necesarios: Se los traga sin ceremonia. Lo que para las mentes humanas es un símbolo de crueldad para ella es solamente el orden de las cosas: en cada estertor perecen los que deben y los que no. Nadie piensa que merece la muerte pero todos han hecho los méritos suficientes, todos los días la merecen. Pero la muerte tiene buen gusto.

–¡Impíos, ha enfurecido Dios nuestro Señor y ahora nos envía los fuegos del averno¡, ¡arrepiéntanse pecadores, arrepiéntanse de todos sus pecados!
–Rece señora, rece a ver si el terremoto se lleva los suyos.
Unos ladrillos perdieron por fin el equilibrio y se destrozaron contra la acera como un estertor tardío. Más silencio. Los cables de luz zumbaron el retorno de la onda de su propia tensión en algún poste que no sucumbió. Silencio. La garganta de una señora empezó a perder el respeto a la falta de ruido, soltó un alarido potenciado por llanto y seguido del eco que rebotó en la eternidad pero calló enseguida, rígida, aterrada de sí misma, pálida, apenas consciente de la falta de respeto de su estridencia. Silencio. Silencio violado por la cadencia maniática de las uñas de un perro que huía a la carrera perseguido de cerca por la nada, se alejaba, se acercaba, se iba; se fue. Silencio. Las hojas de los árboles comenzaron a rozarse animadas por una brisa llena de respetos y tímida. La vida volvía lenta y temerosa a reinar. Una sirena transitó esquivando derrumbes; cruzó, neurótica, esquinas, iluminó los ojos asustadizos de hombres y gatos, pasó aullando con el único sonido que le era extraño al silencio que le había seguido al estertor de la tierra en convulsión; siguió veloz sin fijarse en dos lágrimas que se iban sin molestar por las mejillas de María de vida solitaria: sentada en un pedazo de pared que no había sucumbido sostenía a un lado la mano de su madre demasiado quieta y al otro la bufanda; cerca, a ratos se escuchaba los quejidos de su padre que se volvían susurros, aplacados por una cobija de adobes que le iba quebrando las costillas, una mortaja de barro y paja.
Una brigada de rescate corrió bulliciosa, el jefe dictaba órdenes al vuelo, explicaba procedimientos, organizaba tareas, llenaba mentalmente formularios, evaluaba con rápidos golpes de ojo; de los cascos de unos brigadistas brotaban tenues luces que alumbraban apenas las lágrimas de María de pocas palabras, le temblaban los labios. Se fueron.
(Las cajas de zapatos amortiguaron la caída de la cubierta del cuarto donde vivo. En ese instante no tenía muchas opciones para salir y tampoco quería moverme porque la tierra seguía temblando).
El caos humano reemplazaba de a poco a los hipos de la tierra. Los gritos de un padre ordenaban, histéricos, velocidad a sus hijos para sacar la cocina, las joyas, el televisor, sacar todo de la casa antes que se venga abajo. Una grieta dibujada con lápiz se volvía una división a brochazos y no había manera de detener el inmediato colapso del edificio. La madre rogó que tengan cuidado, los hijos sudaron frío esa osadía al límite de la vida y cargaron como plumas los enseres de valor; estaban demasiado agitados para atender el temblor del cuerpo de María silbadora, gélida, ojos de helada ternura.
Una patrulla se deslizó agazapada en la noche; daba el oficial reportes sórdidos y respondía la oficina central disposiciones estruendosas, violentas expresiones oficiales que habían perdido el problema de lamentar la miseria general; hacía un conteo de casas derribadas, pedía más ambulancias, más hombres, llamaba a los refuerzos para casos de desastre nacional, decía que habría cinco, diez, cincuenta, quinientas, mil personas atrapadas entre los escombros; tanto decía que no escuchó la alferecía de María de manos ajadas, quien volvía a sollozar con la boca cerrada, sola, sostenía la mano lánguida de su madre y escuchaba los quejidos de su padre silenciándose.
–Sufre María, la mano de tu madre no tejerá bufandas ni caricias ni círculos mágicos dentro de la gran olla de seco de gallina, ¡Eso nos pasa por no asistir a la santa misa, por no ayunar, por no participar de las fiestas de guardar¡, Eso nos pasa por… ¡Tiembla, tiembla otra vez…¡
–Rece, señora rece que alguien le escuche.

Silencio.

Todos quemados por el frío que les envolvía. La tierra hacía la digestión y la muerte había escapado de nuevo, una vez más, para terminar la tragedia o agrandarla o ponerle color a la noche. Los árboles paralíticos, los gatos no habían cerrado los ojos hace mucho, hacían guiños que parecían tics; los haces de las linternas quietos, las balizas inmóviles, el viento suspendido. La impotencia sostenía a los hombres, los tenía detenidos de la garganta, les quitaba la fuerzas para respirar y las ganas de suspirar o pestañear. Un pedazo de pared sobreviviente cayó, como una carcajada, sobre María de nariz recta. Gritó fuerte, fuerte, más fuerte todavía, llamó la atención de las linternas, de los rezos, los gatos cerraron los ojos por la pena, de los árboles que recogieron las ramas y se abrazaron a sí mismos. La misma Tierra se detuvo. El sonido de las campanas que se mantuvieron en su cima cesó y las dos últimas ni siquiera tuvieron el beneficio del eco. El alarido de María aterrada no terminaba; se extendía por las calles, más fuerte que las sirenas, que las uñas del perro, que las órdenes y los conteos; la muerte se detuvo congelada por la vida, que le traspasaba por el medio y hacia la mitad y le destrozaba de miedo. El dolor de la ternura fue más que el universo.

¡Como si necesitara de quienes le revientan a diario, como si le hiciera falta el voluntariado! La Tierra preferirá inmolarse a dejar que los hombres le salven. Ya lo sabe, dirán que lo hacen por ella pero la verdad es al revés, siempre ha sido al revés. Y la Tierra no necesita interlocutores, como tampoco necesita a quienes la habitan.

(Nunca se sabrá que fue mejor, hay tantas posibilidades de acertar como de errar. Había tomado la decisión de permanecer en esa caverna cuyas paredes eran las cajas de los zapatos que vendía. No tenía alternativa).
El grito se repitió más tarde, cuando el médico de emergencias, que llegó en la ambulancia, puso el hueso de la cadera en su lugar con un movimiento violento, sin anestesia, solo la noche para morder el dolor. En un estado de emergencia no hay espacio para las sutilezas. Llevaron al hospital a María de roble donde tampoco había delicadezas; ahí durmió sedada, enyesada, golpeada, maltrecha, víctima, damnificada y huérfana. No sintió todos los temblores que siguieron, que aumentaron el número de huéspedes de las camas de los cuartos y los pasillos y los salones del sanatorio. Tampoco sintió cuando su padre, en una habitación lejana, se quejó por última vez, ni cuando los vecinos comenzaron a llorar. No sabían si les dolía más la muerte de los padres o el desamparo de María de ternuras.
(Dos días después me rescataron de entre los escombros. No sufrí mucho. Los sobrevivientes me pusieron al día. Sufrí mucho. María de soledad no ha despertado todavía y no he podido devolverle la bufanda que tejió su madre. La tengo como el símbolo de un destino que se forjó a golpe de temblores).

Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported.

Anuncio publicitario
Entrada anterior
Entrada siguiente
Deja un comentario

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: