Hoy decido salir elegante; pero necesito un minuto más.
Mi carácter, no sé si más o menos que el de las mujeres, me manda a demorar todo lo que deba para estar elegante, todos los recursos para fijar lo que pueda llegar a ser importante y al mismo tiempo para eliminar los apéndices que solo hacen lastre; un minuto más para encontrar la alquimia justa, como el perfumista que perfecciona en años las partes de flores, frutas, esencias, cortezas, raíces, hojas y glándulas para hallar la combinación de un líquido nombrado perfume que es en realidad un espíritu aromado que tiene identidad, al que se le puede señalar inclusive cuando flota sobre el viento. No hago la pregunta de qué me pongo, porque vestiré lo que deba, las prendas que lleguen a mi cuerpo han de caer en su lugar llamadas por una voz superior. Abro las puertas del circo, el armario guarda faldas, pantalones, blusas, medias, zapatos, carteras, bisutería, chaquetas, chales y sombreros. Camisetas, botas, vestidos, bufandas, interiores, semi interiores, chalecos, zapatillas y sandalias: demasiados elementos para interpretar una revelación en algunos segundos. Necesito un minuto más para armar la combinación de las partes de un atuendo que me hagan sentir elegante ahora: la exquisitez tiene formas amables, abominables o ligeras: voy por todas.
Ahí están los objetos de vestir con sus formas veleidosas, que además están teñidos con tonos robados de socavones y gusanos de seda: tantos que abundan los motivos para este que es ya un aguacero de pequeñas decisiones, de opciones particulares, de diminutas concesiones; todo suena a estrépito pero solamente puede tomar una forma, un resultado único que no supere el límite de lo frenéticamente recatado, como la delgadez y sutilidad del borde de una copa de vino sin beber. Pero además no es posible establecer algún orden lógico para este proceder porque el encanto no tiene severidad científica, el único chance es la asepsia del caos; no cabe, a saber, comenzar por los zapatos y de allí para arriba, o primero un sombrero y después las medias; el collar, las pulseras y las bragas: el resultado es lo importante así el proceso sea una adorable apología de lo ridículo: el proceso embrionario es tan similar al rito de la formación de una abadesa quien mientras no adquiere el aire de solemnidad clerical parece una ridícula combinación de excentricidades.
Pues bien, está claro que categorizar las decisiones que debo tomar, segmentarlas y priorizarlas no es el camino a la elegancia: la ciencia es la lógica sin magia. Lo que realmente busco es esa revelación, un acto iniciático que provoque que quienes me miren me llamen bruja por un inexplicable encanto que se le pueda señalar inclusive cuando flota sobre el viento, que el tráfico se detenga por mí: que yo cautive y el resto sea cautivado.
Particularmente no soy bella, para nada si me miran con la óptica de las linduras de pasarela, soy una mujer que tengo lo mío, muestro un poco de lo que nadie nunca tendrá, un atisbo de aquella contenida pasión que se desmadra solamente si lo permito y no se me viene claudicar vencida por al verbo de zoquetes proscritos de galanuras ni me pierdo por un descapotable con demasiados caballos de fuerza para la potencia de un conductor endeble ni me estremecen un rastafari andino cargado de arañas y extravagancias en la cabeza. Sin ser bella y sin tener aspiraciones desmedidas, deseo que me envuelva esa revelación para satisfacer estas ganas locas de estar perfecta, estar elegante para que el almuerzo sea un precedente que me lleve a la certeza de que iré sin reparos más allá de la intimidad de la ropa interior (es tanto como el toreo: si el animal lo merece recibirá dignas lidia y muerte, de lo contrario terminará siendo solamente carnes en el matadero y ni un poquito de recuerdo). He aprendido, ahora que tengo 25 años lo sé de veras, que no conviene romperse la cabeza rastreando al príncipe azul que ventajosamente nunca llegará y por culpa de quien inclusive yo estuve a punto de atarme a una caricatura grotesca de lo platónico. Es cierto, eso es cierto, pero también es verdad que a mi edad todavía ronda la esperanza de una cita de antología, de aquellas que llenan los espacios que no ha ocupado todavía la experiencia –que ha dejado más llagas que mariposas en un confuso jardín de agonías-, esas noches nebulosas ejercen un sitio bestial alrededor de los resquicios de sensaciones, coloridas y musicales, que sobreviven en un remanso expectante. Es así que la esperanza de la sorpresa pare vida porque lo contrario, lo de perder el sabor que se lame de la sorpresa, siempre termina siendo un manual de procedimientos muy efectivo en las tardes en las que soy cotidiana, en las noches en las que me siento como un tren maniatado a sus rieles cuya marcha agoniza. Ando en este discurrir sentada en el sofá de la habitación, he fumado dos cigarrillos, he mirado el desgaste que han provocado mis ojos al afiche de la película antigua Brasil, he escuchado la algazara durante el recreo del colegio vecino, he puesto atención en el rechinar de los engranajes de un retortijón que me dobló por instantes. Tengo hambre y no tengo ganas de comer.
Bien, vuelvo en mí, no hay nada más que un par de horas para llegar a la cita en un restaurante de frutos de mar, al aire libre, cuya consecuencia magnífica para mi decisión de vestimenta es incorporar los sombreros a las opciones, pero eso quiere decir que necesito un minuto más. Construyo un espacio más apropiado para esperar la revelación: sin mayor alharaca apagué la computadora y dejé inacabados algunos trabajos pendientes, estoy atenta a contestar solo aquellas llamadas que son inevitables, coloco un disco compacto que dispara desde su eje tifónico las canciones que sé de memoria, abro las cortinas para alucinar con la claridad y enciendo una de esas esencias aparentemente traídas de la India por unos Hare Krishna que las venden en los buses (a veces huelen a mierda, unas y otros, pero solo a veces).
Tomo una ducha, de esas en las que la limpieza tiene un rito lento y unos protocolos específicos: el rostro con su exfoliante de toronja, el cabello con su champú de jazmín, el cuerpo con su loción de lavanda, el jabón antibacterial para la vagina, movimientos suaves, el prólogo de una masturbación que no llegará al epílogo: aprovecho el resto del baño para dejar que el agua caliente abra, mientras desciende en pendiente, los poros, relaje los músculos, dispare la imaginación y purifique; sobre todo lo último, la mente se dilata con el contacto con el líquido y con el sonido de este que es un aguacero particular. El cuerpo se declara en sus marcas y listo para ir tras la gloria.
Me gustó de él su astucia, al principio me hizo dudar si era un completo imbécil o un imbécil completo. Habló al teléfono, quería contratarme para diseñar un catálogo de moda alta y de fofo glamour; imbécil, porque sonaba a uno de aquellos seres preocupados en extremo de la vaina y con un vacío angustioso en vez de arveja, gente por la que sentía una solidaridad nostálgica, muy parecida al sentimiento que hubiera aparecido si viera en la televisión el aula donde aprendí a decir, en coro, los buenos días a una señora destruida por un terremoto. A la cita que acordamos llegué con la predisposición de la que me armé para caerle pesada y que se reforzó cuando vestí con lo que encontré en el ropero apto para convertirme en una candidata incontratable; en realidad tenía una pereza enorme de lidiar con un tipo como él, yo suponía que tenía una naturaleza endeble, creo todavía que la gente con dinero ha llegado a tenerlo gracias a la habilidad para no pagar lo que habían acordado y ellos mismos no aguantar los incumplimientos de sus pagadores, en ese mínimo espacio está el éxito de esta gente que, creo, se rompe fácilmente. El edificio, como la voz de él, intimidaba a los transeúntes con decenas de ordenados lentes de contacto pegados a la estructura, a través de los que se mira, desde arriba hacia abajo, la nimiedad de los sin éxito; el guardia de la enorme recepción intimidaba con una actitud de dudar de la honradez de todos los que no llevaran la credencial válida e intransferible; los gusanos que te tragaban y ascendían a toda velocidad mostrándote la ciudad desde los ventanales también intimidaban, y lo hacía la gran puerta de vidrio de entrada y la secretaria gran silicona y el asistente presumido y la gran sala de reuniones con piso flotante de guadua y una mesa transparente para docena y media de cuellos almidonados. Me senté para esperar, creía que mucho. Pero él entró casi enseguida precedido por la sorpresa y de la mano del sosiego.
– Estás muy guapa, me dijo y me descompuso, hizo que sintiera desazón, una intimidación tan tierna que impidió que desate el hastío. Estiré la mano hasta la mitad y luego la retraje, le mostré más la oreja que la mejilla y al final fue un saludo aparatoso: yo y mis turbaciones; él y su aplomo.
– Siéntate, ¿quieres café?
– Quisiera mejor que termináramos rápido porque tengo cosas que hacer.
– No me digas que el tiempo es oro porque esa frase me corresponde a mí, tú tienes el don, vamos, relájate.
Ya suficientemente vencida, hasta ese día supe que una podía ser vencida en varios niveles, me permití una sonrisa cómplice, que no coqueta, se pueden parecer pero son definitivamente diferentes, el riesgo es igual al de confundir una mirada de profundidad filosófica con una propuesta abierta.
– Tienes una linda oficina, dije mientras hacía sonar los huesos de mi cuello.
– Cuando sea mía tendrá más de mí. Esta es una mezcla de gustos de los dueños de la empresa y los diseñadores, muchos gustos y ninguno en realidad, a todo le falta encanto, pero sobre todo modestia.
– Tu traje no tiene mucho de modesto, me atreví.
– Es ropa de trabajo, pero dejemos esto de lado, tenemos trabajo que hacer.
Nos reunirnos varias veces después, siempre en la inmodesta sala de reuniones: él vestido con su ropa de trabajo y yo decidida a huir a la carrera cuando bien pueda, que no solía suceder. Le gustaron mis diseños desde un punto de vista estético pero tenía reparos sobre la eficiencia publicitaria, así que juntamos intereses y obtuvimos un producto bastante decente. Le gustaron mis manos, me gustó que se desvelara conmigo, que me enseñara lograr que mi imaginación se colara en su traje para verlo como un amanecer, a pesar de que odiaba las celadas de su asistente y la transformación inmediata frente a la secretaria de este tipo buena gente que se volvía el prioste déspota y caprichoso de una mascarada: eventualmente yo soy igual pero solo conmigo, déspota y caprichosa conmigo, me encanta. Una cosa lleva a otra, como dice mi amiga Verónica. Terminamos el proyecto: me escribió al correo electrónico para citarme hoy al almuerzo, y cito: “…para entregarte el cheque y para ver tus manos un rato”.
Yo conmigo hicimos una apuesta con tres variantes: la primera: aparecerá como ‘proactivo’: la palabra es fea y la actitud peor, alto ejecutivo de una empresa reconocida y, por tanto, el rostro velado por la imagen corporativa, vestido con la mejor ropa de trabajo como para enterrar ya mismo esta relación profesional y evitar que yo entre más allá de las fronteras de su grupo íntimo en el que, a las claras, él levitaba y yo terminaría reptando: cuarenta y cinco por ciento de probabilidades. La segunda opción: que llegara como siempre, conversáramos de lo de siempre, nos siguiéramos viendo como siempre, habláramos del pasado particular interponiendo convenientes barreras como siempre y terminemos siendo los mejores amigos… como siempre: cuarenta por ciento de probabilidades. La última: que aparezca con vaqueros apretados, una camisa color durazno, saco amarillo colgado de los hombros y unos zapatos café de cuero, levemente despeinado, muy despreocupado y que me deje pagar la cuenta: habría caído el puente levadizo, la puerta se abriría con boato y se habría ganado el pasaporte para entrar intramuros a usufructuar de todas mis propiedades sin reservas: quince por ciento de probabilidades.
Pero, ¿y yo? Si llegaba tal como creía en las dos primeras opciones frente a mis biógrafos aparecería un ejecutivo almorzando con una mujer elegante que no está a su altura: mis ropas no tienen la marca por fuera y odiaría verme a mí misma como una mujer tan desesperada por un trabajo que acepta almorzar con su casi jefe. La tercera opción llanamente me aterra, ¿qué haría yo con una minifalda negra, medias de nailon y un saco de lana turquesa, cómo me vería a mí misma? Obviamente, disfrazada de señorita y esa careta se develaría muy pronto y él, por rigor, no entraría, más bien mandaría a sus arqueros en avanzadilla. Si lo que me ha mostrado de él es auténtico pueden suceder cualquiera de las tres posibilidades. Pero, tres apuestas significa en realidad elevar a la tercera potencia el proceso de acoplamiento de las partes de mi atuendo. Me siento atosigada, necesito un minuto más.
Sigo frente al armario, los cajones están abiertos, los colores se escapan de aquí y van a parar allá, las formas se confunden con los tamaños, unos pares de zapatos hacen sonar los tacos, dos cinturones los acompañan con sus hebillas que asemejan maracas metálicas, algunos botones ríen, varios pantalones me llaman para que los escoja y una blusa de flores, que uso cuando quiero sentirme especial, mueve la manga con entusiasmo. Solo un vestido está quieto, el negro que he usado una vez, porque luego de comprado se me concentró la riqueza a la altura del estómago y provocó una mutación de la línea femenina perfecta hacia una evidentemente más circular. Eso fue hace algo más de un año, no me he probado el vestido en ese tiempo y tengo una oportunidad, intento con esta prenda una alternativa discreta que pueda servir para asistir con iguales posibilidades de éxito ante cualquiera de las apuestas, o para evitar la sorna del ridículo. Creo que finalmente se ha presentado la revelación: me revelo a la regla cotidiana de la ropa interior blanca y visto un sujetador bordado que cubre un poco menos el hemisferio norte de mis senos, hace un bonito juego con una media tanga, todo en negro. El sol, afuera, a pesar de unas nubes que se le abalanzan, no ha dejado de hacer su trabajo, de iluminar los prismas de unas gotas de rocío que se quedaron prendidas del vidrio en el amanecer y que a esa hora del día le han dado como un ambiente a burdel decente a mi humilde departamento. Encima el vestido negro, en la parte baja llega un poco más arriba de la rodilla y en la parte alta se asienta con gravedad sobre los hombros. Tiene la característica (más tarde sabré si es virtud) de tener botones por el frente, aunque conozco de memoria que los botones son anticuados para lo fashion, tienen encanto, uno permanente; lo compré cuando las mujeres debíamos mostrar algo del muslo para tener éxito en la vida pero como a mí no me importa un carajo el éxito lo compré porque fui arrastrada por la típica ex compañera de colegio que llega de visita una vez al mes, entra apenas saludando y arremete directamente contra el ropero para comprobar si vivo en el mundo o me quedé en el jurásico de la moda, que es exactamente donde me gusta estar. Por algunos minutos pienso si traspasar los botones a través de los ojales comenzando abajo o desde arriba; el argumento a favor del primer procedimiento es que la bilirrubina sube, pero en contra que Newton conocía lo que decía cuando hablaba de la gravedad. Más eficiente, eso dice la historia, fue Salomón, quien tenía una actitud obsesiva por partir por la mitad, así es que cuento el número de ojales, igualo al número de botones en el perfecto centro (ahí está el ombligo), retumba fanfarria en mi mente y parto desde la mitad. ¡Alarma!: ¿si no me cierra o cierra con esfuerzo? Miro de reojo la blusa que sigue haciendo señas con la manga y a un pantalón azul bombacho que se ha aliado y están enredados en un bolero. Vamos, es hora de ser valientes, no cejo, penetra el primer botón en el ojal con fluidez y respiro aliviada: las dietas, el ejercicio físico y los electrodos que me aplicó la experta en gorduras sin solución tuvieron un final que complace. En adelante, abotono uno de arriba y otro de abajo. A punto de completar el proceso me detengo en el último botón de arriba y convoco a reunión de directorio a mi alter ego para resolver si lo cierro o permito que el aire infle las expectativas que pueden aparecer; por unanimidad lo cierro hasta más tarde, cuando sepa si llegó el ejecutivo, el amigo o el galán. Cubro las piernas con medias de nailon negras, calzo unas sandalias con taco alto –el joven en mención me lleva unos 20 centímetros, puede apoyar su quijada en mi cabeza-, en la muñeca derecha una pulsera de mil vueltas de pequeñas cuentas rojas, dos aretes de plata con mínimas incrustaciones de coral rojo y el aro de siempre en el tercer hoyo; y, el cuello lo dejo tal cual, al aire, es un riesgo que debo tomar. No me peino porque no es mi costumbre, ni me pinto la cara porque no tengo razón para esconder quien soy: una capa de mínima de maquillaje, no quiero parecer las columnas decoradas con pan de oro de una iglesia colonial. Reviso que las uñas estén limpias y aplico una sutil capa de esmalte sin color. Cierro las puertas del armario y el circo interno se clausura, con sus dudas y ansiedades, ya no hay nada que hacer sino colocarme las gafas sobre el cabello y salir.
Me siento elegante por dentro. Pero necesito un minuto más.
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