M la letra de Matilde sin tilde y la letra de María con tilde. Y m la letra de mierda de la miseria que sentía Matilde contra su hermana María quien vivía un domingo de abril permanente, mientras que para Matilde pasar de un miércoles azaroso era heroico. Matilde sin tilde, y sin duda, sin gracia, un lunes voraz negándose a soltar las alas de los días para que vayan por allí sueltos, sin necesidad de garbo.
– Todo está escrito, Dios lo escribió con la pluma de un ángel y la tinta sangre de una virgen-, predicaba la madre; mamá se entregó a discernir la verdad de la mustia Matilde versus la tropical María; además, se dejó llevar por el dictamen del gran general de la milicia divina que todo lo escribe, sin rendijas, sin arcos del triunfo, con o sin tilde.
No se atrevió Matilde a hincar el cuchillo cuando lo pudo hacer y no porque no sintiera pena de matar a María, sino porque le dio pavor traspasar a un jueves demasiado cercano al domingo, saltar la cerca y pisotear más allá de los senderos sabidos. Quitarle la tilde a María y ponérsela a sí misma no correspondía, Matilde nunca sería María, no dejaría de ser la hermana de bajo avalúo, la callada, retraída, cuya boca no progresó de la sonrisa a la risa, peor de la carcajada al gemido. M de la respuesta sin cuestión de Matilde, del miedo, del murmullo, del piso movedizo, del paso mesurado, del conjuro menudo, del méndigo subterfugio, de la vida medida, de la mudanza entre una vacía monotonía y una monotonía vacua.
En un miércoles especialmente soleado, de los que parecen domingo, hurgó algo de resolución en su moldura para sacarse a la hermana de encima. Midió pasos y sonidos de puertas, lámparas que se prenden, almuerzos que se engullen, ratos en que la tilde de María se hace punto, cuando el perfil se aplaca y el trópico se apoca. Midió las entradas y salidas de la madre; horarios, costumbres, rutinas, todos los silencios de su favor. Palpó armas. Decidió momentos. Vistió a su valor de armadura.
Y se acercó marchando en silencio, se detuvo un momento para palpar con los ojos los blandos por donde hincar el pica hielo, vio la muerte ahí, parada y con un mantel en las manos lista para amortajar. Escuchó que la madre volvía a casa, María no se movió, el miedo sí y salió corriendo.
M de maricona, que se encerró en su cuarto para llorar todas las emes que le habían mancillado maliciosamente, todas las emes que le señalaban como Matilde sin tilde.
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