Si se suman el Sorayita, el Ciudad de Manta y el Santa Mariana con sus redes y atarrayas, las 83 hectáreas de terreno arenoso y los cuarenta chivos, Elías era el soltero más cotizado del pueblo. Las demandantes de los quilates se contaban tres, eliminada como fuera de la refriega la amorosa Elvira, por tuerta y genio de ponzoña; con ella no se casaba ni un tuerto genio de ponzoña. Y quedaban en realidad solamente dos desde el 23 de octubre; en el éxtasis del desamor, Maricarmen se colocó tres cohetes de luces artificiales en el trasero e iluminó con brillantez erudita una noche de buena pesca de sardina.
El cuerpo de los pescadores, también del valioso Elías, es más o menos común, si es labor marina de naves de poco calado: espaldas amplísimas, poderosos pectorales, brazos del ancho de una pierna, estómago que desborda, piernas del ancho de un brazo. A esto Elías le agregó un corte de pelo singular -de los “indespeinables”, por decirlo de alguna manera-, un gran reloj negro con información clasificada, camiseta con iguales motivos y colores que el pantalón corto, sandalias negras: un figurín.
No, no era buen pescador; sí, sí tenía los instrumentos. No, no era un tipo simpático, sí respetado por todos. Mal pescador y no quería mejorar, como tampoco le importaba caer bien a nadie, ni a las demandantes.
– Ya viene el aguaje-.
– Ya, compadre. ¿Qué comentan?, respondió Elías.
– El mar está frío.
– Buenas olas, buena resaca, agua mala.
– Ya, compadre.
Apenas los ojos del uno eran visibles para el otro, aunque estaban al frente. Al frente de Elías, de su lado de la mesa, había vacías cinco botellas de cerveza y al frente de Arístides otras cinco esperaban. Como cabeceras de uno y otro extremo dos vasos llenos, la mitad de líquido y de espuma la otra. Tampoco es que tuvieran ganas de mirarse a los ojos, se los conocían de memoria. Así era mejor, los ojos a media asta y la vista posada a media altura: menos esfuerzo del cuerpo, más capacidad de la mente. Los codos sobre una mesa raída y despintada -fue azul la Navidad pasada-, las manos sosteniendo la quijada, de sus narices salía una muy suave brisa tibia en compases disminuidos y justos, de los que descubren apatía.
Completada la paralela de cervezas, suceso que acaeció pasada la media noche, la respiración se escuchaba como un aguaje.
– Vamos a casa de putas.
– Ve tú, compadre, me duele algo.
– Te duele la vida, mismo.
– Arístides, para con eso.
– Ya. Ya me cansé de decirte lo que no quieres oír.
Era que Arístides le entregó a Elías la carta póstuma de la Maricarmen pirotécnica y con cinco cervezas le venía una comezón entre las piernas. «Olvídala», le decía. «No me acuerdo de ella, solo que extraño su trasero», respondía. «Me muero por donde más me quisiste», le escribió Maricarmen antes de encender las cerillas.
Eran amigos.
La brisa tibia en compases disminuidos había sido la única fuerza que movía las cosas del pueblo, hundido en un hueco desértico, triste, perdido hasta del mal agüero. No fue necesario contratar maquinaria para que abra la carretera, pues el lecho del que fue río era ahora vía óptima para las camionetas. Polvo sí, abundante y exclusivo del paso de los vehículos: unos tres o cuatro nubarrones al día no molestaban. Café claro el suelo, café claro los árboles y las casas, café claro el horizonte montañoso y los pelícanos, café claro el pelo de la mayoría de habitantes y los muebles, café claro el aliento, el pensamiento, el recuerdo; café claro las tumbas, y los tallos secos y las guirnaldas, como café claro el papel de los cuadernos y las cajas para el pescado, café claro los postes y el ducto para agua entubada, café claro el clima y el cura franciscano, las manos de los pescadores y del Cristo en ascensión, café claro el ojo bueno de Elvira y el traje de camuflaje del militar, la iguana, los lápices, las perdices, los zapatos, el amanecer, la neurosis y la fortuna. Café claro el día a día. A veces, el pueblo estaba desierto todo el día mientras los unos la pesca y las otras, con niños en la escuela, la cocina y el taller de tejido de paja. A veces las noches cuando los unos la pesca y las otras, con niños, la cama. Café claro a veces todos alrededor del crucifijo o del reportero o de la candidata o del muerto. Sin estaciones en el clima y sin sobresaltos en el alma, la vida es un café claro.
El agua estaba más fría y el aguaje cerca: como es natural, todo lo que tenía otro color olía a mucha fortuna o a mucha desgracia («…y alabado sea el Señor, señor cura; debemos hacer una misa rápido para que el agua no se nos coma la poca playa que nos queda»).
Demasiado cerca. No terminaba de marcar la media noche y Arístides daba alaridos confusos a Elías: «¡Levántante, carajo, que se soltó el Sorayita!». Abajo, otros tantos gritos secos y gruesos: las olas pegaban contra el acantilado y el acantilado temblaba con cada oleaje.
Salió Elías sin que su camiseta combinará con el pantalón corto, y descalzo, con un correr raudal a la playa, que tenía ya agua hasta las rodillas. El Ciudad de Manta y el Santa Mariana eran hijos tarados y epilépticos del temporal, pero terminaban por aguantar con resignación la paliza marina con la ayuda de las estacas de la playa. La que sostenía al Sorayita se había roto, la cuerda terminó por enredarse con el Santa Mariana: iba y venía, golpeaba a la otra embarcación y se alejaba, daba vueltas, tumbos, caía por los corcovos, sentía vacíos en el casco, salía de pronto del mismo centro de la tierra. Quiso lanzarse su propietario al agua para alcanzar la cuerda pero fue retenido por Arístides, quien era mejor nadador. Esperó que la frecuencia de las olas altas fuera menor, mientras su amigo trataba de sostenerse de la pared de piedra y recibía el golpe de agua, callado. Calculadas las olas que venían y la fuerza con la que el agua regresaba, Arístides se tiró de cabeza justo cuando una grande iba a reventar, para aparecer tras la espuma y enfrentarse a olas menores y menos fuertes. Cuando volvió a llenar los pulmones de aire le arrastró un remolino, que también tenía sostenido de sus ondas al Sorayita, con el que se apeó de las profundidades de la cola del remolino. En un rato la espiral descendente se alejó y Arístides esperó la próxima ola, con la cuerda del Sorayita entre los dientes, para tener manos con qué nadar. Pero la ola reventó antes de lo calculado por el marino, que fue revolcado a conciencia; entre la tempestuosa movilidad de las aguas, sus ojos abiertos querían salirse: terror. Fue a dar contra la pared del acantilado muy cerca de donde estaba Elías, como un bulto, enredada la cuerda del Sorayita como serpiente: de su boca, alrededor del cuello, pasando por entre las piernas, dando dos vueltas bajo la rodilla izquierda. Elías se lanzó para levantar a Arístides, pero la resaca jaló a la nave lejos de la playa con el bulto humano enredado. Y otra ola lo devolvió contra la pared, más cerca de Elías, al alcance de su brazo, que logró tomar la cuerda; los dos amigos ahora fueron arrastrados y devueltos. En el segundo viaje, Elías logró soltar la cuerda del cuello de su amigo y amarrarlo a la estaca donde soportaba con más tranquilidad el Santa Mariana. Pero otro remolino apareció y tiró con demencia del Sorayita. La pierna de Arístides estaba en el medio de los dos polos: el bote a la deriva y la estaca enterrada en la arena, era como un eslabón. Era, porque el tirón fue tan fuerte que no soportó ni la cuerda ni la pierna.
Manaba mucha sangre, la piel era arena decorada con conchas, piedras: desde ciertos ángulos, más que piel, se vía una parte de un caracol gigante, brillante y arco iris, una perla retorciéndose del dolor. El bachiller doctor Yanchapaxi ajustaba el torniquete para represar la sangre, que Elías sostenía, mientras el galeno intentaba una para de puntadas quirúrgicas, con la escasa visibilidad que permitía la hemorragia. La Lalita extraía, con aguja y pinzas, las piedras y conchas incrustadas en la piel. Los instrumentos cayeron al suelo cuando de uno de los pequeños agujeros salió un caracol orondo, sobre sus patas, en busca del hábitat.
A la noche siguiente Arístides salió a encontrarse con Maricarmen; las estrellas, a su vez, salieron a saludar a Arístides concha perla.
Elías sin Arístides; Elías sin el Sorayita; Elías sin el trasero de la Maricarmen. Elías con una estrella que aparecía antes del aguaje. Elías mal pescador y ahora con mala conciencia, y seguía sin importarle un carajo caer bien a nadie.
La Lalita le dio un escapulario con la imagen de Santa Mariana (la Lalita, así le decían todos, porque las cosas no salían bien a menos que ella metiera mano, como un ángel de la guarda o, para los ateos, como una pirámide de cuarzo. Tan soberbia en su manera de ser buena que apenas estuvo de ser crucificada en vez del Cristo en el coro de la iglesia, clavos y todo; juraban por ahí que cuando eso sucediese, su pequeña región se iba a separar del continente y serían unos felices isleños, al amparo, claro, de la Lalita).
Sus padres le agradecieron por el dinero de la venta del Ciudad de Manta y el Santa Mariana. Su hermana le vio indiferente, con la extrema parquedad de los retardados. Lorenzo le pagó lo de la tierra y los chivos, Elvira le dio un paquete para que se lo depositara en el correo, el cura le convenció que establezca contactos que financien la edificación de la nueva iglesia, Manolo le confesó que el odio eterno hacia él había sido, finalmente, finito. Nadie le dijo adiós, todos había comenzado a partir desde que nacieron.
Ninguno de los políticos de la región imaginaron a un interiorano alcanzar, en tan poco tiempo, una posición electoral tan sólida. De miembro del directorio de las Juventudes Socialdemócratas a Diputado representante de su provincia en tres años era demasiado importante para pasar desapercibido.
Tenía un discurso claro, administraba con prudencia su poco carisma, conocía de las necesidades de la gente, sabía de tratos con los dueños del dinero, no manejaba gran cosa de cultura general, pero «lo que no sabe se inventa», rompía con los esquemas de los caciques. No le importaba una ideología, líder populista paradójicamente austero. Por soltero sus enemigos políticos le tachaban de maricón: de hecho la ciudad en la que estaba era la capital de los homosexuales del país, llover sobre mojado. Si tuvo algunas experiencias con el ansioso respirar en su oreja, las había guardado en el escaparate donde estaba asegurado lo suyo. Tenía un par de mujeres permanentes, en claro homenaje a las demandantes. Las trataba con desprecio y sin sabor, defendía el simple derecho de ejercer y eso era una ratificación de su machismo, tarjeta de presentación para cualquier contienda social.
Eso de vivir dos años en la capital no significó gran cosa: allí no importaba que no fuera un buen pescador, pero tampoco veía la estrella antes del aguaje. Esas cosas pasan, esas cosas como ser miembros del H. Congreso Nacional («H por mudos», se decía). De vuelta a su ciudad, ya más cerca del pueblo, comenzó a usufructuar de la fama y a acomodarse en lo que le quedaba de vida, más de la mitad, probablemente. Le turbaban pocas cosas. Manolo había violado a su hermana retardada y ahora Elías era tío de una especie de engendro de cuarto creciente. Su padre mató a Manolo y el padre de Manolo juró vengarse, no lo hizo porque el viejo murió; la vieja no se salvó de la venganza: quedó sin ninguna propiedad después de algunas jugadas financieras y «legales» del padre de Manolo y tuvo que mudarse con su hijo. En general, en su lugar de origen no pasaban cosas fuera de lo común. Su hermana y la sobrina terminaron desapareciendo después de vagabundear con verdadero profesionalismo por toda la región (Elías, con las cinco cervezas de rigor, decía que habrían sido contratadas para un circo).
La casa era céntrica y dominaba el puerto. En la tarde se acomodaban con prolijidad decenas de barcas de los pescadores, una sucesión interminable de los Sorayita, Ciudad de Manta y Santa Mariana, como sin fin era la obsesión por buscar la estrella del aguaje; aunque Elías nunca tuvo intención de retornar a su pueblo pese a que le atraían con insistencia los morbosos recuerdos del café claro. La entrada al piso bajo de su casa en la capital de provincia era igual café claro: muebles -que fueron azul la navidad pasada- de comedor y sala atacados de polvo, la cocina a la derecha con esos trastos ennegrecidos que le dan un sabor melancólico al sancocho de pescado. En la planta superior la visión era radicalmente diferente: un balcón donde la madre perdía tiempo en la transcripción de textos escolares a la escritura Braile con la brisa de todo el día, una sala con la monumental televisión dominándolo todo, tres habitaciones bien instaladas. Allá abajo era como un museo etnográfico, la representación fiel del pueblo, la gente y los milagros; la magia interviniendo en forma de alimento todos los días, el tedio aparecido en las formas físicas con rigor casi científico. Allá arriba la modernidad de Elías estaba exponiéndose, ostentaba al sacerdote de la política que había dejado la sotana y comenzaba a arreglar su vejez, aunque apenas había entrado en la madurez. Junto a este edificio la librería, la última inversión que estaba dispuesto a hacer para cubrir sus días con algo de actividad y sociabilidad, y mucha televisión.
Con su madre muerta la existencia se volvía todavía más apacible: ni largas meditaciones, ni esfuerzos por salir de aprietos, sin sucesos para reír o llorar, ningún ser humano de quien preocuparse, con las funciones vitales heroicamente sistematizadas, los recuerdos archivados con orden asombroso y programados para afectarlo con la periodicidad debida, sin ideología ni religión que defender, sin enemigos de quien protegerse, una burbuja de cristal cerrada con hermetismo de manera que no sea posible entrar ni salir.
Nadie, nadie podía prever la llegada de la Lalita. Los ángeles del cielo, los hijos de satanás, el ministerio de la Política, el Consejo Cardenalicio, el general del Ejército, alguien le encomendó la misión a la Lalita de ir por esa alma tirada por el mundo al cieno de la indiferencia. El tema es que llegó y puso todo orden: los muebles pintados, el polvo desterrado, Elías trabajando con entusiasmo, fiestas en su casa, largas conversaciones del estado de los habitantes de su pueblo natal, cinco cervezas que retomaban su puesto en la vida de Elías, música al caer la tarde. Simplemente se dejó llevar por ese aguaje que le proponía enfrentarse a la gente y al mundo, tanto que su burbuja estalló con estridencia cuando resolvió comprarse el bote pesquero, el primero para iniciar una empresa que, pretendía él, estaría formada de por lo menos tres naves. El primer barco fue bautizado Arístides y en él se embarcó para volver al mar en la noche, porque sabía que a esa hora tenía alguna protección astral. El cielo era una incandescencia terrible, no solo por la estrella del aguaje sino por otras pirotécnicas brillanteces, perdones finitos, familiares tarados y muertos, venganzas. El espectáculo fue para él tan reconfortante que pasó anclado en alta mar 28 días.
– No me interesa caer bien a nadie, dijo, y tomó posesión de la nada.
(Este relato fue publicado en el libro «Las Voluntades Rotas», en 1996, con la Editorial El Conejo. Para esta publicación se ha hecho una edición de forma).
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