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La propina

– ¿Seco de cabrito?
– No, prefiero el ceviche con ce y ve pequeña, que da lo mismo que el sebiche con ese y be grande. ¿Por qué se harán tanto lío con las eses, las ces, las ves, los alófonos fricativos o los fonemas bilabiales sonoros? No es rebeldía, te aclaro, pero me parece inútil discutir la manera como se escribe ceviche, sobre todo porque las ces y las bes van a ser digeridas y a terminar en el baño en forma de eses.
– Sí caballero, un seco de cabrito para mí, un ceviche (acentuó los fonemas lo mejor que pudo) para la señorita y dos cervezas. ¿Quieres cerveza, no?
– Me da lo mismo, todo termina en las eses, hasta la zeta de la cerveza.
Bonita conversación, dice para sí el mesero. Bonita manera de comenzar un almuerzo, piensa Beto. No entiendo esto de la lengua, se queja en silencio Catalina.
En momentos así resultaba rara esa poca sal puesta a las palabras, extraña porque era apenas el segundo encuentro de los dos y la primera reunión de los tres si se cuenta al mesero; de ahí al pasado de todos no había las horas suficientes para llenar cinco páginas de una autobiografía triple; éste, el mesero, era nuevo y secundario en la reciente historia, en el desaguisado de dos que se conocieron con la ira, la manera como los hombres se descubren más rápido.
El primer vistazo que se dieron fue aparatoso, en el sentido mecánico y literal del término. Es que todos en Lima manejan seguidos por el fin de mes, con la osadía de quienes sienten que van a ser mutilados en trozos muy pequeños si llegan después de los otros, aunque los destinos sean absurdamente diversos, como si el presidente estuviera a punto de inaugurar una escuela y todos llevaran las tijeras con que cortará la cinta roja y blanca que manda el protocolo. A lo mejor no hay tanto drama y sucede que muchos vehículos para pocas calles, demasiada gente para la escasa planificación, o excesiva prepotencia para tan poca autoridad.
Pasó lo de siempre: choque aparatoso de Volkswagen Golf versus Daewoo Tico, rostros pálidos por el evento, exasperación con mayúsculas, adrenalina bestial, se bajan de sus vehículos para enfrentarse al (a la) afrentoso (a), 24 palabras dichas con rabia y leve sesgo hiriente, intercambio de inculpaciones, amenazas legales, probable aviso a la autoridad, reflexión interna para calcular costas judiciales y el pago de la mordida, moderación del tono, búsqueda de acuerdo, improbable aviso a la autoridad, insulto mutuo a un insulso que pasa haciendo sonar una bocina de transatlántico y no les deja ejercer en paz su derecho al litigio urbano; tras un suspiro que pasó volando frena una propuesta de solución pacífica, intercambio de notas diplomáticas (números de teléfono y de carné electoral), rendición soporífera ante el aparecimiento tardío y fuera de lugar de la autoridad, explicación sumaria, notificación de consenso, despedida con mediano cargo de conciencia, medio tú tuviste la culpa que quizás es mía. Chao.
Allá por los años 70, 1900 claro, la vida entre conductores era menos complicada: no se sabía de vehículos que atacaban a volantazos a otros, era como disparar al aire, no había suficientes enemigos en la calle para alcanzar a uno y retarlo a duelo y los pocos que transitaban eran amablemente llevados por conductores a quienes les fatigaba la sola idea de gastar el día en una disputa entre fierros. Pero sí había políticos aparatosos en el sentido mecánico del término, expertos en colisionar contra la realidad. Se armó la grande, con una enorme migración desde todas partes, seguida de cerca por una extraordinaria migración desde más partes, que multiplicaba los planos de la ciudad cada vez por diez –los trazos, no los servicios. Cuando este ocurría este embotellamiento para el desarrollo ni Catalina ni Beto podían acceder al privilegio de capitanear un bólido, los cambios de sus cuerpos eran tan radicales como los de su ciudad.
Catalina es bella porque no se parece a los figurines de las revistas de modas es oriunda de ahí hasta con los párpados cerrados, como las palomas de San Isidro; Beto es, como quien dice, del promedio; el mesero tiene la típica silueta de la migración de la sierra en la generación anterior a la de Beto. Catalina es con abundancia «déjame que te cuente limeña», Beto una aproximación degenerada de «fina estampa, caballero», el mesero es la versión fiel de un lamento andino, tan lamentable que es música sin letra, más bien unos largos y bajos sonidos de quena, fa en setenta y siete tiempos.
Catalina es rubia, piel muy clara, alta, delgada, ojos profundamente negros que miraban con certeza un poco más allá del futuro inmediato que estaba calculado, habían sido tomadas las medidas de seguridad consecuentes para silenciar al corazón. Claro que la impericia de Beto aindiado desbarataba una parte de la planificación, si bien calzaba con estruendosa lógica en el ítem de «imprevistos».
– Estos imprevistos son terribles. Acabo de solucionar, hace un par de días, un lío con un taxista que me pegó por detrás y se me quiso volar por delante; jueces, abogados y todo. Quisiera cambiar de modelo de auto, en vez de Tico, Coti, para ver si logro esquivarle a la mala suerte con este cambio de sílabas, dice Beto.
– No es mala suerte, si hubieras… Bueno, si nos ponemos de hablar de quién tiene la culpa nos quedamos aquí de por vida. Qué te parece si cada uno corre con los gastos de la compostura de su vehículo y quedamos en paz.
– Pero creo que el daño en el mío es más grave.
– No tengo tiempo para perder en cotizaciones, visitas a mecánicas, peritajes y seguros. Caballero, otra cerveza. ¿Quieres otra, Beto?
Estos dos no van a llegar a ninguna parte, dice para sí el mesero. Perfecto: un desacuerdo es lo mismo que otro almuerzo, se alaba Beto. Media hora más y clases de Derecho Penal, calcula Catalina.
Lo dicho. El ambicioso Beto consiguió concertar una nueva cita a la que llegaría con la propuesta de solución en tres escenarios, a saber: a) tú tienes la culpa; b) yo tengo la culpa; c) los dos somos culpables o sea ninguno, o sea tres vivas por la solución amistosa. Amistosa necesariamente y por favor, piensa para sí el mesero, porque esta vez consumieron muy poco y la propina estuvo a la altura del desacuerdo amistoso; son avaros, seguramente por el cálculo del costo de reparación de los autos.
El mesero sonrió (obviamente días después) cuando vio llegar a Catalina con su hermano; se sentaron en la mesa donde estaba un Beto revuelto el estómago por una ofensiva numerosa no calculada; mente gris, como el cielo de Lima de ese día, de casi todos.
– ¿Ceviche?
– Prefiero seco de cabrito, no es buen día para la ortografía, concluye Catalina con ánimo medio.
– Caballero, tres secos de cabrito. ¿Cerveza?
– Normal.
– Tres cervezas, por favor.
– ¿Tienes tus escenarios listos?, porque yo ya quiero bajar el telón.
– Te los traje bien bonitos, porque tuve tiempo de usar la computadora de la oficina.
– ¿Trabajas en una oficina, Beto?, pregunta como si eso fuera un pecado de lesa dignidad.
– ¿Es muy grave?, contraataca Beto.
– No, no tienes la culpa, las oportunidades son pocas.
– Al menos trabajo.
– En una oficina pública.
– Sí.
– No es tu culpa. Solo te falta ser fanático del Sporting Cristal.
– Normal.
– Sí, claro. La tercera opción me parece la mejor, ya te la planteé la otra vez, corta el asunto de la dialéctica Catalina.
– Eso me imaginaba. O sea que quedamos como si nada hubiera pasado.
– Exacto, mañana me entregan mi auto compuesto. ¿Sabes?, fue todo una complicación, porque la fábrica ha dejado de usar la pintura que tiene el mío, creo que a la gente no le gustó, el mundo está lleno de cholos. En fin, entonces fue todo un lío. El chófer de mi padre tuvo que ir a la fábrica de pinturas para que hagan una porción con la mezcla exacta. Me van a perdonar que diga esto pero la industria nacional es una porquería, a pesar de los avances de la tecnología en la misma fábrica de pinturas no pudieron hacer el mismo color. Y tú sabes que eso no tiene misterio: 60 por ciento de azul, más 20 por ciento de magenta, no sé cuánto de amarillo y una pizca de negro, da lo mismo. Es una fórmula matemática y perdóname, la industria nacional no es una porquería, hay empleados de porquería, como en todas partes.
– Suerte la tuya, no debes trabajar en una oficina pública.
– No gracias, señor.
– ¿Dónde trabajas?
– A medio tiempo en una oficina de abogados.
– Bueno por ti. Necesito que me hagas un favor, que firmes un papel donde certifiques que el daño de mi auto, y del tuyo claro, se debió a la impericia de un tercero, que el bruto se nos cruzó y debimos chocar los dos para no joder a otros…, perdón por lo de joder. Necesito ese papel, ese certificado, para entregarlo al seguro, ¿estás de acuerdo?
– No, joven Beto, eso me puede traer problemas.
– Te aseguro que no. Caballero, otra cerveza. ¿Quieres? Perdón, dos cervezas. Ah, disculpa, sí señor, tres cervezas.
– Yo no estoy segura.
– Por que no vas a la oficina de abogados y le preguntas a uno de esos capos si es que eso te causa problemas. Según me dijeron, lo peor que puede pasar es que te llamen para confirmar los términos de tu certificado.
– No estoy segura, Beto.
– Bueno, haz la consulta. Yo prefiero esperar por el certificado a ir a pelear desarmado con esas pirañas de los seguros.
Dos goles a cero, buen partido Beto, piensa para sí el mesero. Tercer encuentro e incremento de medidas de confianza, evalúa internamente Beto. Juro que es la última que le soporto a éste hijo de puta, insulta en silencio Catalina. Su hermano no dijo nada, estuvo como armario en exposición, con una enorme cara de bruto, el típico bestializado por el mimo materno y la arrogancia paterna.
El mesero los despidió con extrema cortesía y opinó para sus adentros que sería bueno que la próxima vez trajeran, además del idiota ese del hermano, a sus padres y abuelos. La propina ya tuvo el sabor de inicio de una resolución amistosa del problema, de premio menor de la lotería.
Catalina ya se había dado cuenta que el juego de Beto era intentar autenticar su «fina estampa caballero» para conquistarla. Beto se había imaginado un apasionado beso «del puente a la alameda» a la luz tenue del restaurante. El mesero tenía vistos unos zapatos cholísimos para ir a visitar a su familia en la sierra. Sendas distintas, diría la canción.
Esta vez pasaron dos semanas antes que Beto aparezca por el café con traje nuevo, maletín acharolado y corbata de marca; peinado, perfumado, afeitado, desodorizado, descremado, descolesterolizado y con pepas de naftalina entre las medias y la piel.
Este tipo debe pensar que le ha tocado el número de suerte de su vida, piensa dice para sí el mesero cuando se acerca con el menú, aunque tiene en su bolsillo guardado un papel escrito: «Un seco de cabrito, un seviche, dos cervezas».  Pero no se anima a llegar hasta donde el joven y mejor se agazapa detrás de las plantas sembradas en macetas, tiene intriga por saber si aparece Catalina la bella trayendo, sin saberlo, la propina con la enorme bondad de la que podrían estar revestidos los dos y todos los padrinos que quisieran acompañarlos para resolver este litis transitus. ¡Qué lindos son esos zapatos!
Es un adefesio Beto cuando sale del café dos horas después, cargando a sus espaldas un plantón olímpico. Un adefesio también el mesero; los últimos 20 minutos ha clavado la vista en sus negros, despintados y abusados zapatos de la vida entera. Pero levanta la mirada y la ambición cuando entra un grupo bullicioso de empleados públicos, quienes llevan colgados de sus brazos a empleadas públicas, que ostentan la desmedida algarabía de la celebración sonora del cumpleaños del jefe al más puro estilo servidor público.
Beto camina más triste que un pingüino en un garaje, como lo había escuchado en alguna parte, y abre la puerta de su Tico todavía abollado.
– ¿Ceviche?
– No, tengo antinacionalismo hoy, estoy afectada en mi salud cívica.  Prefiero ver que trae el menú. A veces hay sorpresas en estos restaurantes a los que vienes por primera vez.
– ¿Te hizo algo la patria?, pregunta Beto, que tiene demasiado escozor como para comportarse como un caballero.
– ¡Eso¡, respondió festiva Catalina. – Noto que has depurado tu expresión oral.
– Dilo como quieras.
– Y además sigues odiándome.
– Sí, un poco. Bueno, ¿te hizo algo la patria o no?, se pone serio Beto.
– ¿Leíste el periódico del sábado?
– No, para qué.
– En El Ojo había un tremendo artículo. Tus amigos senderistas pusieron otra bomba.
– No son mis amigos.
– Le habían seguido la pista a no sé qué jefe militar y dejaron un maletín, calculando que él iba a comer un ceviche allí.  El maletín explotó y hubo dos muertos. ¿A que no te imaginas quién era uno de ellos?
– No me lo imagino.
– Bueno, era el café donde almorzamos las otras veces y una de las víctimas fue era el mesero que nos atendió.
– Senderistas de mierda.
– No lo pudiste haber dicho mejor. En la crónica leí que tenía puestos unos zapatos cholísimos y que tomaría sus primeras vacaciones en un par de semanas. Aquí está el certificado, para que no pienses que no te quiero ayudar, está escrito en papel membretado de la oficina de los abogados, ya con esto los del seguro no te harán lío. Al fin y al cabo, todavía se respetan las oficinas de abogados, mi padre les dice buffete , qué risa, tipos tan serios con nombre de comida.
– Oye, cómo te agradezco, con este papel ahora sí que les hago pagar lo que me chocaste tú y tendré derecho a otra leve abolladura.
– Tú me chocaste.
– Bueno, está bien, lo que nos chocamos mutuamente entre ambos dos, si quieres que exagere en las precisiones. En serio, muchas gracias. ¿Qué te parece si te invito a salir el viernes por la noche, nos tomamos unos tragos y vamos a bailar?, después de todo los acuerdos hay que festejarlos.
– Estoy de acuerdo, pero vamos en mi auto, tú manejas muy mal.
– Como quieras. Nos podemos encontrar en La Noche, ése bar en Barranco, a las once de la noche.
– Te gustan las experiencias fuertes, ¿eh?
– No, ni siquiera conozco el sitio, Catalina, me han contado que se pasa muy bien.
– Bien, ahí nos encontramos. Si no llego, es porque no llego, ¿sí?

 

 

 

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