A las siete menos tres se sentaba; pestañeaba cada 30 minutos, dos después de un suspiro. Corregía las solapas de su chaqueta dos veces al día y declamaba los «Buenos días» con el riguroso profesionalismo de los porteros que han estado apoltronados en la misma silla, frente al mismo mostrador, la última década, al menos, de su misma vida. El «buenos días» de un novato es infinitamente inferior en calidad.
De la silla hay mucho que decir, en vista que es imposible explicar desde un punto de vista lógico las razones por las que un trasero puede soportar miles de horas posado sobre un mueble desquiciadamente incómodo. Por más chalinas, telas o cojines que estén a mano para probar a ablandar la silla, los elementos que les son comunes y que, al mismo tiempo, las caracterizan, son dos pares de fierros, paja y un tapiz de plástico, el respaldo tiene la inclinación de 45 grados exactos; la más simple de las versiones del ingenio y acaso un instrumento de tortura para las desacostumbradas asentaderas que posen sus mejillas por más de una hora; pero, ejerce un encanto sin igual para los porteros quienes padecen algo así como el síndrome de Estocolmo entre el fierro que retiene y el culo retenido. Por aquí debe explicarse, también, la forma corporal afín de los porteros: la Sonsoles es, duda que quepa, la reina de todos ellos, por sus virtuosas formas: ha logrado, tras tanto tiempo de fieles servicios, ser un ejemplo estoico de ergonomía invertida, es decir, el cuerpo humano se adapta a la forma del objeto, una simbiosis que sucede de tanto ser silla y de tanto ser portera.
Ahí están esos héroes anónimos herederos de la guardianía franciscana. Hay que anotar que Incluso cuando está sentada con la espalda erguida es gibosa; las manos sobre las piernas gordas, los grandes senos pesando demasiado hacia adelante, el se moverán con mucha pereza de los muslos donde yacen, sus ojos están justo a la altura del contrafuerte donde se atrinchera. La entrada al edificio es un pasillo largo y algo ancho, el piso está decorado con una alfombra imitación persa de poliéster que cubre un piso imitación mármol por el que andan ciudadanos que imitan ser de una clase a la que no alcanzan. La posición de Sonsoles era estratégica y la táctica se resumía en trincar a lo que quisiera pasar sin que se apercibiera un motivo exacto, verosímil y lógico: ni el aire se abría atrevido a entrar o salir desapercibido de los ojos pequeños y negros de la dueña omnímoda del lugar. Créeme, cuando abres la puerta ves apenas cómo eres escrutado. Uy, qué frío.
Para la mayoría, ni siquiera es un ser humano; te lo digo yo que conozco a casi todos los que viven aquí; a lo mucho creen que es uno de los bienes muebles del edificio, se la toma en cuenta de la misma manera y con semejante humanidad a la atención que pueden poner en el elevador, la calefacción, los focos o las puertas; esto lo debes entender literal, el día del inventario era objeto de inspección. La diferencia con los aparatos de aire, el descensor y las luminarias es que, nos consta a todos, que sabe decir «Buenos días».
Desde las siete menos tres hasta la hora de almuerzo; desde luego después la siesta hasta las ocho de la noche, menos los domingos. En un cubículo que estaba a las espaldas del puesto de mando había improvisado una cocina de una hornilla en la que calentaba el almuerzo y le había quedado espacio suficiente para una silla gemela a la de la portería en la que dormía una siesta corta, arrullada por las noticias aburridas de Radio Popular. No recuerdo haberle visto nunca en domingo, ni siquiera cuando fue Día de Reyes y se entregó los aguinaldos ni tan siquiera en los funerales de los vecinos que había muchos y a quienes Sonsoles había conocido por años.
Hasta podría pensarse que es rara su apatía, considera a los porteros que traban amistad con los condóminos como laxos en la práctica del deber, una sensiblería que ella no permite en su feudo pero luego de la despersonalización no hay más, no se puede sospechar del producto cómico-trágico de una vida abstemia de vida. Por regla general, sin embargo y a pesar de lo dicho, Sonsoles era también omnipresente en nuestras vidas. ¿Recuerdas a Dolores, esa novia que me duró lo que un suspiro? Me producía pavor llegar al piso con ella: de pronto Sonsoles se convertía en el ángel vengador sin siquiera moverse de su mueble, solo provocando sustos con los ojos pequeños y negros apuntando sin vergüenza a la víctima. ¿Qué piensa? ¿Cómo me califica? ¿Le gustará Dolores?; ¿tiene un corazón que late, sangre en las venas, masa gris en la cabeza, va al retrete a veces, habrá leído a Camilo José Cela, se masturba? Hay que ser honestos, también sabe leer, a menos que el grueso fajo del diario lo tenga solo como el estorbo culminante de la barricada. Qué ser tan horrendo, pero no hay manera de convencer al dueño del edificio Universal de que un portero eléctrico es suficiente: «Sonsoles se queda y san se acabó». ¿Será que van a la cama Sonsoles y el dueño del edificio? Imposible, a los setenta y tantos años del viejo Ovidio ya no se le para ni el reloj; por Dios, yo lo sé. Y ella, ni hablar, no es capaz de colocarse sino en la posición silla, que normalmente es incómoda para cualquier apremio. Pregúntaselo a Dolores.
…
El domingo del que quiero hablarte partí liberado de las presiones fundamentales de mi vida: en la portería no había quien escrutara las salidas y entradas, a menos que la silla fuera una espía. Fue un domingo de Maite post Dolores, con cine, compras y paseo por el Parque de la Ciudadela al atardecer de otoño; demasiada poesía para mis huesos. Primero, los edificios construidos para la Feria Mundial de principios de siglo pasado y el invernadero; rumbo a lo profundo del parque las luces tenues del alumbrado público y, como es obvio para cualquier erotismo respetable, la Fuente del Amor, cerca del edificio del Parlamento. Fue muy extraño, porque doblamos entre los árboles atraídos por carcajadas del todo agradables, abrazados, casi besuqueándonos y con ganas de contagiarnos de la risa exagerada. No me lo vas a creer, la mismísima Sonsoles tenía a un hombre maduro acorralado contra un banco, su mandíbula se batía a muy escasos centímetros de la boca aterrada del hombre, que se agarraba de los filos del banco, como cuando en las películas comerciales la protagonista está a punto de ser asesinada y llega a tiempo el héroe. El sombrero se le había caído hacia atrás, el paraguas estaba tirado un par de metros más allá, el saco de lana se lo tenía subido más arriba del ombligo; incluso se le notaba que los dedos de los pies habían hecho puño. Sonsoles se dio cuenta de nosotros, dio vuelta muy lento al tiempo que su boca se iba cerrando con cautela, con paciencia, con delicadeza, con carcajada, hasta adoptar el aire tradicional Sonsoles, nos miró todavía unos segundos, pestañeó, se arregló las solapas de la chaqueta y abandonó la foresta. Si bien era grotesco el gesto del hombre, más me llamó la atención la forma de caminar de la portera, con pasos cortos y muy rápidos, la falda debajo de las rodillas, zapatos sin ninguna gracia, medias de lana blancas. Eran sus ojos de un brillo similar al flash de las cámaras de fotos, que se van apagando, «lentones». Maite no entendió nada, nos acercamos al viejo, recogimos sombrero y el paraguas, le preguntamos por su salud física y psicológica: era tartamudo de nacimiento, se hacía el tartamudo de nacimiento o le acababa de nacer la tartamudez; lo cierto es que no se le entendía nada, porque, además, le salía bilis por la boca, en pocas cantidades, es cierto, pero es inconfundible. Apareció un guardia, le entregamos el estropajo de ciudadano que nos había heredado Sonsoles y luego tomamos un largo café para que sirvió para explicarle a Maite la historia de la reina de los porteros. Demonios, tanto misterio al rededor y yo con tan poco de investigador privado. Lo mejor fue dejar la historia así.
Qué difícil es poner orden en una reunión de condominio, qué difícil fijar los temas verdaderamente importantes para todos. La del 13D no paró de quejarse de la tubería que vibra en el 14D. El del 8A que no logra encontrar un técnico que termine con las averías de su calefactor. El administrador de la oficina que ocupa el primer piso aterrado que sus clientes vean a los vecinos llegar en estado etílico a las once de la mañana. La vieja del 5C que no deja en paz con sus óperas a la más vieja del 5D. Es raro, pero los de la letra B nunca nos quejamos de nada, votamos siempre unitariamente a favor del portero eléctrico.
El tema por el que se había convocado a esa reunión era si debíamos aceptar que se suba la cuota para pagar a una empresa que haga un mantenimiento más cuidadoso de las áreas sociales o no; a la economía de la mayoría nos afectaba y llegar a una conclusión era imposible, incluso si el viejo Ovidio ofreciera, con la demagogia característica de los dueños de edificio, reparar lo dañado y hasta construir un nuevo edificio repleto hasta el colmo de comodidades. Al final el viejo Ovidio nos subiría la cuota sin que nos diéramos cuenta o con que nos hiciéramos los pendejos. Allí me senté junto a Carmen, 36 años, recién divorciada, sin hijos, un metro y setenta y cinco centímetros que albergaban ciento veinticinco libras, profesora de escuela, ojos negros grandes, cuatro años de matrimonio, pantalones con pinzas, ex-marido esquizofrénico, chaqueta sin blusa –creo que sin sujetador incluso-, empleada de una escuela privada de las cercanías, dedos largos de pianista como su nariz, tercera hija de una familia de cuatro, fina, dedicada, zapatos número treinta y seis, romántica, mañana a las siete, futura propietaria de vehículo, no pretendientes, llevo vino tinto, aficionada a la música clásica y a las viñetas, estamos de acuerdo.
Blusa de flores transparente definitivamente sin sujetador, carne al vino, falda crema definitivamente con interiores, tres historias trágicas de su vida, crema de arveja, siete historias ridículas de mi vida, dos velas, reflexiones sobre sus siete años de edad más que los míos, sofá con cigarrillos, los Beatles, anécdotas de veranos inconclusos, resumen sucinto de experiencias acabadas, crítica destructiva a los vecinos, silencio para cómica admiración de óperas del 5C, Yanni en concierto, otra botella de vino tinto, discusión política acalorada, riña amigable sobre religión, un cigarrillo de marihuana, tus sábanas son de seda, mis sueños son de almidón, coitos a millón.
El timbrazo sonó cuando ya era el día siguiente, a las nueve de la mañana, cuando apenas podía equilibrar mi conciencia, para pedirme que le acompañe a una misa de recuerdo de un tío suyo, fallecido hace poco de infarto, en la iglesia de San Patricio. Lloró mucho, tanto como yo me aburrí en la velación y en la reunión familiar posterior, donde fui presentado como un amigo con privilegios. Allí, en medio de un jerez muy bueno, se conversaba demasiado sobre el fallecido, era realmente fácil reconstruir la vida del difunto a partir de la velocidad con que los asistentes abarrotaban el anecdotario con hechos, situaciones, cronologías, genealogías; ambiente asfixiante, dominado por entero por un muerto de quien llegué a saber todo, salvo el nombre. Vi una foto suya y casi me da una congoja. Al sobrino mayor se le había ocurrido la brillante idea de tomarle una foto antes de la autopsia, eran protagonistas de la impresión el cadáver y médico legista, ambos posaban y el sobrino, fotógrafo profesional alternativo en ciernes no había dejado ir detalles: el galeno tenía un bisturí en una mano, con la otra agarraba al cadáver de la nuca; sostenía una sonrisa de profesional experimentado y talentoso. Al cadáver del tío se le había corrido apenas la sábana y mostraba parte del pecho, llevaba el pelo arreglado con gomina. El escenario estaba delicadamente ordenada, los instrumentos de la autopsia estaban en orden, los metales tenían un pulimento de relumbrón. Tras los protagonistas se había colgado un retrato del generalísimo y un afiche de una antigua procesión de la Inmaculada Concepción. Sobre una camilla desocupada que estaba a la diestra del cadáver se había colocado la ropa con la que murió, el sombrero y el paraguas. Antes de dejarme empapelar por la congoja me senté en una esquina. El señor difunto era el mismo del Parque de la Ciudadela, la Sonsoles mandíbula batiente y la Maite inexplicada. No se lo dije a Carmen hasta la noche en la que acampamos debajo de sus sábanas de seda que se tiñeron de violencia: yo no sabía que se asombraba repartiendo bofetadas con soltura samurái; me dijo que le contara hasta el último detalle, fue a la estación de policía a la madrugada y puso una denuncia. Dos días después llegaron dos investigadores, interrogaron a Sonsoles, a mí, a Maite post Dolores, al viejo Ovidio; la portera me decía, luego, «Buenos días» con cicuta; el caso se archivó, la denuncia era ambigua, no se había hallado una sola evidencia y no había una ficha con antecedentes de ninguna naturaleza de Sonsoles.
Para la policía el caso terminó ahí, pero la portera redactó una carta y dejó una copia en cada uno de los departamentos. ¡Gloria!, además de la destreza con la que articulaba la compleja frase “buenos días”, ahora demostraba que sabía escribir. En el aviso alertaba sobre la investigación de las autoridades y explicaba que era incapaz de levantar la mano a nadie (yo dejaría las cosas en “incapaz de levantar”), que todo había sido un malentendido y que esperaba que nos siguiéramos respetando como siempre (como a un mueble, agrego yo). La carta, el barullo, las suposiciones, el atávico chisme de pasillo provocaron una nueva reunión de condominio, en la que el viejo Ovidio se animó a disparar un florilegio moralista decadente, se propuso un voto de respaldo a la ausente e inofensiva Sonsoles que obtuvo mayoría y dos abstenciones; yo mocioné que se cotice un portero eléctrico y fui azotado por un abucheo desvergonzado con el que terminó una jornada de derrotas. Me frustré sobre todo porque el resultado de la reunión entregaba sin concesiones ni retribuciones una dosis de poder a Sonsoles que, desde su poltrona, exponía un aire patricio, presumido; la arrogancia de la portera había tenido el efecto positivo de corregir en parte la giba, aunque era posible que forzara el espinazo para mostrar un energía desmedida cuando Carmen deliciosa entraba de mi brazo, Carmen tenía la decencia de devorarme a besos y Sonsoles de degollarme con la faca de un «Buenos días” mordaz. Las relaciones estaban rotas por completo y había escaramuzas en ciernes.
En la comisaría de Policía conseguimos una copia del informe de los investigadores, un trabajo profundamente profesional, con conclusiones asombrosas, pruebas contundentes, deducciones brillantes: el caballero difunto había sido sometido a una fuerte presión psicológica de origen desconocido y su corazón no resistió el impacto. ¡Bravo!, ¿seríamos alguien sin los policías? Solo había que verle la cara para saberlo, infarto. A nosotros casi nos da uno al leer la declaración juramentada de la primera sospechosa de un supuesto homicidio: nuestra portera decía haber conocido un día domingo al muerto sin nombre, cuando paseaba por el Parque de la Ciudadela, declaró que se le había acercado mientras ella contemplaba la Fuente del Amor, que le asustaron los ojos como flash de cámara de fotos del occiso respetable, que tenía una risa como de histérico que le paralizó y solo volvió en sí cuando vio llegar a uno de los inquilinos del edificio donde trabaja, acompañado de una de esas señoritas que acostumbra a celar. Fin de la declaración inconclusa de Sonsoles porque, en el acta se había dejado saber que una fuerte perturbación del estado anímico de la declarante había impedido que la diligencia continuase y se suspendió con esa «muy convincente versión» de la acusada. Vuelvo, repito y reitero: ¡Viva la investigación policial! ¡Viva la igualdad, la libertad y la fraternidad! ¡Viva la justicia del llanto simulado! La determinación de la verdad se fue de mi vida con Carmen, quien formó una Organización No Gubernamental de moralización de la justicia, recibió importantes donaciones gubernamentales, me acusó de seudoburgués, ganó una beca para especializarse en derechos humanos y fue a parar, creo, en Croacia, donde había más materia prima para ejercer y menos idiotas como yo, que le escondemos datos con tanto peso probatorio como la existencia misma de Maite post Dolores. No me arredró ese torbellino de sucesos en la vida de Carmen, como tampoco me hizo mella que me llamara como me dijo, más bien me dio ganas de seguir hasta el fin. Seguí ejerciendo mis derechos y cumpliendo las obligaciones de quien es inquilino a tiempo completo, continué con mi profesión que paga tarde y poco, no volví al Parque de la Ciudadela porque la Fuente del Amor tiene manera de expresar el amor que se parece a los renglones torcidos de dios; mantuve decente mi habitáculo y no tomé más en cuenta los «Buenos días» nucleares que se me ponían al frente, incluso bien entrada la tarde. Bueno, eso creía yo, hasta el fantasmagórico aparecimiento de la ultra simpática Graciela post Dolores-Maite-Carmen. Pero tan megabuenagente que se excedía con bondades con la portera: «Doña Sonsoles, buenas tardes, ¿cómo está su mercé?, se le ve rechula”. Tanta azúcar refinada hacía que yo me escondiera debajo de la alfombra imitación persa para no desenmascarar el desbarajuste emocional producto de los intercambios alevosos de sonrisas entre la mujer con quien dormiría esa noche en mi cama y la mujer a la que odiaría siempre. Y a Graciela no le parecía tema de conversación, así yo me pusiera molesto como una bestia: argumentaba yo que era imposible que ella hable así con mi más grande enemiga, que me está traicionando, que comparte comunicación con la mujer que me asesinaría, que Sonsoles es una loca de atar, una esquizoide, que es una indecencia intimar con alguien que tiene al demonio en los ojos como flash de cámara de fotos, que, además, debe tener almorranas y que cuando yo terminaba de rezar mi letanía debía detenerme ante la inmensidad de una Graciela completamente desnuda, mirándome con risa coqueta y peinándose el cabello sobre sus senos. Soy humano y, obviamente, terminé mi discurso tan rápido como mis manos retiraron los cabellos de sus senos, mi porte de afrentado se serenaba tan brevemente, era yo el rey de diamantes que caía desde la parte más alta del castillo de naipes; y caía con una sonrisa de semental.
Esa fue la manera como Graciela impidió que yo interviniera para arrancar los lazos de felicidad valentina de estas dos. Decía ella que no era importante. Que sí que lo era, repostaba yo.
Era miércoles cuando la petrificada Sonsoles me entregó una carta de Graciela que abrí apenas entré al elevador. Me decía adiós para siempre, porque había llegado hasta sus oídos «la clase de tío que eres». Para ahorrar espacio, con una dignidad cardenalicia me decía maricón, mujeriego, don juan con eyaculación precoz, drogadicto, vago, cabrón, frustrado, egoísta, soberbio y que mis pies olían a demonios; lo único que le faltó decirme es hijo de puta. Un rápido repaso por el álbum de candidatos a culpables de este acto deleznable me ayudó a forjar la conclusión de hierro: sin ninguna duda, la autora que provocó que se atente contra mi decencia, porque nada de eso era cierto, a excepción de lo último, era Sonsoles. Momento fantástico para descargar el dolor de mi corazón y de mi orgullo sobre el bulto que no hace más que estar sentada en la portería. La infeliz, la muy infeliz, siempre que yo entraba o salía se encorvaba más y solo aparecían tras el mostrador la mitad de sus ojos pequeños y negros.
La vida de edificio de departamentos es siempre inquieta, somos pocos los que nos encariñamos con el calor de hogar y porteras insoportables, los cambios son seguidos, vienen, van; marido, mujer y dos hijos que entran, empleado público ascendido que sale, prospecto de modelo que entra, jubilada que sale en caja de madera, una pareja de homosexuales que entra y sale por decisión de la reunión de condominio, un saxofonista mudo, un futbolista de tercera división, el mejor vendedor del mes de productos de belleza, la telefonista de la agencia de viajes, un estudiante subvencionado por el estado, un veterinario de provincia en plan de evolución, el ama de casa que disfruta con el hijo de la renta del divorcio, un Asistente de Programación de la empresa de ferrocarriles, dos fotógrafos de National Geographic por un mes, el administrador de un bar de las cercanías, la jefa de vendedoras del almacén de telas importadas, un repatriado, dos asilados y un fugado. Vale, Dios, allí no se aburría nadie.
A la última reunión de condominio llegó el que se presentó como abogado Mateo y algo más, arrendatario del 14D cuyos tubos ya no vibraban y se puso a nuestras órdenes. Participó poco y con claridad en la reunión, que adquirió de pronto un carácter parlamentario por la presencia del hombre que sabía al pie de la letra lo referente a leyes de inquilinato. Fue la primera vez que todos decidíamos cosas importantes para nuestra convivencia e incluso estuvimos a punto de aprobar la moción del portero eléctrico, propuesta que quedó para una segunda discusión, a partir de un informe técnico que se solicitaría a la empresa Teléfonos y Comunicaciones S.A., Tecosa. La llegada del jurisconsulto había sido alarmante para la desordenada vida cotidiana de nosotros, los vulgares residentes del edificio.
A las ocho, como siempre, bajé dispuesto para entrar en el salvaje mundo de la acera, que me lleva al salvaje mundo del metro, para volver tropezar contra el salvaje mundo de la vereda y entrar en el salvaje mundo de mi trabajo. Desde el ascensor escuché ya las palabras roncas y con alto volumen del abogado. Cuando llegué al vestíbulo, el hombre espetaba palabras soeces a Sonsoles, por no sé que cuento de un plomero que no había llegado a psicoanalizar la tubería que otra vez ronroneaba. ¡Pero le decía de todo¡ Su compostura de abogado, de hombre de derecho, se había quedado en un rincón de la noche. Yo estaba aproximadamente en la mitad del pasillo aupando al abogado cuando escuché con absoluta claridad que le decía a Sonsoles «Eres una vieja puta». Me volví, vi los ojos de Sonsoles como flash de una cámara de fotos, saqué mi navaja y se la introduje en el abdomen jurisconsulto unas tres veces, más o menos. Todo se lo soporto, doctor, menos que le falte a mi madre; lo mismo piensa el viejo Ovidio, mi padre. Eso le dije, eso le reclamé al herido hombre del derecho.
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