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    ximena samaniego en Reliquias
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En la plaza

Se levanta el calzón con el mismo lento ritmo con que se pone de pie y –lo va ciñendo al cuerpo- muestra los bultos de carne desparramados alrededor de su redondez. Es una secuencia de movimientos que ejecuta la memoria, programada para actuar así en una letrina cerrada; pero no hay paredes ni hay letrina, a veinte metros de allí hay mucha gente esparciéndose: hay orquestas populares, solistas con chaquetas plateadas y patillas largas, juegos de luces artificiales, animadores ebrios, organizadores idos, dúos incombinables y canciones compuestas y cantadas al son de los humores nebulosos de una borrachera que le dan una consistencia de puré al espíritu. Un hombre se detiene frente a la mujer para asistir a la última parte de la operación calzón, de la exhibición de carnes oriundas de los pliegues pudibundos, escruta el volumen de la mercancía expuesta, sostiene una conferencia con su pené, necesita saber si le excita lo suficiente para comerciar, se toma tiempo para decidir perderse entre las cordilleras de esa obesidad morbosa; escudriña, se afana en descubrir -esforzándose hasta el extremo- si será posible hallar alguna vertiente, un ojo, cuando menos un ojal, en esa masa fofa que, sin embargo, late. La mujer hace que el calzón calce; la falda cae por pura gravedad, le ayuda, en parte, el peso del orín que rebotó contra las piedras de la plaza y humedeció el dobladillo. El hombre que gira tiene una mueca de derrota porque fracasó su empeño de dar con un pozo, choca contra un bidón que se usa de basurero, hace una mueca de dolor, se deja absorber por el rebulicio con una mueca ahora de alivio: aprieta los billetes en el bolsillo bien fuerte, retiene el bulto al lado de una apéndice laxo que tuvo la decencia de quedar yacente con gravedad con la que se deben velar los billetes. La mujer sigue su camino embriagado hacia la derecha, se sienta junto a conductores de taxi que beben como desde hace cinco horas, pide un trago y expone un argumento estúpidamente lejano de la conversación que sostienen los conductores que gira alrededor de otro tema, igualmente estúpido. Están sentados en unas gradas bajas y dan la espalda a los reflectores potenciados que alumbran tantas luces como sombras a la plaza: los taxistas evitan que la luz no rebote contra sus ojos vidriosos, socios de la penumbra y sus habitantes hostiles; raros, juergueros, rancios, tienen colecciones de luces que encandilaron sus ojos y las evitan siempre que pueden. La mujer toma un trago de la botella, mas su cuerpo no soporta más el exceso (la pobreza es un exceso) y vomita, con la misma danza convulsa y solitaria con la que, al otro lado de la plaza, se obra otro acto de regurgitación epiléptica con inmensa amargura.
Tiene el cabello cortado de una sola hebra a la altura de las orejas, cerquillo coquetón que baila delante de los ojos, blusa de seda floreada medio abierta y pantalón imitación cuero negro muy apretado a sus formas. Concluida la convulsión estomacal por vía bucal gira su abandono y encuentra frente a sí otro ser con igual corte de pelo; viste camiseta blanca debajo de una jardinera celeste cuyo tiro se le introduce en el trasero: deja que sus formas se muestren. Aquel no hace fieros del vómito de él; más bien le lame la boca y sus alrededores para limpiarle del recuerdo la expresión corporal más recia de la soledad. El movimiento de la lengua no para, él gime, agradece, hace pucheros, le pasa una mano por la costura de la jardinera, con ternura. Un grupo cercano de pandilleros se regocija, les sacan bromas, les escupen, se frotan la entrepierna ostentando opulencia, les cachetean las nalgas, les humillan, les escupen y se van abrazados, soltando flama por sus narices, maldiciendo al diablo, perjurando de Dios crucificado a unos pasos de allí, en el altar mayor de la iglesia de Santo Domingo; escupen.
La pareja se acomoda ropas, cabellos, dignidad y van hacia el otro lado de la plaza, por donde entra un hombre con la frente ensangrentada. La chaqueta está rota en la espalda, el pantalón a la altura de las rodillas; saca la tela interna de los bolsillos para convencerse asaltado. Intenta ver con ojos movedizos a través de los vericuetos rojo obscuros de la sangre que aún brota de la frente, el trago que tomó le sirve de conjuro contra el dolor. Le cuenta mil veces la historia a un anónimo compañero de ebriedad: no entiende qué pasó, caminaba por la calle en busca de un lugar donde comprar otra botella de la misma champaña de los marginales (86 octanos sin plomo, más o menos), no vio quien le golpeó, no puede reconocer al que le vació ni a los dueños del ejército de botas que trotaron su cuerpo entero. El otro hombre está impactado, pudo haber sido él, pudieron haber sido todos los que sufren la violencia de la extirpación de la propiedad monetaria. El confesor le brinda un trago de su botella, él mismo toma uno y le escupe en el rostro para que no se infecte, como curandero, como brujo de gallos de pelea, como alquimista del veneno de la culebra, como chamán de mesa blanca, como hermano de la noche. El herido relata de nuevo, repite los mismos cuatro detalles, ratifica su nombre y su dirección; le trata de hermano, aquel le abraza fuerte y no le suelta, lo aprieta al ritmo del dramatismo del relato. Ven pasar una patrulla que, lenta, observa; el hombre piensa correr tras ella y denunciar el asalto, pero la poca realidad que le cabe entre los hipos le anula el empeño. Las piernas no le alcanzan para correr tras la autoridad, la lengua para explicar, su traza para argumentar y la sangre para ser compadecido: todo es normal.
En la tarima, con los últimos recursos de concentración, el animador introduce el número final de la noche, la presentación estelar del famoso dúo de intérpretes de música rokolera «Hermanas Merino Montesdeoca». Los primeros acordes liberan caderas a una cadencia avara y simplona, tocados por cuatro hombres somnolientos. Pégame con un madero/pero no te vayas con ésa,/que se cree una condesa/por tener buen trasero. Las botellas se alzan para aupar las voces lastimeras de las artistas estelares. Una de las hermanas se envuelven el cable de los micrófonos como sensual anaconda portadoras del veneno de lo prohibido. La parroquia delira con el baile, ahoga el llanto en el canto; los amigos se abrazan, las mujeres se lamentan de su estación de víctimas, los más jóvenes intentan estremecerse con la letra, de la que atinan a gritar la última sílaba de la última palabra de cada verso. Y si llegas a irte de mi lado/júrame por el vientre que te vio nacer/que me atarás del cuello con la soga que me pegas/y me empujarás al abismo de tu ausencia.  Al guitarrista se le rompe una cuerda, la guitarra chilla con un sonido agudo, largo y sordo al arrancarse; el músico tira el instrumento por encima del público, que vuelve a brindar a la salud del vuelo libre del instrumento y su aterrizaje forzoso en las piedras de la plaza.
Cae cerca de donde un joven cruza los brazos para abrazarse a sí mismo y darse calor. Baja la cabeza contra el pecho, cae de rodillas, muestra la cara al paño de nubes grises -le salen muchas lágrimas-, pregunta sincero por qué se gastó en trago lo que necesita para sus hijos, explica a nadie que trabaja toda la semana, que es pobre, que sus hijos no comen, que su esposa le pega, que él le pega a su esposa, que no puede pagar las letras de la refrigeradora, que es honesto; alza las manos al cielo y grita que es un obrero, que es un pintor, que su papá era albañil, que por qué no puede salir de esa maloliente alcantarilla y obtener el dinero para pagar la escuela de sus hijos. Vuelve a abrazarse solidario consigo, vuelve la cabeza a posarse sobre el pecho, se pone de pie y se queda estático, como estático está el guardia municipal que al día siguiente presentará un informe sobre el desarrollo del evento auspiciado, organizado, coordinado y realizado por el cabildo.
Junto al municipal pasa una mujer cincuentona, cubierta por un poncho blanco, gorra de lana negra, falda azul hasta las rodillas, doble media de deportes y zapatos de plástico, ofreciendo bebidas, cigarrillos, fósforos; le pesa la mochila en la que lleva el cargamento, siente vacíos los bolsillos del beneficio propio, ofrece, promociona, advierte, juega, bromea, ruega. Una compra ahora, otra bastante después y la media luz de los alrededores le produce terror: allí no hay quien compre, allí solo asaltan, debe evitar salir de la plaza hasta que llegue el cuñado a recogerla en el taxi para llevarla a la zona en la que está medianamente confortable. Tres jóvenes se le acercan, piden media botella, preguntan por el costo. En vez de dinero sacan un cuchillo, la señora se olvida del negocio y entrega el botín; aparece el cuñado, reclama a los jóvenes, cada uno clava una puñalada, se tiran a la carrera, el cuñado se desvanece, la mujer se toma de la cara, las botellas caen y se rompen, la sangre y el trago bajan por un desnivel, forma un río que apaga el cigarrillo tirado por el guardia municipal. Dos ebrios pasan por allí y se burlan del cuñado porque piensan que está más borracho que ellos y la mujer grita con todo el aire de sus pulmones, pero su alarido es menos fuerte que el de las hermanas Merino Montesdeoca, animadas con Si no dejas de beber tendré que ponerte una condición/marido maldito, hijo de la perdición./Cuando te conocí eras bello/pero ahora soy yo o es la botella.
La botella no deja de circular entre los taxistas, sentados en las gradas con la mujer. Uno desliza los dedos dentro de la falda todavía húmeda de la mujer que escupe una carcajada. Detiene el intento con una mano y pone la otra horizontal, con la palma hacia arriba, exige dinero. El dinero llega pero es escaso, deposita otro billete y la mano de la mujer se cierra, mientras la otra mano se retira del litigio para que el vencedor cobre el triunfo entre sus piernas entreabiertas. Todos ríen alrededor. Retira la mano humedecida y la pasa por las narices de sus compinches que saltan con gestos de asco, pero no paran de reír; luego se pasa los dedos por la boca e intenta llegar de nuevo a la fuente, pero las manos de la mujer son más rápidas, repite el juego. El hombre se pone de pie, le recita una retahíla de insultos y deja a los del grupo, que no dejan de batir las mandíbulas.
En la violenta retirada choca contra unos jóvenes quienes le reclaman por la agresión a su zona, pero ni él ni los otros están con ánimos sino de ese preciso intercambio de insultos no hirientes. Sobre todo uno de ellos que pide a amigos y amigas calma frente al incidente, porque ha terminado de armar y ahora prende un cigarrillo de marihuana; aspira con fuerza, retiene el humo, exhala por la nariz y convida a los de su pata para repetir el acto de las alucinaciones en compañía. Entre ellos no hay mucho más que decir, entran en el círculo inicial de la carcajada fuera de razón, en el segundo círculo se forman parejas por evolución lógica y acuerdo implícito -toman diferentes destinos-. Cuatro de ellos se quedan mirando anonadados la iluminación especial del entarimado, otros dos se sientan y juegan con sus manos, una pareja se retira debajo de donde las hermanas bailan algo más violento: A casa del compadre vamos a bailar/que hoy hay bautizo./Hay comida, hay bebida, hay fiesta/hay una guagua que criar.  La pareja se enfrenta a besos, él recorre el cuello y las orejas demorándose, hace pausas severas en la boca, le aprieta fuerte de la cintura con los dos brazos. Ella le rodea con los suyos por el cuello y se declara pasiva, receptora; permite ese recorrido de ternuras que le endulzan completa, luego baja los brazos a la cintura de su pareja y contribuye con más fuerza a la unión, al meneo leve, profundamente excitante. Él le retira apenas la chompa de cuero con las manos y explora un poco más abajo del cuello, mientras la otra mano ha ido por la pierna, ha vuelto a subir, se enlaza con la otra alrededor de la cintura, la aprieta, le quiere mucho; ella también, se quieren mucho. Les interrumpen dos policías con linternas, uno de ellos esposa al joven contra los fierros de la tarima sin argumentos y los dos toman a la fuerza a la novia, le extirpan lo mucho que se quieren en nombre de la autoridad. El les maldice desde su cautiverio y ella grita de dolor, de rabia. Grita mi corazón porque no te tengo/grita mi alma la angustia/de ver que tu boca besa otros labios/tu cuerpo es de tu esposa. Fuera de la media luna formada alrededor de la tarima un anciano besa a su anciana esposa. Ausentes ambos, se miran con ternura, se abrazan sin apretarse mucho; él le dice que la vida junto a ella ha sido bella, a ella le destellan dos lagrimones, una sonrisa y un beso.
Así, juntos, llegan dos camiones de policías, se bajan con violencia (gritos, trotes, silbatos, toletes, armas automáticas, la parodia completa). Anuncian la presencia del poder formándose en el extremo norte de la plaza, al otro de la tarima, que ha quedado vacía en un instante. El animador se moría de las ganas de agradecer el esfuerzo de los artistas y del público pero las ganas solo le sirven para atorarse. La mayoría de espectadores se queda en el sitio, mira como si no fuera con ellos; muy pocos han emprendido carrera hacia las callejuelas. Los de uniforme se dispersan por la plaza y revisan los documentos de identidad. Dos jóvenes les ruegan que no les lleven presos, que sus papeles fueron robados, que viven a tres calles de allí, que se van corriendo a sus camas a dormir hasta siempre, piden piedad a la autoridad inflexible; los agentes les toman de la correa, les atajan desde la espalda y casi colgando de los pantalones patalean hasta llegar al camión, donde son tirados como carne de rastro y pateados allí arriba por otros guardias. El hombre lastimado en la frente le está contando al oficial la hoja de vida y su biografía completas, porque no tiene papeles que mostrar ni recuerdos para certificar el origen de su herida en la frente. El oficial le pide que vaya a su casa y se despiden como viejos amigos, mientras la pareja de novios advierte tarde la presencia policial y transforman el chapoteo en pasos rápidos, movimientos rudos de la cintura, susurros inentendibles, ademanes de mano quebrada y composturas de cabello. Todo se inmoviliza por el respeto que produce el paso de una carroza fúnebre, con sus acompañantes compungidos, pero vuelven a la normalidad enseguida que dobla la esquina el último arreglo de flores negras. Los agentes se percatan del cuerpo tirado decúbito dorsal del cuñado y piden auxilio inmediato a una ambulancia, mientras hacen varios disparos al aire por las dudas. El hombre ha vuelto a caer de rodillas, aprovecha que ahora hay personas a su alrededor, a lo mejor alguno de los de uniforme tiene respuestas; alza las manos al cielo, tira la cabeza pero la autoridad no tiene tiempo ni paciencia, le pide que se calme, que se levante, que vaya a casa. La operación dura algún tiempo, hasta dejar a la plaza limpia. Tres agentes se me acercan, revisan el documento de identidad, comparan la foto con mi rostro, me preguntan que por qué no me he ido, les respondo que me gusta la música que se toca en los festivales y la soledad de una plaza vacía; me piden que apoye las manos contra la pared en la que estoy arrimado, que separe las piernas; me rebuscan y extraen de mi chompa un paquete y sus rostros cambian, también sus acciones: uno me patea en las piernas y caigo de rodillas, otro me esposa, uno más se aferra de mi pelo y deja en la pared su firma con mi sangre; se acerca el oficial para preguntarme por el origen de la mercancía, le informo que la encontré tirada en un cesto de basura y lo estaba vendiendo para obtener algún dinero, le informo que por aquí todos fuman marihuana; me golpea en los riñones, se me va el aire y miro a la iglesia imaginando el delito que habrá cometido el que está dentro crucificado, rezo en voz alta pero la oración se corta porque una patada me rompe dos dientes. Cuatro me apuntan con armas automáticas, el oficial les ordena que me trasladen al centro de investigaciones especiales. Al fondo logro distinguir los ojos de los dos jóvenes debajo de la tarima; él sigue esposado y ella le abraza con una ternura enorme; me miran, ella alza la mano, me hace señas de despedida. En una esquina de la plaza, la mujer se baja el calzón, se coloca en cuclillas y comienza a orinar.
Es extraño. Deseo tercamente volver a la plaza en la noche, contar cuántas piedras se han movido, calcular si la potencia de los focos crea todavía las mismas místicas sombras, interpretar los muchos pasados que se quedaron esperando que alguien los recupere para la memoria, evaluar como han soportado las cosas muertas el contacto con las cosas vivas. La plaza y yo necesitamos de esa alquimia, volver a partir desde el tiempo exacto en el que nos quedamos: el tiempo habrá sido un juego cruel si nadie rescata la memoria de las cosas, de la plaza, la mía propia. Mañana seré libre de nuevo, en dos meses cumplo cuarenta años, el próximo viernes hay un concierto de música popular en la plaza. Llego todavía temprano, se escucha el escandaloso sonido de un taxi que cruza histérico por la calle lateral y se aleja devolviéndonos el silencio. Al otro extremo hay una tarima recién colocada, las piedras y el cielo están húmedos pero de todas formas habrá concierto.

 

 

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