Los sueños pudieron todo conmigo menos matarme, y yo solo quería morir. He amanecido asolado días y días, he pasado las horas de claridad atenazado por el recuerdo de cada escena devastadora de las pesadillas y me he acostado con una mezcla de hastío y pánico, como el reo que va montado sobre el último latido a la cámara de torturas. Me ha pasado que los sueños suelen salirse del territorio del subconsciente y cuando el día no es día y viceversa, todavía dormido, la razón se hiperactiva; el primer café mañanero, aquel que organiza la confusión nocturna en la mente de los transeúntes llanos, me sirve solamente como nutriente para la paciencia, que es la única virtud que me sostiene como humano.
Mientras sueño soy una veleta que otea lo que pasa alrededor mío y conmigo, en el día no logro diferenciar si lo que miro reside en mi humano mundo o es que de los sueños ya se escaparon novias, camellos, Dolores u olores. Cuando estoy despierto padezco la resaca de una orgía onírica pero, al contrario de las adicciones, mi voluntad no es suficiente para reventar este cascarón de musgos pétreos. Cuando me duermo aprieto los puños para sostenerme de cualquier sosiego cazado al vuelo y rezo cuanto sé para implorar a algún dios que me bendiga con la indulgencia del insomnio.
Cargado de mis ojeras violáceas llegué donde Mama Laura, un híbrido entre vidente, curandera, bruja, celestina, yerbera y sabia. Le dije –nunca se sabe hasta dónde ven sus ojos extraordinarios- que había sido peregrino de los expertos de todas las ciencias sabidas. Me dijo que lo sabía. Me pidió que le hable de mis sueños: relaté que no hay un patrón. Bueno, quizás lo que más se repite es que yo estoy siempre, unas veces perseguido, otras mirando, tocando, siendo violado, violando, atizando el fuego de la pira preparada para un ángel, moliendo pepas de café. Es indiferente cómo, quién soy yo, no se han encuadernado las historias, no ha registro, no tengo duda. No dejó que siga mi descripción, dijo que no quería oír la historia, me pidió que le cuente lo que siento: todo. Frío, calor, negro y cárdeno gamuzado, escozor , reflujo, miopía, miedo y enjundia, mareo, calambres, tedio y agotamiento. No dejó que siga la ruta sensorial, calló hasta que la noche bebió el último rayo de sol, pasó a la trastienda, se demoró hasta que comencé a sentir sueño y regresó a la habitación; me dio una botella que contenía un líquido denso verde y mandó que tomara un vaso antes de dormir, que dijera en la oficina que no iría a trabajar la semana entera, que tuviera alguien cerca siempre. Lo mío, dijo Mama Laura, era brujería de la mala, sería preferible que mis hijos no estuvieran cerca los siguientes días.
La pócima no fue peor que soñar ni los sueños fueron mejores, menos aún cesaron. Bajé libras o kilos por vomitar fluidos biliosos, por quedar vacío el estómago después de cada comida hasta que las tripas mugieron, sentenciadas. Esa fue la última vez que intenté que alguien resolviera por mí la violencia de mis sueños. Ahora me quedan dos vías: resignarme a vivir desgarrado o salirme de la vida por la primera ventana que pueda abrir.
Esta noche será la primera que duerma solo en décadas, mi esposa me dejó, lógicamente. Durante meses me han quedado pocas fuerzas para ser padre de cualquier manera, para ser esposo de cuando en vez, para ser hijo si acaso; están hartos de verme como una pesadilla, de que no responda, de que suelte gritos aterradores en el jolgorio del desayuno, que mis manos –mis garras- le despierten, ella está particularmente desgastada por no poder levantarse sonreída con los sacrosantos métodos del buen despertar. Me toleraron tanto cuanto me soportaron, de verdad que lo hicieron; fui para ellos más malo que el número de un circo de fenómenos, el peor esperpento vestido de incongruencias periódicas, pero a la vez un padre a quien quieren. Me quedan pocas certezas y me sobran los impulsos, aquellos que me empujan del agotamiento a la aprensión, transforman una caricia de mi esposa bien hecha y bien puesta en los hombros en unos dedos que quieren hundir las garras en el lomo de una bestia. Me mortifica no haber sido yo quien se fue cuando estaba atrapado sin remedio; pocas veces entré en la razón de que mi realidad humana de ciudadano se estaba descomponiendo, mas las veces que tenía una resolución definitiva para hacerle frente mi celador me atrapaba en el mullido sueño, dibujaba en el horizonte subconsciente una mañana de playa, con la familia hermosa de risas y yacía yo en aguas tibias: el oleaje dócil y persistente parecía entonces el único cómplice de un instante de paz. Pero si algo hacen bien las olas es reiterar: inevitablemente revientan contra la arena.
Las horas en el mundo de verdad tenían que ser de distracción, tenía que moverme entre la gente y sus labores con aparente normalidad para cuidar mi parte terrena, como una antítesis al desangre al que me sometían los sueños. Visitaba a mi madre los martes en la tarde, no iba al cementerio a poner flores a mi padre, hablaba por teléfono acerca de fútbol con un par de amigos, pagaba a tiempo las tarjetas de crédito, acumulaba méritos en mi hoja de vida. Todos los aspectos formales calificaban para que de mí se pudiera describir que soy un tipo normal. Mis virtudes no fueron suficientes con el seguro médico, frente al cual califique de asegurado sano a pesar de que disputé cada centavo y cada centímetro de mi tormento, contra el suyo que se asía a la falta de un diagnóstico médico creíble y contrastable. Los compañeros de la oficina me alentaban, gracias a ellos pasaba inadvertido de mis jefes, mantenía el trabajo, me aferraba al salario. Dejé de conducir, pedía a alguien que me acompañara a la estación del subterráneo para no errar en la ruta, usaba paraguas en las madrugadas limpias en las que escapaba de la cama. La pregunta de fondo, en cuanto al mundo real, fue reiterativa: ¿por qué los sueños se volvían tan intensamente carnales las noches en las que tomaba Lafigin y Flasimil?
En fin, me he negado todo lo que he podido a vivir en los sueños o a vivir de ellos, he tratado de encerrarlos bajo llave en el cajón de la mesa de noche, intenté capturarlos en atrapasueños debidamente cargados de energía extra por una mujer mística y áurea, les he encadenado a la almohada, les esperé agazapado debajo de la cama con una bodoquera cargada de dardos venenosos, he desarrollado unos procesos que me ayudan a diferenciar la endiablada ensoñación de la maldita conciencia, he tratado de encontrar en uno y otro lado de la mente algunos remansos, practiqué con mucho tino y sistema la dualidad de manera que dos personalidades se encargaran de sus zonas, la una de la sombreada, la otra de la asombrosa; me he lanzado con plena conciencia a la sima de la depresión para alcanzar el famoso ‘lo más bajo’ y he tocado el fondo con mis pies, manos y mejillas, he emergido violento y ansioso. Probé todas las combinaciones de alimentos equilibrados para la noche, todas las posiciones –de la fetal a la de faquir- en la cama, todas las técnicas de relajación; he leído tanto de religión cuanto de parapsicología, fumé marihuana cuatro veces en la noche durante dos semanas, me he acostado borracho como una esponja, corrí quince kilómetros antes de rendirme al agotamiento, he visto todos los programas de televisión sobre animales y todas las recreaciones de asesinatos, descansé la cabeza sobre la almohada en los páramos andinos y en las costas del Pacífico, en un hotel estrellado y en un bohío entre los murmullos de la selva que atosigan. Felipe, el amigo que escogí como hermano, diseñó en su computador un programa que buscaba vínculos y enlaces entre los sueños, que yo escribía todos los días –un poco como terapia otro por masoquismo- y se los enviaba por correo electrónico: decía que si encontraba el patrón de los sueños algún especialista sabría bloquear las neuronas que tanto me han fastidiado la vida.
Los sueños siguen intactos. Cada vez que me rindo se fortalecen y cuando peleo contra ellos crecen. Tengo la impresión de que hace un par de semanas me corté la venas de las muñecas, pero me miro con atención y tengo la convicción de tres heridas, una seguridad que sucumbe cuando aparecen ocho cortes pero en esa visión mi piel tiene espinas en vez de vello, luego trato de anular la posibilidad de que mis sueños tengan pesadillas y curo rápido las heridas, el número que sea.
Mierda, ¿de dónde vienen? ¿Es que mi cabeza está podrida? Leí tantas explicaciones lógicas que todas las teorías han perdido la razón y todos los argumentos que las defienden son perturbadores, nadie ha tenido la capacidad de encontrarme en mi laberinto y a veces han buscado en grupo, ninguna máquina de esta nano-era logró registrar un desorden siquiera, la abuela de mi mujer ha rezado suficientes rosarios como para pavimentar el camino al cielo por el que peregrine un regimiento de impíos. Me queda la claridad de que ningunos ciencia humana ni dogma divino saben dónde están los sueños, qué extraños artificios concuerdan en el acto creativo de abundantes imágenes inconexas o retorcidamente ordenadas o carnalmente fieles. Las peores jaquecas de mi vida fueron en realidad un sobrecalentamiento porque sometí a mi mente a requisas, he armado controles de aduana en los neurotransmisores, cuando fue necesario he bebido dosis animales de energizantes para husmear atentísimo las reacciones atómicas del cerebro.
Ayer soñé que las paredes de la habitación se bañaban de una pintura espesa color ocre. La verdad es que siempre han sido de ese color, ahora que estoy despierto lo sé. Pero no sé si estoy despierto o he despertado los sueños, que han saltado de la cama para hacer lo que bien saben. No creo que sea un sueño, lo sabría. Puedo mover mi cuerpo conforme mi mente decide, alcanzo el vaso con agua que está en la mesa de noche, bebo el contenido que está tibio. No pasa nada. Menos mal, estoy despierto, las paredes son de color ocre y tengo las sensaciones ya familiares de hastío y miedo, esa es una buena señal. Pero no entiendo por qué están las prendas interiores de mi esposa sobre la cama, todavía tibias, si ella no duerme conmigo desde este mismo día; seguro las olvidó y quien las ha calentado he sido yo, ha sido mi cuerpo como tantas veces, son mi poros que exudan, soy yo quien atemperó en grados confortables esas prendas que no tienen por qué estar sobre mi cama, a menos que haya cruzado el límite y haya aterrizado de emergencia en el mundo gelatinoso y distorsionado de los sueños.
Tengo una pereza enorme de vivir.
Ya es tarde.
Debo dormir.
Hasta mañana entonces.
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