No hubo manera contra los nervios, ahí no, fue irrelevante si en los momentos previos a montarse en la tortura se intentó condimentarlos con la miel de las charlas -de diversa profundidad- sobre la lógica de todo el asunto ni tampoco la sal de risotadas que saltan como un acto reflejo, tampoco la oliva de leves susurros de rogativas protectoras, la pimienta de conocimientos de aerodinámica, el orégano de risitas que saltan en vez del llano, el agua en circulación de rezos con rosario, la albahaca de música por los audífonos umbilicales, el curry de ejercicios de control mental y respiración estomacal y peor aún el ácido de las noticias releídas del periódico.
«Please, fasten your seat belt”. Todo lo anterior sucedía a la puerta de la tortura de volar y esta última frase, gangueante y opaca, cerró definitivamente la compuerta al pasado, se hicieron borrosas las letras porque el alto ronroneo de la potencia de tres motores se entretuvo en ocuparlo todo, incluso los nervios. Por la ventanilla -una de un avión es todo lo pequeña, incómoda y antifuncional que se haya inventado- vio la pista negra. Algo de verde en la línea superior de la ventana. Estaba encerrado y así permaneceriá las siguientes horas.
Sintió que el avión vibraba, crujía, se retorcía y notó que el piloto decidió soltar los frenos y desatar ese tránsito desquiciado hacia la conquista del cielo. La vocinglería disminuyó a nada o el ruido aumentó a todo, su libro de metafísica se cerró en la página 88, se santiguó tres veces, adelantó la cabeza y giró a la izquierda para divisar un resquicio de pista, por la ventanilla, que pasó alucinante. Reclinó la cabeza sobre el asiento, cerró los ojos y sus pensamientos se movieron a la misma velocidad que la nave. «Estos aparatos vuelan por pura magia», se dijo; se repitió, se repitió…
Le atemorizaba esta esencial muestra de alquimia, de magia, de lo suprarracional, de semejante cantidad de fierros desprendiéndose del suelo y peleando contra los primeros metros de cielo, que se resistían a recibir al avión en despegue; la potencia antigravitacional contra la fuerza de la gravedad. «¿Cómo se llama la ciencia que estudia esto?», se preguntó y no se respondió, porque las preguntas no van junto a las respuestas cuando una persona está en vuelo; todo sucede a la velocidad neurótica del despegue: a veces son afirmaciones divorciadas, otras suposiciones definitivamente solteras, teoremas sin hipótesis, piezas aisladas de pensamiento que no rompen sus cabezas para ajustarse al racionalismo. Se superponen en desorden, asustadas, y ya. Nada puede quedarse quieto.
Abrió los ojos y miró de nuevo a su izquierda, por la lejana ventanilla; las casas que se empequeñecían, el final de la ciudad, los campos agrícolas dibujados con regla y pintados con crayones escolares, las montañas trazadas a mano alzada, una carretera que serpenteaba; sus manos rasgaban la tela del asiento, tensas todavía. Reclinó otra vez la cabeza contra el asiento cuando sintió un dolor molestoso en el cuello. Le provocó placer pensar en su destino -la lejana Estambul, vía Madrid- pero le molestaba el lugar que le asignaron, 14 F. Le molestaba mucho tener que volar. Le contrariaba no tener nada debajo de los pies.
Los avisos luminosos de «Fasten seat belt» y «No smoking» se habían apagado (una parte del peligro pasó) y ahora podía concentrarse en dos actividades que llamaban con urgencia su atención en este inicio del tránsito aéreo: inventariar a sus vecinos de cabina y leer. Pensó que asignar categorías a los pasajeros era un acto estratégico de supervivencia. Había decidido no preocuparse de quienes habitan más allá de los pasillos -a los lados- y limitó su estudio en los desafortunados, como él, de la fila del medio, los esclavos de “intrapasillos”. Su lugar estaba cinco filas atrás de donde descendería, en el futuro, una pequeña pantalla de video, pero que en ese momento todavía era un armario abierto para colgar chaquetas y abrigos. Descartó también del campo de análisis las filas uno, dos y tres –las califica de «amenaza lejana de segunda instancia”-. La cuarta sí merecía cuidado. Y mucho: allí comenzaba el espacio de un grupo de turistas franceses que se tomaron la primera ronda de cervezas antes de que el piloto se ajuste su seat belt. El estaba, juicioso, sitiado, porque había más del mismo grupo de gandules a los lados, y atrás dos filas. Primera conclusión: «Soy un lunar sudamericano que apareció en un rostro francés». Todos estaban en parejas, menos uno, asignado al asiento de delante suyo, quien seguramente era el guía, porque no bien se apagó el aviso de «Fasten seat belt«, asentó las rodillas en su puesto en vez de las posaderas, como habíamos hecho todos, y empezó a arengar a la horda gala; se negaba a parar de hablar, como un general que no temía a las huestes enemigas, pero sabía que su única arma era la arenga verbosa. Profesional en eso el joven.
Algunas eran rubias bonitas y otras teñidas y feas; una morenas pasables y otras de rostros agrestes; gordos todos feos y demasiado simpáticos, flacos ojerosos, canosos y apáticos, todos hablando en ese idioma de asmáticos a ritmo de bolero; no había mejor muestra itinerante de la «ciudad luz». Cuando el avión rozó los 18 000 pies de altura se inició una cháchara de proporciones, chacota bulliciosa, relajo monumental, chanzas de escaparate. Él tenía algo de suerte, porque cuando comenzó a molestarle la falta de tranquilidad para enfrentar el capítulo Trascendencia de los Templarios, en la página 88, aparecieron las azafatas con carritos de breakfast. La bandeja llegó con huevos revueltos que para ese momento se habían enfriado como consecuencia de transmisión térmica de un jamón casi congelado, pan duro, mantequilla con sabor a resina, uvas pasadas por desinfectante y café con el único y asombroso sabor a cáscara que adquiere a estas alturas del firmamento. Cubiertos empacados a prueba de niños, y de adultos.
Y no, los franceses no se callaron ni para comer, pidieron vino para acompañar el desayuno (es comprensible que no quisieran café), y prendieron cigarrillos para fumarlos en el área prohibida: «El poder de las mayorías; ¡viva la democracia!», piensa, sin mucho entusiasmo. Y sí, maldice el asiento 14 F, pero se sorprende al darse cuenta que el relajo le hizo olvidarse del miedo.
Cayó en cuenta que brotaba ahora la fobia del encierro que le obligaba a tomar la revista marsupial que está cerca de sus rodillas. Se paseó por unos artículos insípidos, hojeó publicidad, soñó con el mapa a doble página de las rutas de la compañía y terminó emocionándose con la cartelera cinematográfica de abordo; iban a proyectar un buen drama y una cinta cómica, como para relajarse, si no le ganaba el interés por la metafísica o si no era presa del secuestro de Morfeo (que es más o menos lo mismo). El dolor molestoso en el cuello persistía.
Sueños de perro, alrededor estaban unos seres percudidos, malolientes, mal alientos, vagamundos que acuerdan viajar en cantidades que les dé el poder suficiente para apoderarse incluso del aire que respira. Los pequeños orificios del techo de la cabina que provén aire acondicionado está abiertos al punto que su piel comenzó a ponerse morada por el frío, pero la hipotermia era una opción que prefería a su derrota de minoría étnica sin voz ni voto ni existencia. «¡Viva la fétida mayoría!», arengó para sí, con menos entusiasmo todavía. La pantalla de cine había bajado y no para transmitir una de las películas sino para mostrar la posición del avión: rumbo al Mar Caribe, 29 500 pies de altitud, hora de puerto de salida, hora de puerto de llegada, tiempo de vuelo. Era como rezar un rosario: mientras no se ha llegado a la mitad de las cuentas todo es tortuoso, pero es un alivio cuando se ven las pepas de la mitad hacia el final.
Le gustaban las piernas de una azafata encargada de su zona, le gustaba la sonrisa -que es de las que se pone y se quita-, le gustaba el sujetador que se dibujaba dentro de la blusa blanca. La odió, le pareció desabrida, incolora, con exceso de maquillaje, porque el guía del grupo de irreverentes le sueltó tres lisonjas -que no entiende-, le hizo sonrojarse y el resto del grupo soltó carcajadas grotescas. Le disgustaban las piernas de una azafata que actuaba, para mala suerte de ella, en su zona, donde se malvivía las reglas de la algazara turística.
Hubo una vuelta más de esas pequeñas botellas de vino con marca que solo se encuentra a más de 29 000 pies de altura. Ya nadie a su alrededor estaba sentado, se alentaban para rebotar en los asientos, lanzarse almohadas y cobijas, fotografiarse los de adelante a los de atrás, los de atrás a los de adelante, los de la derecha a los de atrás junto a los de la izquierda y hasta él tuvo que disparar una foto al tumulto reunido en menos de 30 centímetros cuadrados: se encargó de que solo aparezcan en cuadro codos, hombros, cabellos, zapatos, manos (una mano está desesperadamente asida de un seno), marcas de camisa, botellas, blue jeans recién envejecidos. Lo obtenido, colgado en una galería en París, podría titularse «La venganza de las minorías oprimidas», planificó, mientras decidía qué hacer con esa sonrisa que se le quedó acalambrada en la cara tras el jolgorio fotográfico. Logró escabullirse de todo abriendo nuevamente la página 88 de su libro, donde comienza el capítulo Trascendencia de los Templarios. Asumió una posición relajada, reclinando el asiento, y logró aislarse de los destemplados alaridos atmosféricos por unos segundos, hasta que alguien puso un codo sobre la cabecera de su asiento y le apretó los cabellos, que se arrancaron cuando reaccionó por el dolor y provocó que el autor del “cabellicidio” se desvivía en disculpas que él soponía, no entendía. Solo logró recordar haber escuchado en alguna película una palabra que en fonética española debía escribirse «excusemuá». Y se puso nuevamente la sonrisa conciliatoria, y tenía que volver a decidir qué hacer con ella luego de aceptadas las disculpas. Abrió su libro en la página 88, Trascendencia de los Templarios, y lo volvió a cerrar para intentar aislarse por completo, por la vía del contacto umbilical de sus audífonos con el control que estaba en el soporte del brazo a la izquierda de su asiento: Canal 1, música tradicional española; Canal 2, Español (para la película); Canal 3, Inglés (para la película), Canal 4, música instrumental; Canal 5, pop. Nada que escuchar. El aparato que llevaba consigo sí tenía algo que le servía y lograba ensimismarse gracias a la ayuda monumental de Catedral de Al Di Meola. Esperó repetir la sensación con la lectura de Trascendencia de los Templarios, página 88, ensayo que fue truncada por la espuma de cerveza que cayó junto al nombre del capítulo, con destrozos que incluyeron su pantalón (y que mancha su paciencia), para regocijo de los actores de la orgía aérea. (La pantalla se le acercó vertiginosa violencia, el espacio entre asientos se achicó, las luces de «Fasten seat belt» se prendió y emitió rayos intermitentes, del orificio del aire salía un vapor lila, los franceses crecieron hasta chocar sus cabezas contra el techo, sus rodillas se aprisionaron contra el asiento de adelante, las azafatas aparecieron con traje antiradiación, por sus audífonos se oyó los cantos gregorianos de los monges de Santo Domingo de Silos, se abrieron las puertas del equipaje de mano como nado sincronizado y saltaron calamares de tentáculos multicolores ; apagó su equipo de música portátil con harta desesperación, cerró el libro en el capítulo de Trascendencia de los Templarios, página 88, respiró profundo varias veces, se calzó la sonrisa de buen vecino y tuvo que volver a pensar qué hacer con ella después de aceptar los insistentes excusemuás de la concurrencia). «Carajo», pensó; calculó que estaba cerca el aterrizaje en el aeropuerto de Curazao para abastecimiento y analizó la posibilidad de solicitar una reubicación; aceptaría incluso estar con la minoría de leprosos modernos que son los fumadores. El dolor molestoso en el cuello no se iba, pero tampoco se quedaba por completo.
En esos cálculos estaba cuando el capitán de la nave anunció, en español de España, que estban en las tareas de aproximación para aterrizar en el aeropuerto de Curazao, que se detendrían 45 minutos, que llevaban algo de retraso por lo que «…se solicita a los pasajeros permanecer dentro del avión». Protestas, rechiflas, ¡buuuu!, etcétera. Habían aterrizado. Aparecieron las azafatas con sonrisas doble, ofrecieron bebidas y licor; la de su zona volvió a tener buenas piernas y volvió a perderlas, porque el guía insistió en un flirteo que fue recibido como botín de guerra por sus guiados. Él aprovechó la oportunidad para salir del medio de la fila y gastar zapatos en el pasillo, prefería quedarse de pie junto al baño, que de hecho lo usa para lavarse la cara y las manos. Puede ser un excelente espectador del circo parisino y le pareció divertido. Desde lejos. Desde lejos.
– Tiene un grupo alegre-, le dijo una voz femenina abajo, a la izquierda.
– No es mi grupo, yo vengo solo-, respondió y odió a la mujer que le ha confundido con ésos.
– Si no me equivoco, usted está sentado en la mitad del grupo.
– Castigos del destino, respondió cortante.
– Si le molesta tanto, ¿por qué no se sienta por aquí?, descubrió que tenía un acento colombiano.
– No es mala idea.
– Por lo menos aquí queda un espacio sin sobresaltos.
– Perdone, le empuja con delicadez una mano, que se transforma en un cuerpo que entra en la fila, esquiva con acrobacia y contorsión a la mujer a quien pertenece la voz y se sienta junto a la ventana.
– Siga usted.
– Es mi hermano, dice ella.
– Mucho gusto, soy Lorenzo.
– Mónica. Él es Diego.
– Hola. ¿Qué les lleva a España?
– El matrimonio de mi hermano. ¿A ti?
– Escala, voy a Estambul.
Conversaron de todos los temas posibles que rondan en los pasillo de un avión, sosos gemidos de una agonía lenta; acordaron que se obraría el milagro del cambio de asiento y les interrumpió el piloto. Cetrina invitación del piloto para que volvieran a sus asientos por la etérea vía de los altavoces. El asiento 14 F estaba ahí, no se había movido; hacia allá fue como pudo, la pesadez de los pasos era la del reo rumbo al cadalso y cada vez era más lento, el caminar del condenado rumbo a la picota. En cuestión de minutos una horda de caribeños lo saturaron todo. Se levantó de su asiento, miró con la esperanza de que estuviera libre el lugar junto a Mónica, escudriña el panorama, ella alza los hombros y hace una mueca; y una negra, medusa de miles de trenzas rematadas por los colores del arcoíris, ocupó el sitio libre, vio a los dos, no entendió nada y continuó con el rito de ubicar las cosas en su lugar y su propia abundante humanidad en el limitado espacio del asiento.
Regresó en busca de la salvación umbilical a través de los audífonos de la mano de Al Di Meola, reclinó la cabeza sobre el asiento, cerró los ojos y la nave repitió la procesión del despegue, inmediatamente se reabre el circo francés; los payasos, contorsionistas y animales salvajes volvieron a mostrar impresionantes aparatos dentales, mientras las azafatas pretendían robarles la atención para demostrar el uso de los equipos de emergencia en caso de despresurización de la cabina, de los chalecos salvavidas debajo del asiento, de las puertas de salida de emergencia. Volvió a sentir la ventilación demasiado fría, le atrajeron la atención azafatas nuevas de feas piernas y con demasiados años para fantasías espaciales, se perdió por unos segundos en el azul en el fondo tan cielo como tangible, que está dibujado en el rectángulo de la más cercana y ridícula ventanilla.
Bueno, debía poner orden en las cosas, porque de ahí para adelante tenían nueve horas de viaje sin parar. Abrió el libro, con decisión, en el capítulo de Trascendencia de los Templarios, página 88, y comenzó a leer el primer párrafo, de nuevo. Tantas veces lo ha hecho que ya no está de acuerdo con la estructura de las oraciones. Al fin logró cierta concentración entre la música a todo volumen y lo interesante que se puso la historia. De reojo se enteró que nuevamente estaba visible la pantalla con la información del vuelo y que la algarabía gala no se había detenido por nada del mundo. Esperó que las circunspectas sobrecargos les proveyeran de suficiente licor para que caigan vencidos por un coma alcohólico aunque, al ritmo que iban daba la impresión que no tenían límite; resultó que entonces decidieron bailar un ritmo extraño y toda la fila de asientos iba hora para adelante y hora para atrás; era tan contundente el caos que inclusive las letras del libro se unieron a la jarana, hora para adelante, hora para atrás.
Estaba furioso, retiró los audífonos de sus orejas, se puso de pie de un salto y regresó para mirarles a los ojos y cantarles tres verdades a los irrespetuosos, pero su rabia ígnea se enfrío un poco debido a un tropezón con los ojos solidarios de Mónica, quién devoraba pasillos. No iba a lograr enfriar su arrojo de manera que, luego de varias contorsiones, llegó al pasillo y salió desesperado hacia atrás, corrió para pararse frente a Mónica y quedarse en completo silencio, por entonces el único ancla viable a la cordura. Ella dio media vuelta y fue a su sitio, se sentó, tomó una revista en las manos y no levantó la vista nunca más. Él se quedó en el medio del pasillo, con la desubicación más radical del espacio aéreo internacional, se sintió estúpido por estar de pie en ese sitio tan poco concreto y como un megalito cuyo ese es una enorme cara de bobo –de hecho, un pasajero, presumiblemente árabe, hizo una mueca de gozo como final del desplante que le desgarra-. Para salvar en algo la desazón fue con pasos cortos y rápidos al lavatory. Pero estaba ocupado; esperar junto a la puerto del baño era, en ese momento, el mejor refugio de todos. Salió del baño el guía de los franceses, le regaló dos palmadas en el hombro. Él entró casi empujándolo, se lavó la cara, se lavó la cara, se lavó la cara, se lavó la cara hasta quedar casi sin cara. Estaba harto y eso le tenía cansado, se sentó sobre el sanitario de puro cansancio y trató de relajarse, hasta que sintió humedad en su trasero, el anterior usuario -y quien sabe cuántos antes-, no levantó la rueda para orinar y lo hizo con pésima puntería; tres horas después de cualquier viaje los baños de los aviones son peores que los de los estadios de fútbol. Bajó la tapa del inodoro, se sentó y se tomó la cabeza, cogió su mente, la choca contra el espejo, regresa a mirar por la escotilla; se paralizó, sintió que su cerebro cráneo baja sinuoso sosteniéndose del papel higiénico, retuvo el vómito frente al depósito para arrojar toallas sanitarias y sacudió la cabeza (el cerebro recién estaba regresando a su lugar). Se puso de pie, se lavó la cara, se lavó la cara, se lavó la cara, se lavó todo rastro de rostro, se secó con las toallas de papel, pero un trozo se adhirió a la quijada, sin que lo note. Debió haberse demorado algo más de lo normal en el lavatory porque cuando salió miró atónito que había sido servido el almuerzo y todas las mesas estaban bajadas sobre las rodillas de los bulliciosos: entrar en esas condiciones al asiento 14F era llanamente imposible, a menos que los turistas hubieran tenido la creatividad y la voluntad de dejar sus asientos con las bandejas en las manos; era una posibilidad estúpida. De todas maneras, intentó explicar su plan mitad en inglés y mitad en español y la respuesta fue de consenso: carcajadas. En ese momento no supo qué hacer con la sonrisa de culpable que le quedó marcada en el rostro y no le quedó otra alternativa que esperar de pie en el pasillo, intentó adquirir un gesto altruista y habría parecido que los empleados de vuelo de la aerolínea entendieron que alguna necesidad soportaban los pasajeros y que ese caballero tan solidario les hacía caer en cuenta; aparecieron, por los dos extremos del pasillo, carritos con bebidas a toda velocidad. Estaba rodeado, estaba como un imbécil al que nadie hace caso, aunque Mónica entonces sí le mira con condescendencia. Finalmente, el guía del grupo de franceses, el mismo de las palmadas en el hombre antes de entrar al baño y el mismo de la poca puntería en el sanitario se apiadó del bochorno magnífico que estaba cometiendo e intervino para que ingrese a su asiento ecuatorial. Lo hizo estoicamente pues el grupo de turistas se dedicó a abuchearle. Pero no había alternativa, tenía una cara de verdadero terror porque los coches de la bebida cerraban sus tenazas y veía cerca el colapso.
Obviamente, debido a la tardanza tenía una tasa de café entre las manos pero nadie se acordaba de sus alimentos, por más sintéticos que fueran. Hizo un esfuerzo con el brazo hacia arriba para pulsar el botón de atención de las sobrecargos y solicitarlo expresamente, los vecinos le miraban como un espécimen catalogado de un zoológico excéntrico de un país del tercer mundo. Él se sentía igual.
Pasó el tiempo, tenía la bandeja del almuerzo todavía en la mesa, la película había comenzado, los turistas franceses estaban más cansados –de hecho, el que está a su derecha le contó la historia de su vida y luego cayó rendido por coma alcohólica. Suponía que era la historia de su vida, no entendió nada. El vencido, hermanado por aquella larga, cansina y aparentemente trascendental confidencia, se tiró a dormir sobre su hombro. Pero era de los dormilones babosos, con aliento fétido y alguna obstrucción en el sistema respiratorio. Es decir, tenía muy cerca de oreja una sinfonía gangosa y húmeda. Bueno, no había salida.
Cuando el mapa de la pantalla, que reemplazó a la película que sobresalió por sosa, registró la entrada del avión a la península ibérica, sus párpados se pegaron las condiciones atmosféricas castigaron a la nave con hipos y estertores, que pusieron a punto los nervios de los pasajeros. El que está dormido sigue en lo suyo y en el pasillo pareció el hermano de Mónica, quien le invitó a cambiar de asientos. Diego se instaló cómodo en el 14 F, el vecino de la derecho fue a reclamar el hombro pero se encontró con un empujón que le mandó la cabeza hacia el otro lado. Ocupó el sitio de la transacción junto a Mónica, quien está luchando por despertarse. Ella le dice cosas muy bonitas sobre el mundo, habla, habla, habla, habla y habla. Tanta palabra, llegada de boca tan linda, le arrulla. Solo se despierta cuando Mónica le golpea con el codo y le informa que están a punto de aterrizar, que debía regresar a su asiento, con un gesto definitivo de impaciencia. Además, todos ya habían comido, otra vez.
El 14 F volvió de inmediato a la normalidad, es decir, a turistas franceses que coreaban largos olé al guía, que representaba en el pasillo pases taurinos extremadamente mal hechos, aprovechó su paso al asiento para hacer uno que fue vitoreado especialmente y agradeció con unas venias pomposas que la afición aérea agradeció con algarabía. Él no, era la nonagésima humillación. El último olé se superpuso al anuncio de «Fasten seat belt» y una voz cálida que resultó insuficiente y obligó a las sobrecargo a intervenir personalmente para lograr que cada uno de esos trogloditas se sienten y usen los cinturones de seguridad. Estaban por aterrizar en el aeropuerto de Barajas, en la ciudad de Madrid y la voz del parlante pedía que permanezcan en sus asientos hasta que el avión haya detenido completamente la marcha y que había sido un placer para la aerolínea haberles servido y que esperan con verdadera pasión que vuelvan a utilizar sus servicios. Seguro que sí. El dolor molestoso en el cuello era inmanejable.
Sintió el sacudón de la nave cuando abrazó el negro asfalto de la pista del aeródromo internacional. Sabía que debían pasar algunos minutos antes que el avión llegue a la puerta de desembarco e intentó, como un acto de heroísmo postrero, seguir el hilo del tercer capítulo del libro La Trascendencia de los Templarios, página 89. A pesar del pesimismo con el que abrió el libro logró avanzar media página y se dio cuenta de lo interesante que estaba poniendo el tema, de una narración fluida, del buen uso del lenguaje por parte del autor. Pero ya el avión había detenido la marcha; lo supo porque uno de los turistas de su lado fue vencido por el peso de la maleta de mano, que impactó contra su hombro y originó la consiguiente dosis de disculpas pedidas en un idioma que entendía cada vez menos. Prefirió ser el último en salir, lo mismo que Mónica, la siente a sus espaldas preguntándole por su destino.
– ¿Dónde vas a estar en Madrid, Lorenzo?
– Creo que voy directo a un sanatorio. Ella ríe de buena gana y le acaricia el hombro.
– Eso pasa, hombre, no te pongas así.
– ¿Dónde vas a estar tú?
– En este papel anoté la dirección y el teléfono. Voy a estar quince días aquí. Seguro que me voy a aburrir, pero me encantaría aburrirme contigo.
– Te llamo, pierde cuidado.
Salió momentos después y se dirigió a la ventanilla de migración. Sabía que volvería a ver a Mónica en la banda del equipaje y se apresura a copiar la dirección del hotel donde se alojará para entregarle a Mónica. Lo hizo en el mismo momento en que un ser absolutamente hostil dice «Siguiente». Le habrá visto cara de narcotraficante o algo que se le parezca –en realidad, bastaba con que supiera su origen sudamericano-, llamó al supervisor y luego al superior de este; le ordenaron entrar en una habitación contigua a las ventanillas de migración.
– ¿Tenéis algún otro documento de identidad?, le pregunta un ente con traje militar.
– Sí, señor, mi cédula de ciudadanía.
– Enseñádmela.
Y le da tantas vueltas que la foto proyecta los ojos de una persona mareada.
Persiste ese molestoso dolor en el cuello, el pantalón apesta a cerveza y la camisa sigue húmeda y maloliente.
Le devuelve los documentos, le explica que en España solo conocen el apellido Venegas con v y no entienden por qué el suyo comienza con b labial, le pidió disculpas, selló el pasaporte, le invitó a recoger las maletas.
Fue por su equipaje, solo quedaban tres de los turistas franceses blasfemando frente a la banda sinfín y tres maletas que giraban. Se aterró porque los compañeros de vuelo tomaron todas las maletas y la banda se quedó en negro.
Se sentó en la banda que se había detenido. Apretó el papel con la dirección de su hotel y lloró. Pero muy poco.

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