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Padre Bernabé

Antón. Antón y Segundo. Y por ahí, también, siempre de espaldas, Magaly. Magaly -tan de ida del mundo- erró desde jovencita y sigue equivocada ahora mayorcita; provoca burlarse de ella porque avanza de espaldas a la vida, claro que sí. Bendito trío. Antón, Segundo y Magaly. Magaly, Segundo y Antón. Nadie puede ser más ellos.
Segundo carga un fardo violento, casado como estuvo con la milicia y combatiente como fue de la gloriosa defensa de la integridad territorial patria durante la guerra del cuarenta y uno. Tenía diecisiete años y se fue a la frontera osado, armado con un fusil Mauser  sin munición; llegó con cierta graciosa insolencia al frente de batalla, que era en realidad la retaguardia porque quienes atacaban penetraban como deslizándose dentro de la virginal integridad territorial de la patria y quienes estaban al frente para detenerlos no se detenían de ninguna manera en una retirada en la que las únicas explosiones que se escuchaban eran las de los pasos contra el suelo; Segundo corrió mejor que todos. Fue condecorado por su valentía, le pusieron bronce en el pecho porque había que sostener sobre todo el honor del regimiento y reconocer las buenas mañas para la huida (huir bien, alguna vez será materia de estudios para los novatos, pensaban los recientemente vencidos generales); también fue ascendido. El honor de portar la medalla bronceada en el pecho y dos palas plateadas en los hombros le valió lo que una maldición: Cabo Segundo Segundo Tapia; es decir: «¡Rango!», «Cabo segundo, mi teniente». «Nombre», «Segundo Tapia, mi teniente; maldición, mi teniente». Maldición porque ser el primero: ¡nunca!, seguro, ni tampoco todo lo que puede seguir: el tercero, el último, que por último también tiene sus ventajas. Los compañeros de armas le decían “el que viene”, le tocó ser el que viene después del primero, el que viene después del líder, el que viene después del que obtuvo la mejor puntuación, el que viene del mejor. En la familia el mote era “mi sub”, por debajo, para completar.
Magaly portaba también sus condecoraciones, pero se las habían puesto como corona o como banda o como cetro, en vez de medalla; Estrellita de Navidad, primer puesto en el Segundo Concurso Nacional de Oratorio, Reina de sucesivas kermeses, Señorita Deportes y la Moza Galante de las fiestas patronales del colegio La Inmaculada Concepción. Centro de atracción siempre, como centro de mesa u ofrenda floral o sirenita de Lladró. “Bonitica” le decían el cura confesor y las monjas, los chullas y las chulas que salían de los despachos con sus trajes nuevos de a real y las cholas con las canastas llenas de la compra del día, el abuelo desocupado y medio díscolo, y el guambra que pateaba piedras en la ruta al colegio. El cura repetía “bonitica” bastante seguido pero en privado: a él Magaly nada más le mostraba los tobillos y las rodillas en el extramuros del confesionario. Cura es cura y Magaly la “bonitica”, le mostró el futuro que veían sus ojos y el cura se lo robó cuando le alzó el vestido más arriba de la cintura. “Bonitica”.
De Antón se sabe poco y se chismea mucho. O es prieto o es curtido, no importan los elementos que intervinieron para tiznar el rostro, el cuello y los brazos, es cada vez más difícil seguirles el rastro ahora que el calendario ha dejado caer la mayoría de las páginas; la vida ha dejado ir una parte respetable de las piezas de la dentadura, también. Llegó en algún momento a la ciudad y se dice con frecuencia que de los oteros cerca de algún poblado montubio donde cuidaba del ganado encaramado sobre la montura de cuero y encima de un runa de poco porte pero muy perspicaz para oler el cercano constreñir de la fría largura de la “matacaballo”. Llegó para tareas poco monásticas a la ciudad: fue matón de algún político avispado, se presentaba como miembro del equipo de seguridad personal del tal. Repartía puñetes al mentón, patadas a la canilla, codazos a la nariz y tascadas a las orejas; recibían en sus mentones, canillas y narices los opositores del jefe, los que se interponían en su destino de patriota. Llevaba sostenido de la correa, en la espalda, un revolver de calibre veintidós que no había usado nunca y en el bolsillo una navaja de hechuras toledanas con la que sí se había dado gusto.
Antón, Magaly y Segundo.
No viene a cuento saber cómo cayeron en desgracia o en qué esquina se les rompió el hilo de la cordura, lo que tienen en común es que les sucedieron las dos cosas. Se encontraron en la celda de los alienados y se identificaron como iguales y también es irrelevante saber qué extremas diferencias se juntaron al final del círculo de la lucidez, en el solaz de una solidaria complicidad.
Hablaban poco, el régimen era de los sobreentendidos: un reojo, dos murmullos, tres blasfemias, cuatro chasquidos. Los tres se recogían al menos diez horas al día en el rechino de las bancas de la porciúncula del manicomio, incluso en fiestas de guardar. A una señal, que pudo haber sido un tropezón o un silbido o una gorra mal puesta lo mismo que una castañeta, juntos evadieron las enormes puertas de roble viejo y siete picaportes.
Esa primera noche fuera del manicomio se sintieron atrapados por la libertad, durmieron piel contra piel en el portal del templo todo el cuadringentésimo nonagésimo nono. Despertaron; a una señal, que pudo ser un gruñido intestinal, estuvieron de acuerdo en el siguiente paso: el sacerdocio; la Magaly también quería ser cura, no monja, de espaldas al mundo como vivía. Formaron un fila al frente de otras enormes puertas de roble viejo con siete picaportes para llenar la solicitud antes de los maitines; es posible que haya sido más temprano. Otro hombre se coló en el cuarto lugar de la hilera.
El cura párroco que hizo siete veces clic para salir no quiso mirar la oscura columna formada en la puerta, abandonó la iglesia antes de los maitines con la prisa que llevan los portadores de la unctio in extremis aunque no había penitente agonizante a la vista; a su vuelta tampoco había agonías pero seguía la prisa in extremis, entró con el apuro de quien se ha atrasado para saludar a la concurrencia que espera una señal de la cruz donde colgar sus miserias. El cura párroco estaba remordido con el murmullo de los que estaban afuera: «queremos hacernos curas».
Por entre los pilares del convento y las espaciosas naves de la iglesia corrió serpenteando la noticia de que fuera de la iglesia había postulantes a sacerdotes en fila, tropel entre el que se contaba una mujer. La respuesta a la inmediata llamada al obispo les tranquilizó, no había que dejarlos entrar por nada del mundo, son vagabundos, miserables, solo Dios podrá aceptarlos en el reino celestial porque ellos no los recibirían en su complejo místico, bastante tenían con lidiar a diario contra la presencia obsecuente del innombrable, solo debían recordar la página negra en la historia de la orden cuando, dos siglos atrás, al padre Bernabé, de quien se decía que se le había salido la razón por entre los ojos cavernosos, se le dio por atrapar esas almas harapientas para que colaboren con el ejército de salvación del Señor, con resultados ridículos, habría dicho el obispo. Ni muertos repetir 200 años después otro capítulo de la historia del padre Bernabé y los mendigos.
El trío tenía claro su camino, quizás era la única luz que se habría camino entre las entendederas. El sacerdocio como redención de la cobardía del cabo segundo Segundo Tapia. El sacerdocio como purificación de las muestras gratis de tobillos y rodillas y rabadilla que repartía Magaly. El sacerdocio como perdón por los mentones, tobillos, narices y orejas dado a Antón.
Los curas del templo se cobijaron en las sombras del coso religioso y cuando debían salir por esa puerta, la grande de viejo roble y siete picaportes, no eran más que suspiros, aleteos de sotanas. Pero ellos, los de la columna, no se iría hasta que fueran investidos.
Como sacerdote, Magaly vestiría un largo camisón, que se ajustaría a la cintura con alguna fibra que provea natura, la sotana le cubriría rodillas y tobillos por los siglos de los siglos, amén; de noche o de día, diez o quince horas, estaría de rodillas a un lado de la puerta hasta que le dejen hacer votos. Las oraciones eran muletas para Segundo, que no soportaba más el fardo de violencia, el pesado pasado de cobardía. Ordenado como sacerdote cargaría el mismo peso pero lo llevaría en silla de ruedas, más fácil de manejar, mejor manera de ir y venir por el mundo, más rápido para huir; tenía en su entendimiento que el perdón divino eran las ruedas de esa silla móvil. A Antón se le había quedado esculpida la risa de su caballo runa pero sentía que tenía la misión de apercibir la cercana presencia de una matacaballo, que en realidad era el diablo en su forma más ruin, que venía a hacerse del alma de algún débil. Y sus amigos eran débiles, de verdad, debía protegerlos, tenía que espantar a hostias a la culebra, sería el responsable de la seguridad del alma de la congregación, que venga el demonio, que pruebe el filo de la navaja de acero toledano.
El cuarto postulante, que era tal porque estaba en la fila que ellos habían edificado con un objetivo común, hablaba poco. Casi siempre para regañar a Antón quien le entraba a burlazos al pobre Segundo que no se podía levantar por el pesado fardo del pasado. Y también le ponía en su sitio cada vez que sacaba la risa de caballo para pedirle a Magaly que le enseñara los tobillos hasta las rodillas.
El cuarto postulante de la fila se hacía llamar padre Bernabé.

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La basura en el ojo

Noche con capa

Será una noche de una blandura hospitalaria, amorcillada, en poniente. Cuando subía por la escalera de caracol a través del vidrio comprobé que las nubes escalaban la pendiente, los cerros ya mismo serán otra blandura hospitalaria, uterina; no pasarán más de dos cuartos de hora antes de que el cintilar estelar se agote y dé inicio la lucha colosal de las estrellas que tratan de colarse entre los pliegues de la mortaja grisácea de las nubes para mayor solaz de la sensibilidad humana. Un balazo de luz, solo uno, hará que nazca la pausa, hará que callen los necios, hará que hable la poesía.

Sobre los goces

En las noches en las que el clima amenaza con velos, secretos y conspiraciones no conviene abrir las compuertas convexas para sacar el cañón del telescopio, las ruedas, rieles, mecanismos hidráulicos y poleas tienen que estarse callados mientras tomo un tanto de tiempo para apurar la talla del bargueño que terminaré ya mismo hace tiempo. Es una afirmación alterada, es cierto, es que estoy a punto de ello pero no termina de pasar. Haré una infusión de ruda, pondré a tocar al señor Dvorak, a lo mejor más tarde le pongo a cantar al señor  Gardel, en solitario o a duo con doña Chabuquita; a lo mejor cantará las del epílogo la Omara Portuondo, mientras los escoplos troquelan por aquí y por acullá los rincones todavía llanos del bargueño. Y probablemente, prenderé las luces periféricas de esta enorme campana, la matriz que me acoge y desde donde me gusta perderme.

La cúpula

Que la haya pintado de azul estío y no púrpura tuvo motivos científicos aunque estoy dispuesto a escuchar los argumentos de otros que piensen en lilas, gris plomizo o blanco hueso. Debo reconocer que cuando tenga la brocha sangrante en la mano por seguro que prevalecerá mi llano deseo de ejercer propiedad sobre lo que es mío y la campana recibirá la undécima capa de azul estío. Mi ojo. Cíclope descomunal, pupila de alcance astronómico, extraordinario observador de las nimias efervescencias de los quásar, bóveda azul estío. Vivo en mi ojo, que es lo mismo que decir que habito mi visión del universo, es un nivel de compromiso suculento. Mi hogar es la oficina, se confunden los descubrimientos sobre la lógica matemática de las operaciones del universo con la realidad casi molecular de los pequeños objetos que pueblan el ojo y que me sirven. La bóveda es mi ancla a tierra, tanto así que ahora mismo firmo cualquier papel para sellar mi compromiso de aceitar los engranajes, pulir las perillas y balancearme como mono araña para limpiar los vidrios del observatorio.

Palabras sordas, oídos necios

Yo, Nubio Astrith, dueño del ojo, hijo de madre nacionalizada búlgara, estudios en Astrophysics Research Institute, contratos temporales en Canarias y México. Herencia. Remate de la arqueología industrial del municipio local. Compra. Adecuación. Aquí estoy. Algo de tiempo tomó completar el colosal lente de contacto, los vidrios del panel de la ventana que tiene un esqueleto exacto a las de las compuertas, la última defensa del telescopio, fabricado por la Casa Soleinti Lens. ¿Qué por qué…?, le ahorro el bochorno de la pregunta, no tengo familia y no tengo amigos, no me he casado y le voy a responder a pesar que su pregunta se sale del ámbito de esta conversación; se lo diré de esta manera: no me hace falta una compañera ni compañía, ni la una ni los otros entenderán mi estilo de vida. Que haya una sola hornilla sin horno, que mi ropa cuelgue de ganchos empotrados en la periferia norte, que el centro sea un sillón de última tecnología muy cercano del visor del microscopio estelar, que mi lecho no sea más que un catre de campaña ubicado en la exacta punta que la estrella de los vientos marca el sureste -los pies en esa dirección, claro-, que el único lujo sea lo que puede ver mi ojo, estos que son mis encantos serán solamente oropel de un sarcófago para cualquier relación con humanos. El último esfuerzo que hice a favor de la humanidad fue la fidelidad con mi madre pero después de eso ya no tengo más esperanzas ni quiero hacer más favores, de manera que no, no me casé y no me casaré, no tengo amigos ni los tomaré, no quiero compartir las miradas de mi ojo que se ha quedado sin horizonte por culpa de las nubes; yo me aferro a la expectativa del festival de agua y fuego que vendrá ya mismo, el de una tormenta que promete. Espero que el goteo ponga la percusión a la música que sonará y anime la taracea del bargueño; es probable que el exceso de electricidad del ambiente me quite fijeza para horadar con el punzón en canales mínimos. De suceder, he de recurrir a la motricidad gruesa, a colgar unas fotos que hoy retiré de la marquetería, de reproducciones de pinturas de R. Reschreiter con motivos andinos y con aires épicos. Tengo, tras la mesa donde trabajo la madera, algunos trozos que sobraron a los que les he dado la misma curvatura que las paredes del hogar, para que objetos como los cuadros que pudiera colgar no tengan un espacio vacío entre el marco y la pared. No cejaré de luchar para que el mundo tenga más objetos curvos: los cuadros planos se separan del mundo, las láminas combadas restablecen el equilibrio: esta es una teoría inacabada que terminaré ya mismo hace tiempo. Mi casa, mi ojo, el observatorio en el que vivo es redondo en todos los puntos cardinales menos en el piso, en el abajo. Todo aquel objeto utilitario para el hogar debe tener el lomo convexo, es decir, salvo dos cosas que están y estarán en el centro, el sillón y el telescopio, el resto ha de de tener una giba horizontal. Ya mencioné las fotos enmarcas y hablaré también el catre, el sofá, las sillas, la refrigeradora, la puerta.

La mota

Vaya, no hubo ni percusión ni fuego venido del cielo, más bien las nubes andan en desbandada y se llevan consigo el agua. Ni tanto que le han dado tiempo de cantar a Gardel ni le dejado una oportunidad al bargueño de quedar terminado. Esperaré un minuto para abrir el lente de contacto de mi ojo. Ya casi se desnuda el cielo y lloverán los guiños de siempre de las estrellas amorosas. A lo mejor se dejará ver el meteoro cuyo vuelo sigo desde hace meses; no he registrado la trayectoria en unos diez días para sorprenderme a mí mismo; es uno de aquellos juegos de onanismo que sirven para mostrar la admiración que trae consigo una serendipia, Nubio, científico, descubre esto y lo otro y le estalla el ego ante el reconocimiento de la comunidad internacional. En este momento, que esté tanto más lejos o más cerca es ya una constatación valiosa. Y sí, lo he visto, se ha acercado mucho más de lo que había calculado, será un placer seguir todos los pasos de su impacto contra la Tierra, colisión colosal. Sobrevivirá mi ojo. Con una basura.

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Luna mendiga, méndiga

Primero

«Todos están equivocados», piensa en susurros tenues como para oírse solo él. Y agrega después de una pausa dramática, «Cada duda que tengo me la pregunto porque soy el único que entiendo lo que me respondo». Mueve la cabeza con un latigazo del cuello para descubrir algún miró agazapado que testifique su elocuencia. La retórica siempre rebota contra la soledad de la ciudad.
Monumentos, prefiere a la sordina de los exactos y atávicos monumentos.
Ya había noche, brutal, como siempre. La gente se recoge temprano en ese barrio porque roban mucho. La tienda queda abierta, aunque a veces solo el espíritu del Santísimo se escapa de la iglesia para comprar un pan de a ocho y las palabras del regateo y la compra salgan en estampida a postrarse ante el gran señor de la noche.
Camina lento hacia el mismo portal donde se guardó los últimos días de su mudanza perpetua. «Todos están equivocados, el tiempo tiene un ritmo individual. El apuro es una excusa de los aburridos a quienes los motivos se les confundieron. Están errados porque el tiempo es individual y el mío es mejor que el de todos ustedes. Yo lo dominé hace tiempo…», se detuvo para alzar el brazo y apuntar al cielo, «…hace tiempo cuando aprendí que los placeres de la vida no nos protegen contra la muerte».
Hay algazara en la tienda. Cuando llega frente a la entrada gruñe un descontento descomunal, eran cuatro personas las que hacían el ruido de una docena. «He de lidiar a diario con la fatuidad de mis congéneres».
– Ya está éste otra vez por aquí-, oye decir y se detiene. Gira solo la cabeza muy despacio hasta encontrarse con los ojos de la tendera.
– El mismo pan que le sobró de la horneada del lunes, ¿ese me va de dar-?, rezonga.
– Venga, don Vicente, cómase este pan, a lo mejor le cura el mal del genio.
– Economista Vicente Robles y Acuña para usted, vieja de mierda-, susurra, casi le arrancha, le agradece ese mucho de nada que se pondrá en el estómago.
Pan para la ruta, le viene bien pero no deja de ser un compás en el silencio de las miserias.
La luz que sale por la garganta de entrada de la casa Junín 237 ilumina la mitad trasera del taxi que se había apeado como expirando para no arruinar por completo el neumático que esta exánime.
El conductor, de facciones tan finas como la luna plañidera, ordena y ejecuta herramientas acude fastidiado a los instrumentos para iniciar la operación de reemplazo en la mitad del taxi que está dentro de las sombras. La tarea es al tacto, con resoplos y con melodrama de aceite.
«Ellos hierran, quién se apura no gana tiempo. El tiempo es individual, es determinado, fijo y sin posibilidad de sobregiro». Calla, gira los ojos con dirección del cielo. «Puedes correr, trotar, andar o, como yo, mendigar. Yo soy el testimonio de que mi tiempo individual comenzó y se acabará, de todos modos y con un orden estricto, yo soy la prueba de que tengo la misma cantidad de tiempo en mi vida que los señorones de perfume y peluquín en las suyas. Estamos sitiados y los muros de la ciudad caerán, no importa cuanto ruido hagan». Gira la mirada hacia el suelo, mete la cabeza entre los hombros. «Para el tiempo todas son sutilezas inútiles».
El conductor, en su afán por arreglar su apuro —algo estará por suceder porque todos se afanan- tropieza con un bulto de trapos ennegrecidos, telas contaminadas, retazos ya inmutables al agua y al jabón, un amortaja que aísla el contenido de la saludad, la salubridad y sin duda de la asepsia.
—Toma esto, cómprate un café-, el taxista y le tira una moneda de cuarto. No será suficiente dinero para el cometido. —Vete, estoy ocupado.
—Tráteme de usted, ¿o no sabe que soy economista, conchesumadre?, sentencia, pero la voz sé se apoca apagada por los harapos y de ahí no salen.
Guarda la moneda en el bolsillo número 23 (los tiene ordenados numéricamente para no olvidarse dónde guarda aquellos objetos que solamente él sabe para qué sirve).
Una mujer vestida con las justas pasa demasiadas veces junto a su cansancio, se abriga con toneladas de un perfume más fuerte que su pestilencia. «La gente cree que les da frío, pero la verdad es que calientan su piel con licor y con los cuerpos abyectos de los domadores que las contratan», confirma con movimientos de la cabeza la nobleza de la afirmación. No alcanza a verle el rostro, pero en la espalda se le nota que le sobra todo: la carne, el tedio, la costumbre; parece haber visto, incluso, el exceso de pecado derramándosele por el discreto agujero de las medias de malla negras.
La mujer sí le vio los pelos hirsuto y apenas se descompuso. Para ella –acostumbrada a los extraterrestres de la noche- son relevantes los anteojos con vidrios de culo de botella y el trazo espasmódico de la nariz, deformada, literalmente, a golpe de puñetes.
Quedan pocos testigos capaces de asegurar que fue economista. Es decir, que ejerció como tal, también relatan que nunca tuvo paciencia en abundancia, no al menos aquella que sirve para convivir. Una parte de ellos asegura que intentó hacer trabajos independientes pero a la impaciencia se le pegó como pecado una ceguera progresiva: maldita sea, ni siquiera ese mal atacó de frente, los colores se opacaron a una velocidad infame y al final el mal se extinguió cuando le había quitado la visión necesaria para joder todos los días. Los lentes con cristales de culo de botella ayudaban, poco y mal, no había más. Desde entonces usa el tiempo que le fue asignado trocando portales.
Está tratando de acomodar los trapos de su piel ajada y los retazos abigarrados que la abrigan. En su zaguán le perturban dos ojos bien abiertos que atisban ansiosos. Los ojos tratan de apartar el bulto con una patada y una maldición, salen como puede el portador de los ojos, un cuarentón con traje y bigote y un joven detrás suyo. El economista gira todo su cuerpo, el joven sigue detrás, persiste. «aprovechen de la carne hasta que huela a podrido, majaderos», resuma, toma posición, está listo para cazar el sueño. Si el sueño asoma. El sueño eterno o uno sicatero, da lo mismo.
Las plantas del parque han cerrado sus capullos para que descansen los colores. La iglesia perdió su magnánima divinidad cuando el parroco cerró los portones y amordazó las campañas hace un rato, luego de la misa de las siete y media. El monumento no ha dejado de ser el frío y estático recuerdo del que ya no se recuerda. Quizás más tarde, cuando termine esta especie de lujuria colectiva, la lujuria del desdén, se acerque a hablar con él. Hubo una placa en el lado norte del pedestal de concreto donde se leía el nombre de Eustorgio Menéndez de la Bartola y los años 1448-1502, pero ya no está ahí. «Habla con buena letra el señor monumento. Le he preguntado cómo fue su rostro de verdad porque todos sabemos que los de los monumentos tienen un molde, pero se ha abstenido de confortar mi curiosidad. Tiene una actitud extrañamente silenciosa hacia mí, pero conversa con propiedad, respeta mi condición de economista y eso es suficiente». Lo dice con cierto orgullo empático.
Lujuria colectiva, eso siente que pasa, un desdén lujurioso. En vez de mirar lo que suelen ver los hombres, los traseros de las mujeres, levantan los ojos hacia el cielo, se les nota nerviosos, no tan siquiera la música de unos parlantotes instalados en la plaza cercana y la «consabida bullanguería del lumpen» aplaca la intranquilidad. El economista no tiene recursos suficientes para explorar el cielo. Deja las cosas así. A él le incumben las nimiedades de quienes habitan casas muy juntitas, donde se aprieta el desdén.
El joven ha sacado un cuchillo y se acerca al cuarentón quien todavía camina adelantado pocos palmos. Vicente se tapa la cara con sus trapos, porque incluso la luna ha comenzado a tener vergüenza. “Todos miran al cielo menos la luna, yo tampoco lo hago, los dos sabemos que todos están equivocados, generalmente nos da rabia, pero a veces nos da vergüenza”, alza la voz impúdico: aprieta los ojos para intentar capturar las figuras pero se han alejado demasiado, percibe apenas unas masas oscuras que se mueven violentamente, como el humo de una fogata azotado por la brisa. Solamente un resplandor es claro, preciso, preciosa claridad entre tanta penumbra. El honorable monumento no responde, Eustorgio también mira hacia el cielo, no había visto nunca al prohombre hacer un gesto tan claro. Mientras esconde la cara entre los retazos y los trapos la luna se alza avergonzada, pero poco a poco pierde el color. Minutos después le cubre el desdén. «Todos están equivocados».
–No, no es vergüenza, es sangre lo que la cubre, clama ahora sí a gritos. Pero si soy economista, carajo, a mi no me engañan-, grita y solloza, mirando a los ojos del monumento, que ha vuelto a su posición impertérrita.

Segundo

Rodrigo compró los seis panes y una libra de avena, la avena lleva a su casa cuando quiere que su esposa le perdone por algo. Siempre es una banalidad, tuvo la mala suerte de casarse con una arpía. Eso fue como a las cinco de la tarde. Por eso me llamó la atención que asome más tarde para anunciarme que ya estaba en el cielo el eclipse, tiene una voz aguardentosa y un aliento a demonios, estoy segura que la esposa no le perdonó y el muy hombre fue a hacer lo que hacen todos los hombres. Bueno, hacen dos cosas, salen con sus amigotes y beben. Vuelve a mostrar la cara tras el marco de la puerta y solamente silba.
A la tercera, lo dicho está antecedido de un eructo ronco y sostenido.
–Doña Judicita, salga a ver el eclipse que ya comenzó.
–Calle mejor Rodrigo, con esa borrachera cualquier foco de poste debe parecerle un eclipse. Venga, acérquese, ¿qué le pasó, le pegó su mujer? Pero, entonces, borracho y con el ojo morado hasta las luciérnagas son eclipses.
–En serio, doña Judicita, afuera está la Valeria con unos señores, y ella me dijo que si no vemos el eclipse ahora nos va a tocar esperar unos 200 años, así es que mejor asómese.
«La Valeria, tenía que ser la Valeria, siempre la misma costeña tropical, la gran dama de la algazara, de los vestidos escotados y el carmín abundante. No me sorprende ni tan poquito que esté como florero de centro de mesa en mitad del parque haciendo lo que mejor sabe: llamar la atención. De eso ha vivido siempre, de llamar la atención a los hombres. Pero estoy la mar de segura que no estaba con unos “señores”, desde hace años se le nota a las leguas los surcos del tejido adiposo y el muy bigote que ya ni puede domar, a semejante disparate solo se le acercan los vagos, muertos de hambre, los huérfanos de la razón, los arroz quebrado, ni así vendan todos los dientes les alcanza para pagar medio polvo con una puta vieja y maltratada. Que el Rey del Cielo me blanquee la lengua y me redima del perjurio». Se limpia la lengua con una esquina del delantal que le regaló un distribuidor de licor. Una parte notable del pecado del barrio se origina en lo que cargan los estantes de la tienda de esa mujer pía. Tiene colocadas en fila botellas de licor con etiquetas cuyos textos son absurdamente incontestables.  Ha terminado el aseo del órgano del cuerpo que provoca el perjurio, enseguida aparece medio rostro tras el marco de la puerta, los suficiente para reconocerle.
–Doña Judith, salda te se va a terber el edlicse.
«Jha, siempre me ha causado gracia esa manera de hablar de la joven.  Hace tiempo vivía en la casa de los Chacón otro persona que tenía leporino, le gustaba mucho la conversa templada pero los diálogos tenían dos víctimas: el lenguaje y yo. Todas las tardes, a la cinco mas o menso, aparecía por la puerta con cosas como esta:
–Una hodaza de tan y una dedida, podbabor.
–Bebida, señor Cedeño, se dice bebida.
–Dedida, ezo mimo le dide vedina, una dedida.
Apoyó las posaderas en el costal donde estaba expuesto el fréjol rojo. Era mullido ahí. Se miraba las manos y reflexionaba sobre la conveniencia de cerrar el negocio e ir al parque a compartir con el barrio el eclipse. «La luna roja es cosa del malhadado señor de las tinieblas. Pero sobre todo me retiene una profunda pereza de tener que bancarme el espectáculo a la Valeria. Me hice la sorda». Se hizo la sorda de verdad.
–¿No me oyó, doña Judith?, que salga le digo, esto no se repite.
–Vaya nomás y vea usted, me cuenta luego, tengo bastantes cosas que hacer y no voy a perder las horas en la calle y aparejando la mirada para ver lo que hay en el cielo. Eso de arriba es propiedad del Rey del Universo, con eso me basta.
–No se enoje, yo solo le quería invitar.
–Enojada no estoy, me da desdén que los señoritos y las señoritas malgasten las horas con esas tantas novelerías.
«Esta tarde venía tirando a rarezas. Vi el reloj cuando quedaban cinco minutos para dar con las seis y quince, tenía una cuarto de hora de retraso para rezar las vísperas, corrí a encender el de transistores que está sobre las jabas de agua con burbujas».
–…tamaría madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores.
Hizo con apuros los movimientos para desatarse el delantal, rescatar el rosario de las profundidades de un bolsillón de la falda. Se afanó para posarse sobre la fe suficiente e iba a comenzar con el «…ruega por nos…».
–Buenas tardes, tenga la bondad de tener la amabilidad de hacer de emprestarme el teléfono?
–Está cerrado, ahora… y en la hora de nuestra muerte, amén. Dos calles abajo, en la farmacia le pueden “emprestar».
–No sea malita señora, lo que pasa es que se desinfló el neumático del taxi y le debo llamar a mi cuñado para que venga y me ayude.
–…María, llena eres de gracias, el…., que no señor, que está cerrado, vaya a la farmacia… drenuestro que estás en los cielos santificado.

Final

Lo que le quedó luego de las oraciones y las ventas lo usó en igualar los debe y los haber hasta que llega este mentado evento a confundir la vida del barrio. Mira que la Valeria se va con los pránganas y siente que la plaza se calla. Y se da cuenta que debió haber cerrado el negocio, el famoso eclipse se comió los minutos. Se toma su tiempo en dar las bendiciones a granos, verduras y lácteos, en correr los pestillos y cerrar los candados. El mendigo está de pie frente al monumento, tiene los brazos caídos y la cabeza alzada, y los harapos chorreados.
–Vaya a dormir, don Vicente, ya es tarde.
–Economista para usted, vieja de mierda.
–Estoy muy cansada para discutir con usted, pero creo que ya es conveniente que se retire a un lugar seguro.
–Eso no existe, porque todos están equivocados.
–¿Vio el famoso eclipse?
Vicente baja la cabeza, siente vergüenza. «La luna tiene vergüenza y yo también, todos están equivocados, todos», musita sin mayor precaución.
–Solo el Señor del Cielo tiene la razón. Deja caer una mano sobre el hombro de Vicente. «Creo sinceramente que ya deberías morirte. Ya has estorbado suficiente. Aprovecha el eclipse y piérdete en la luna», recita entre dientes.
Vicente mueve la cabeza, asiente.

 

 

 

 

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Elegante

Hoy decido salir elegante; pero necesito un minuto más.
Mi carácter, no sé si más o menos que el de las mujeres, me manda a demorar todo lo que deba para estar elegante, todos los recursos para fijar lo que pueda llegar a ser importante y al mismo tiempo para eliminar los apéndices que solo hacen lastre; un minuto más para encontrar la alquimia justa, como el perfumista que perfecciona en años las partes de flores, frutas, esencias, cortezas, raíces, hojas y glándulas para hallar la combinación de un líquido nombrado perfume que es en realidad un espíritu aromado que tiene identidad, al que se le puede señalar inclusive cuando flota sobre el viento. No hago la pregunta de qué me pongo, porque vestiré lo que deba, las prendas que lleguen a mi cuerpo han de caer en su lugar llamadas por una voz superior. Abro las puertas del circo, el armario guarda faldas, pantalones, blusas, medias, zapatos, carteras, bisutería, chaquetas, chales y sombreros. Camisetas, botas, vestidos, bufandas, interiores, semi interiores, chalecos, zapatillas y sandalias: demasiados elementos para interpretar una revelación en algunos segundos. Necesito un minuto más para armar la combinación de las partes de un atuendo que me hagan sentir elegante ahora: la exquisitez tiene formas amables, abominables o ligeras: voy por todas.
Ahí están los objetos de vestir con sus formas veleidosas, que además están teñidos con tonos robados de socavones y gusanos de seda: tantos que abundan los motivos para este que es ya un aguacero de pequeñas decisiones, de opciones particulares, de diminutas concesiones; todo suena a estrépito pero solamente puede tomar una forma, un resultado único que no supere el límite de lo frenéticamente recatado, como la delgadez y sutilidad del borde de una copa de vino sin beber. Pero además no es posible establecer algún orden lógico para este proceder porque el encanto no tiene severidad científica, el único chance es  la asepsia del caos; no cabe, a saber, comenzar por los zapatos y de allí para arriba, o primero un sombrero y después las medias; el collar, las pulseras y las bragas: el resultado es lo importante así el proceso sea una adorable apología de lo ridículo: el proceso embrionario es tan similar al rito de la formación de una abadesa quien mientras no adquiere el aire de solemnidad clerical parece una ridícula combinación de excentricidades.
Pues bien, está claro que categorizar las decisiones que debo tomar, segmentarlas y priorizarlas no es el camino a la elegancia: la ciencia es la lógica sin magia. Lo que realmente busco es esa revelación, un acto iniciático que provoque que quienes me miren me llamen bruja por un inexplicable encanto  que se le pueda señalar inclusive cuando flota sobre el viento, que el tráfico se detenga por mí: que yo cautive y el resto sea cautivado.
Particularmente no soy bella, para nada si me miran con la óptica de las linduras de pasarela, soy una mujer que tengo lo mío, muestro un poco de lo que nadie nunca tendrá, un atisbo de aquella contenida pasión que se desmadra solamente si lo permito y no se me viene claudicar vencida por al verbo de zoquetes proscritos de galanuras ni me pierdo por un descapotable con demasiados caballos de fuerza para la potencia de un conductor endeble ni me estremecen un rastafari andino cargado de arañas y extravagancias en la cabeza. Sin ser bella y sin tener aspiraciones desmedidas, deseo que me envuelva esa revelación para satisfacer estas ganas locas de estar perfecta, estar elegante para que el almuerzo sea un precedente que me lleve a la certeza de que iré sin reparos más allá de la intimidad de la ropa interior (es tanto como el toreo: si el animal lo merece recibirá dignas lidia y muerte, de lo contrario terminará siendo solamente carnes en el matadero y ni un poquito de recuerdo). He aprendido, ahora que tengo 25 años lo sé de veras, que no conviene romperse la cabeza rastreando al príncipe azul que ventajosamente nunca llegará y por culpa de quien inclusive yo estuve a punto de atarme a una caricatura grotesca de lo platónico. Es cierto, eso es cierto, pero también es verdad que a mi edad todavía ronda la esperanza de una cita de antología, de aquellas que llenan los espacios que no ha ocupado todavía la experiencia –que ha dejado más llagas que mariposas en un confuso jardín de agonías-, esas noches nebulosas ejercen un sitio bestial alrededor de los resquicios de sensaciones, coloridas y musicales, que sobreviven en un remanso expectante. Es así que la esperanza  de la sorpresa pare vida porque lo contrario, lo de perder el sabor que se lame de la sorpresa, siempre termina siendo un manual de procedimientos muy efectivo en las tardes en las que soy cotidiana, en las noches en las que me siento como un tren maniatado a sus rieles cuya marcha agoniza. Ando en este discurrir sentada en el sofá de la habitación, he fumado dos cigarrillos, he mirado el desgaste que han provocado mis ojos al afiche de la película antigua Brasil, he escuchado la algazara durante el recreo del colegio vecino, he puesto atención en el rechinar de los engranajes de un retortijón que me dobló por instantes. Tengo hambre y no tengo ganas de comer.
Bien, vuelvo en mí, no hay nada más que un par de horas para llegar a la cita en un restaurante de frutos de mar, al aire libre, cuya consecuencia magnífica para mi decisión de vestimenta es incorporar los sombreros a las opciones, pero eso quiere decir que necesito un minuto más. Construyo un espacio más apropiado para esperar la revelación: sin mayor alharaca apagué la computadora y dejé inacabados algunos trabajos pendientes, estoy atenta a contestar solo aquellas llamadas que son inevitables, coloco un disco compacto que dispara desde su eje tifónico las canciones que sé de memoria, abro las cortinas para alucinar con la claridad y enciendo una de esas esencias aparentemente traídas de la India por unos Hare Krishna que las venden en los buses (a veces huelen a mierda, unas y otros, pero solo a veces).
Tomo una ducha, de esas en las que la limpieza tiene un rito lento y unos protocolos específicos: el rostro con su exfoliante de toronja, el cabello con su champú de jazmín, el cuerpo con su loción de lavanda, el jabón antibacterial para la vagina, movimientos suaves, el prólogo de una masturbación que no llegará al epílogo: aprovecho el resto del baño para dejar que el agua caliente abra, mientras desciende en pendiente, los poros, relaje los músculos, dispare la imaginación y purifique; sobre todo lo último, la mente se dilata con el contacto con el líquido y con el sonido de este que es un aguacero particular. El cuerpo se declara en sus marcas y listo para ir tras la gloria.
Me gustó de él su astucia, al principio me hizo dudar si era un completo imbécil o un imbécil completo. Habló al teléfono, quería contratarme para diseñar un catálogo de moda alta y de fofo glamour; imbécil, porque sonaba a uno de aquellos seres preocupados en extremo de la vaina y con un vacío angustioso en vez de arveja, gente por la que sentía una solidaridad nostálgica, muy parecida al sentimiento que hubiera aparecido si viera en la televisión el aula donde aprendí a decir, en coro, los buenos días a una señora destruida por un terremoto. A la cita que acordamos llegué con la predisposición de la que me armé para caerle pesada y que se reforzó cuando vestí con lo que encontré en el ropero apto para convertirme en una candidata incontratable; en realidad tenía una pereza enorme de lidiar con un tipo como él, yo suponía que tenía una naturaleza endeble, creo todavía que la gente con dinero ha llegado a tenerlo gracias a la habilidad para no pagar lo que habían acordado y ellos mismos no aguantar los incumplimientos de sus pagadores, en ese mínimo espacio está el éxito de esta gente que, creo, se rompe fácilmente. El edificio, como la voz de él, intimidaba a los transeúntes con decenas de ordenados lentes de contacto pegados a la estructura, a través de los que se mira, desde arriba hacia abajo, la nimiedad de los sin éxito; el guardia de la enorme recepción intimidaba con una actitud de dudar de la honradez de todos los que no llevaran la credencial válida e intransferible; los gusanos que te tragaban y ascendían a toda velocidad mostrándote la ciudad desde los ventanales también intimidaban, y lo hacía la gran puerta de vidrio de entrada y la secretaria gran silicona y el asistente presumido y la gran sala de reuniones con piso flotante de guadua y una mesa transparente para docena y media de cuellos almidonados. Me senté para esperar, creía que mucho. Pero él entró casi enseguida precedido por la sorpresa y de la mano del sosiego.
– Estás muy guapa, me dijo y me descompuso, hizo que sintiera desazón, una intimidación tan tierna que impidió que desate el hastío. Estiré la mano hasta la mitad y luego la retraje, le mostré más la oreja que la mejilla y al final fue un saludo aparatoso: yo y mis turbaciones; él y su aplomo.
– Siéntate, ¿quieres café?
– Quisiera mejor que termináramos rápido porque tengo cosas que hacer.
– No me digas que el tiempo es oro porque esa frase me corresponde a mí, tú tienes el don, vamos, relájate.
Ya suficientemente vencida, hasta ese día supe que una podía ser vencida en varios niveles, me permití una sonrisa cómplice, que no coqueta, se pueden parecer pero son definitivamente diferentes, el riesgo es igual al de confundir una mirada de profundidad filosófica con una propuesta abierta.
– Tienes una linda oficina, dije mientras hacía sonar los huesos de mi cuello.
– Cuando sea mía tendrá más de mí. Esta es una mezcla de gustos de los dueños de la empresa y los diseñadores, muchos gustos y ninguno en realidad, a todo le falta encanto, pero sobre todo modestia.
– Tu traje no tiene mucho de modesto, me atreví.
– Es ropa de trabajo, pero dejemos esto de lado, tenemos trabajo que hacer.
Nos reunirnos varias veces después, siempre en la inmodesta sala de reuniones: él vestido con su ropa de trabajo y yo decidida a huir a la carrera cuando bien pueda, que no solía suceder. Le gustaron mis diseños desde un punto de vista estético pero tenía reparos sobre la eficiencia publicitaria, así que juntamos intereses y obtuvimos un producto bastante decente. Le gustaron mis manos, me gustó que se desvelara conmigo, que me enseñara lograr que mi imaginación se colara en su traje para verlo como un amanecer, a pesar de que odiaba las celadas de su asistente y la transformación inmediata frente a la secretaria de este tipo buena gente que se volvía el prioste déspota y caprichoso de una mascarada: eventualmente yo soy igual pero solo conmigo, déspota y caprichosa conmigo, me encanta. Una cosa lleva a otra, como dice mi amiga Verónica. Terminamos el proyecto: me escribió al correo electrónico para citarme hoy al almuerzo, y cito: “…para entregarte el cheque y para ver tus manos un rato”.
Yo conmigo hicimos una apuesta con tres variantes: la primera: aparecerá como ‘proactivo’: la palabra es fea y la actitud peor, alto ejecutivo de una empresa reconocida y, por tanto, el rostro velado por la imagen corporativa, vestido con la mejor ropa de trabajo como para enterrar ya mismo esta relación profesional y evitar que yo entre más allá de las fronteras de su grupo íntimo en el que, a las claras, él levitaba y yo terminaría reptando: cuarenta y cinco por ciento de probabilidades. La segunda opción: que llegara como siempre, conversáramos de lo de siempre, nos siguiéramos viendo como siempre, habláramos del pasado particular interponiendo convenientes barreras como siempre y terminemos siendo los mejores amigos… como siempre: cuarenta por ciento de probabilidades. La última: que aparezca con vaqueros apretados, una camisa color durazno, saco amarillo colgado de los hombros y unos zapatos café de cuero, levemente despeinado, muy despreocupado y que me deje pagar la cuenta: habría caído el puente levadizo, la puerta se abriría con boato y se habría ganado el pasaporte para entrar intramuros a usufructuar de todas mis propiedades sin reservas: quince por ciento de probabilidades.
Pero, ¿y yo? Si llegaba tal como creía en las dos primeras opciones frente a mis biógrafos aparecería un ejecutivo almorzando con una mujer elegante que no está a su altura: mis ropas no tienen la marca por fuera y odiaría verme a mí misma como una mujer tan desesperada por un trabajo que acepta almorzar con su casi jefe. La tercera opción llanamente me aterra, ¿qué haría yo con una minifalda negra, medias de nailon y un saco de lana turquesa, cómo me vería a mí misma? Obviamente, disfrazada de señorita y esa careta se develaría muy pronto y él, por rigor, no entraría, más bien mandaría a sus arqueros en avanzadilla. Si lo que me ha mostrado de él es auténtico pueden suceder cualquiera de las tres posibilidades. Pero, tres apuestas significa en realidad elevar a la tercera potencia el proceso de acoplamiento de las partes de mi atuendo. Me siento atosigada, necesito un minuto más.
Sigo frente al armario, los cajones están abiertos, los colores se escapan de aquí y van a parar allá, las formas se confunden con los tamaños, unos pares de zapatos hacen sonar los tacos, dos cinturones los acompañan con sus hebillas que asemejan maracas metálicas, algunos botones ríen, varios pantalones me llaman para que los escoja y una blusa de flores, que uso cuando quiero sentirme especial, mueve la manga con entusiasmo. Solo un vestido está quieto, el negro que he usado una vez, porque luego de comprado se me concentró la riqueza a la altura del estómago y provocó una mutación de la línea femenina perfecta hacia una evidentemente más circular. Eso fue hace algo más de un año, no me he probado el vestido en ese tiempo y tengo una oportunidad, intento con esta prenda una alternativa discreta que pueda servir para asistir con iguales posibilidades de éxito ante cualquiera de las apuestas, o para evitar la sorna del ridículo. Creo que finalmente se ha presentado la revelación: me revelo a la regla cotidiana de la ropa interior blanca y visto un sujetador bordado que cubre un poco menos el hemisferio norte de mis senos, hace un bonito juego con una media tanga, todo en negro. El sol, afuera, a pesar de unas nubes que se le abalanzan, no ha dejado de hacer su trabajo, de iluminar los prismas de unas gotas de rocío que se quedaron prendidas del vidrio en el amanecer y que a esa hora del día le han dado como un ambiente a burdel decente a mi humilde departamento. Encima el vestido negro, en la parte baja llega un poco más arriba de la rodilla y en la parte alta se asienta con gravedad sobre los hombros. Tiene la característica (más tarde sabré si es virtud) de tener botones por el frente, aunque conozco de memoria que los botones son anticuados para lo fashion, tienen encanto, uno permanente; lo compré cuando las mujeres debíamos mostrar algo del muslo para tener éxito en la vida pero como a mí no me importa un carajo el éxito lo compré porque fui arrastrada por la típica ex compañera de colegio que llega de visita una vez al mes, entra apenas saludando y arremete directamente contra el ropero para comprobar si vivo en el mundo o me quedé en el jurásico de la moda, que es exactamente donde me gusta estar. Por algunos minutos pienso si traspasar los botones a través de los ojales comenzando abajo o desde arriba; el argumento a favor del primer procedimiento es que la bilirrubina sube, pero en contra que Newton conocía lo que decía cuando hablaba de la gravedad. Más eficiente, eso dice la historia, fue Salomón, quien tenía una actitud obsesiva por partir por la mitad, así es que cuento el número de ojales, igualo al número de botones en el perfecto centro (ahí está el ombligo), retumba fanfarria en mi mente y parto desde la mitad. ¡Alarma!: ¿si no me cierra o cierra con esfuerzo? Miro de reojo la blusa que sigue haciendo señas con la manga y a un pantalón azul bombacho que se ha aliado y están enredados en un bolero. Vamos, es hora de ser valientes, no cejo, penetra el primer botón en el ojal con fluidez y respiro aliviada: las dietas, el ejercicio físico y los electrodos que me aplicó la experta en gorduras sin solución tuvieron un final que complace. En adelante, abotono uno de arriba y otro de abajo. A punto de completar el proceso me detengo en el último botón de arriba y convoco a reunión de directorio a mi alter ego para resolver si lo cierro o permito que el aire infle las expectativas que pueden aparecer; por unanimidad lo cierro hasta más tarde, cuando sepa si llegó el ejecutivo, el amigo o el galán. Cubro las piernas con medias de nailon negras, calzo unas sandalias con taco alto –el joven en mención me lleva unos 20 centímetros, puede apoyar su quijada en mi cabeza-, en la muñeca derecha una pulsera de mil vueltas de pequeñas cuentas rojas, dos aretes de plata con mínimas incrustaciones de coral rojo y el aro de siempre en el tercer hoyo; y, el cuello lo dejo tal cual, al aire, es un riesgo que debo tomar. No me peino porque no es mi costumbre, ni me pinto la cara porque no tengo razón para esconder quien soy: una capa de mínima de maquillaje, no quiero parecer las columnas decoradas con pan de oro de una iglesia colonial. Reviso que las uñas estén limpias y aplico una sutil capa de esmalte sin color. Cierro las puertas del armario y el circo interno se clausura, con sus dudas y ansiedades, ya no hay nada que hacer sino colocarme las gafas sobre el cabello y salir.
Me siento elegante por dentro. Pero necesito un minuto más.

 

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Asiento 14F

No hubo manera contra los nervios, ahí no, fue irrelevante si en los momentos previos a montarse en la tortura se intentó condimentarlos con la miel de las charlas -de diversa profundidad- sobre la lógica de todo el asunto ni tampoco la sal de risotadas que saltan como un acto reflejo, tampoco la oliva de leves susurros de rogativas protectoras, la pimienta de conocimientos de aerodinámica, el orégano de risitas que saltan en vez del llano, el agua en circulación de rezos con rosario, la albahaca de música por los audífonos umbilicales, el curry de ejercicios de control mental y respiración estomacal y peor aún el ácido de las noticias releídas del periódico.
«Please, fasten your seat belt”. Todo lo anterior sucedía a la puerta de la tortura de volar y esta última frase, gangueante y opaca, cerró definitivamente la compuerta al pasado, se hicieron borrosas las letras porque el alto ronroneo de la potencia de tres motores se entretuvo en ocuparlo todo, incluso los nervios. Por la ventanilla -una de un avión es todo lo pequeña, incómoda y antifuncional que se haya inventado- vio la pista negra. Algo de verde en la línea superior de la ventana. Estaba encerrado y así permaneceriá las siguientes horas.
Sintió que el avión vibraba, crujía, se retorcía y notó que el piloto decidió soltar los frenos y desatar ese tránsito desquiciado hacia la conquista del cielo. La vocinglería disminuyó a nada o el ruido aumentó a todo, su libro de metafísica se cerró en la página 88, se santiguó tres veces, adelantó la cabeza y giró a la izquierda para divisar un resquicio de pista, por la ventanilla, que pasó alucinante. Reclinó la cabeza sobre el asiento, cerró los ojos y sus pensamientos se movieron a la misma velocidad que la nave. «Estos aparatos vuelan por pura magia», se dijo; se repitió, se repitió…
Le atemorizaba esta esencial muestra de alquimia, de magia, de lo suprarracional, de semejante cantidad de fierros desprendiéndose del suelo y peleando contra los primeros metros de cielo, que se resistían a recibir al avión en despegue; la potencia antigravitacional contra la fuerza de la gravedad. «¿Cómo se llama la ciencia que estudia esto?», se preguntó y no se respondió, porque las preguntas no van junto a las respuestas cuando una persona está en vuelo; todo sucede a la velocidad neurótica del despegue: a veces son afirmaciones divorciadas, otras suposiciones definitivamente solteras, teoremas sin hipótesis, piezas aisladas de pensamiento que no rompen sus cabezas para ajustarse al racionalismo. Se superponen en desorden, asustadas, y ya. Nada puede quedarse quieto.
Abrió los ojos y miró de nuevo a su izquierda, por la lejana ventanilla; las casas que se empequeñecían, el final de la ciudad, los campos agrícolas dibujados con regla y pintados con crayones escolares, las montañas trazadas a mano alzada, una carretera que serpenteaba; sus manos rasgaban la tela del asiento, tensas todavía. Reclinó otra vez la cabeza contra el asiento cuando sintió un dolor molestoso en el cuello. Le provocó placer pensar en su destino -la lejana Estambul, vía Madrid- pero le molestaba el lugar que le asignaron, 14 F. Le molestaba mucho tener que volar. Le contrariaba no tener nada debajo de los pies.
Los avisos luminosos de «Fasten seat belt» y «No smoking» se habían apagado (una parte del peligro pasó) y ahora podía concentrarse en dos actividades que llamaban con urgencia su atención en este inicio del tránsito aéreo: inventariar a sus vecinos de cabina y leer. Pensó que asignar categorías a los pasajeros era un acto estratégico de supervivencia. Había decidido no preocuparse de quienes habitan más allá de los pasillos -a los lados- y limitó su estudio en los desafortunados, como él, de la fila del medio, los esclavos de “intrapasillos”. Su lugar estaba cinco filas atrás de donde descendería, en el futuro, una pequeña pantalla de video, pero que en ese momento todavía era un armario abierto para colgar chaquetas y abrigos. Descartó también del campo de análisis las filas uno, dos y tres –las califica de «amenaza lejana de segunda instancia”-. La cuarta sí merecía cuidado. Y mucho: allí comenzaba el espacio de un grupo de turistas franceses que se tomaron la primera ronda de cervezas antes de que el piloto se ajuste su seat belt. El estaba, juicioso, sitiado, porque había más del mismo grupo de gandules a los lados, y atrás dos filas. Primera conclusión: «Soy un lunar sudamericano que apareció en un rostro francés». Todos estaban en parejas, menos uno, asignado al asiento de delante suyo, quien seguramente era el guía, porque no bien se apagó el aviso de «Fasten seat belt«, asentó las rodillas en su puesto en vez de las posaderas, como habíamos hecho todos, y empezó a arengar a la horda gala; se negaba a parar de hablar, como un general que no temía a las huestes enemigas, pero sabía que su única arma era la arenga verbosa. Profesional en eso el joven.
Algunas eran rubias bonitas y otras teñidas y feas; una morenas pasables y otras de rostros agrestes; gordos todos feos y demasiado simpáticos, flacos ojerosos, canosos y apáticos, todos hablando en ese idioma de asmáticos a ritmo de bolero; no había mejor muestra itinerante de la «ciudad luz». Cuando el avión rozó los 18 000 pies de altura se inició una cháchara de proporciones, chacota bulliciosa, relajo monumental, chanzas de escaparate. Él tenía algo de suerte, porque cuando comenzó a molestarle la falta de tranquilidad para enfrentar el capítulo Trascendencia de los Templarios, en la página 88, aparecieron las azafatas con carritos de breakfast. La bandeja llegó con huevos revueltos que para ese momento se habían enfriado como consecuencia de transmisión térmica de un jamón casi congelado, pan duro, mantequilla con sabor a resina, uvas pasadas por desinfectante y café con el único y asombroso sabor a cáscara que adquiere a estas alturas del firmamento. Cubiertos empacados a prueba de niños, y de adultos.
Y no, los franceses no se callaron ni para comer, pidieron vino para acompañar el desayuno (es comprensible que no quisieran café), y prendieron cigarrillos para fumarlos en el área prohibida: «El poder de las mayorías; ¡viva la democracia!», piensa, sin mucho entusiasmo. Y sí, maldice el asiento 14 F, pero se sorprende al darse cuenta que el relajo le hizo olvidarse del miedo.
Cayó en cuenta que brotaba ahora la fobia del encierro que le obligaba a tomar la revista marsupial que está cerca de sus rodillas. Se paseó por unos artículos insípidos, hojeó publicidad, soñó con el mapa a doble página de las rutas de la compañía y terminó emocionándose con la cartelera cinematográfica de abordo; iban a proyectar un buen drama y una cinta cómica, como para relajarse, si no le ganaba el interés por la metafísica o si no era presa del secuestro de Morfeo (que es más o menos lo mismo). El dolor molestoso en el cuello persistía.
Sueños de perro, alrededor estaban unos seres percudidos, malolientes, mal alientos, vagamundos que acuerdan viajar en cantidades que les dé el poder suficiente para apoderarse incluso del aire que respira. Los pequeños orificios del techo de la cabina que provén aire acondicionado está abiertos al punto que su piel comenzó a ponerse morada por el frío, pero la hipotermia era una opción que prefería a su derrota de minoría étnica sin voz ni voto ni existencia. «¡Viva la fétida mayoría!», arengó para sí, con menos entusiasmo todavía. La pantalla de cine había bajado y no para transmitir una de las películas sino para mostrar la posición  del avión: rumbo al Mar Caribe, 29 500 pies de altitud, hora de puerto de salida, hora de puerto de llegada, tiempo de vuelo. Era como rezar un rosario: mientras no se ha llegado a la mitad de las cuentas todo es tortuoso, pero es un alivio cuando se ven las pepas de la mitad hacia el final.
Le gustaban las piernas de una azafata encargada de su zona, le gustaba la sonrisa -que es de las que se pone y se quita-, le gustaba el sujetador que se dibujaba dentro de la blusa blanca. La odió, le pareció desabrida, incolora, con exceso de maquillaje, porque el guía del grupo de irreverentes le sueltó tres lisonjas -que no entiende-, le hizo sonrojarse y el resto del grupo soltó carcajadas grotescas. Le disgustaban las piernas de una azafata que actuaba, para mala suerte de ella, en su zona, donde se malvivía las reglas de la algazara turística.
Hubo una vuelta más de esas pequeñas botellas de vino con marca que solo se encuentra a más de 29 000 pies de altura. Ya nadie a su alrededor estaba sentado, se alentaban para rebotar en los asientos, lanzarse almohadas y cobijas, fotografiarse los de adelante a los de atrás, los de atrás a los de adelante, los de la derecha a los de atrás junto a los de la izquierda y hasta él tuvo que disparar una foto al tumulto reunido en menos de 30 centímetros cuadrados: se encargó de que solo aparezcan en cuadro codos, hombros, cabellos, zapatos, manos (una mano está desesperadamente asida de un seno), marcas de camisa, botellas, blue jeans recién envejecidos. Lo obtenido, colgado en una galería en París, podría titularse «La venganza de las minorías oprimidas», planificó, mientras decidía qué hacer con esa sonrisa que se le quedó acalambrada en la cara tras el jolgorio fotográfico. Logró escabullirse de todo abriendo nuevamente la página 88 de su libro, donde comienza el capítulo Trascendencia de los Templarios. Asumió una posición relajada, reclinando el asiento, y logró aislarse de los destemplados alaridos atmosféricos por unos segundos, hasta que alguien puso un codo sobre la cabecera de su asiento y le apretó los cabellos, que se arrancaron cuando reaccionó por el dolor y provocó que el autor del “cabellicidio” se desvivía en disculpas que él soponía, no entendía. Solo logró recordar haber escuchado en alguna película una palabra que en fonética española debía escribirse «excusemuá». Y se puso nuevamente la sonrisa conciliatoria, y tenía que volver a decidir qué hacer con ella luego de aceptadas las disculpas. Abrió su libro en la página 88, Trascendencia de los Templarios, y lo volvió a cerrar para intentar aislarse por completo, por la vía del contacto umbilical de sus audífonos con el control que estaba en el soporte del brazo a la izquierda de su asiento: Canal 1, música tradicional española; Canal 2, Español (para la película); Canal 3, Inglés (para la película), Canal 4, música instrumental; Canal 5, pop. Nada que escuchar. El aparato que llevaba consigo sí tenía algo que le servía y lograba ensimismarse gracias a la ayuda monumental de Catedral de Al Di Meola. Esperó repetir la sensación con la lectura de Trascendencia de los Templarios, página 88, ensayo que fue truncada por la espuma de cerveza que cayó junto al nombre del capítulo, con destrozos que incluyeron su pantalón (y que mancha su paciencia), para regocijo de los actores de la orgía aérea. (La pantalla se le acercó vertiginosa violencia, el espacio entre asientos se achicó, las luces de «Fasten seat belt» se prendió y emitió rayos intermitentes, del orificio del aire salía un vapor lila, los franceses crecieron hasta chocar sus cabezas contra el techo, sus rodillas se aprisionaron contra el asiento de adelante, las azafatas aparecieron con traje antiradiación, por sus audífonos se oyó los cantos gregorianos de los monges de Santo Domingo de Silos, se abrieron las puertas del equipaje de mano como nado sincronizado y saltaron calamares de tentáculos multicolores ; apagó su equipo de música portátil con harta desesperación, cerró el libro en el capítulo de Trascendencia de los Templarios, página 88, respiró profundo varias veces, se calzó la sonrisa de buen vecino y tuvo que volver a pensar qué hacer con ella después de aceptar los insistentes excusemuás de la concurrencia). «Carajo», pensó; calculó que estaba cerca el aterrizaje en el aeropuerto de Curazao para abastecimiento y analizó la posibilidad de solicitar una reubicación; aceptaría incluso estar con la minoría de leprosos modernos que son los fumadores. El dolor molestoso en el cuello no se iba, pero tampoco se quedaba por completo.
En esos cálculos estaba cuando el capitán de la nave anunció, en español de España, que estban en las tareas de aproximación para aterrizar en el aeropuerto de Curazao, que se detendrían 45 minutos, que llevaban algo de retraso por lo que «…se solicita a los pasajeros permanecer dentro del avión». Protestas, rechiflas, ¡buuuu!, etcétera. Habían aterrizado. Aparecieron las azafatas con sonrisas doble, ofrecieron bebidas y licor; la de su zona volvió a tener buenas piernas y volvió a perderlas, porque el guía insistió en un flirteo que fue recibido como botín de guerra por sus guiados. Él aprovechó la oportunidad para salir del medio de la fila y gastar zapatos en el pasillo, prefería quedarse de pie junto al baño, que de hecho lo usa para lavarse la cara y las manos. Puede ser un excelente espectador del circo parisino y le pareció divertido. Desde lejos. Desde lejos.
– Tiene un grupo alegre-, le dijo una voz femenina abajo, a la izquierda.
– No es mi grupo, yo vengo solo-, respondió y odió a la mujer que le ha confundido con ésos.
– Si no me equivoco, usted está sentado en la mitad del grupo.
– Castigos del destino, respondió cortante.
– Si le molesta tanto, ¿por qué no se sienta por aquí?, descubrió que tenía un acento colombiano.
– No es mala idea.
– Por lo menos aquí queda un espacio sin sobresaltos.
– Perdone, le empuja con delicadez una mano, que se transforma en un cuerpo que entra en la fila, esquiva con acrobacia y contorsión a la mujer a quien pertenece la voz y se sienta junto a la ventana.
– Siga usted.
– Es mi hermano, dice ella.
– Mucho gusto, soy Lorenzo.
– Mónica. Él es Diego.
– Hola. ¿Qué les lleva a España?
– El matrimonio de mi hermano. ¿A ti?
– Escala, voy a Estambul.
Conversaron de todos los temas posibles que rondan en los pasillo de un avión, sosos gemidos de una agonía lenta; acordaron que se obraría el milagro del cambio de asiento y les interrumpió el piloto. Cetrina invitación del piloto para que volvieran a sus asientos por la etérea vía de los altavoces. El asiento 14 F estaba ahí, no se había movido; hacia allá fue como pudo, la pesadez de los pasos era la del reo rumbo al cadalso y cada vez era más lento, el caminar del condenado rumbo a la picota. En cuestión de minutos una horda de caribeños lo saturaron todo. Se levantó de su asiento, miró con la esperanza de que estuviera libre el lugar junto a Mónica, escudriña el panorama, ella alza los hombros y hace una mueca; y una negra, medusa de miles de trenzas rematadas por los colores del arcoíris, ocupó el sitio libre, vio a los dos, no entendió nada y continuó con el rito de ubicar las cosas en su lugar y su propia abundante humanidad en el limitado espacio del asiento.
Regresó en busca de la salvación umbilical a través de los audífonos de la mano de Al Di Meola, reclinó la cabeza sobre el asiento, cerró los ojos y la nave repitió la procesión del despegue, inmediatamente se reabre el circo francés; los payasos, contorsionistas y animales salvajes volvieron a mostrar impresionantes aparatos dentales, mientras las azafatas pretendían robarles la atención para demostrar el uso de los equipos de emergencia en caso de despresurización de la cabina, de los chalecos salvavidas debajo del asiento, de las puertas de salida de emergencia. Volvió a sentir la ventilación demasiado fría, le atrajeron la atención azafatas nuevas de feas piernas y con demasiados años para fantasías espaciales, se perdió por unos segundos en el azul en el fondo tan cielo como tangible, que está dibujado en el rectángulo de la más cercana y ridícula ventanilla.
Bueno, debía poner orden en las cosas, porque de ahí para adelante tenían nueve horas de viaje sin parar. Abrió el libro, con decisión, en el capítulo de Trascendencia de los Templarios, página 88, y comenzó a leer el primer párrafo, de nuevo. Tantas veces lo ha hecho que ya no está de acuerdo con la estructura de las oraciones. Al fin logró cierta concentración entre la música a todo volumen y lo interesante que se puso la historia. De reojo se enteró que nuevamente estaba visible la pantalla con la información del vuelo y que la algarabía gala no se había detenido por nada del mundo. Esperó que las circunspectas sobrecargos les proveyeran de suficiente licor para que caigan vencidos por un coma alcohólico aunque, al ritmo que iban daba la impresión que no tenían límite; resultó que entonces decidieron bailar un ritmo extraño y toda la fila de asientos iba hora para adelante y hora para atrás; era tan contundente el caos que inclusive las letras del libro se unieron a la jarana, hora para adelante, hora para atrás.
Estaba furioso, retiró los audífonos de sus orejas, se puso de pie de un salto y regresó para mirarles a los ojos y cantarles tres verdades a los irrespetuosos, pero su rabia ígnea se enfrío un poco debido a un tropezón con los ojos solidarios de Mónica, quién devoraba pasillos. No iba a lograr enfriar su arrojo de manera que, luego de varias contorsiones, llegó al pasillo y salió desesperado hacia atrás, corrió para pararse frente a Mónica y quedarse en completo silencio, por entonces el único ancla viable a la cordura. Ella dio media vuelta y fue a su sitio, se sentó, tomó una revista en las manos y no levantó la vista nunca más. Él se quedó en el medio del pasillo, con la desubicación más radical del espacio aéreo internacional, se sintió estúpido por estar de pie en ese sitio tan poco concreto y como un megalito cuyo ese es una enorme cara de bobo –de hecho, un pasajero, presumiblemente árabe, hizo una mueca de gozo como final del desplante que le desgarra-. Para salvar en algo la desazón fue con pasos cortos y rápidos al lavatory. Pero estaba ocupado; esperar junto a la puerto del baño era, en ese momento, el mejor refugio de todos. Salió del baño el guía de los franceses, le regaló dos palmadas en el hombro. Él entró casi empujándolo, se lavó la cara, se lavó la cara, se lavó la cara, se lavó la cara hasta quedar casi sin cara. Estaba harto y eso le tenía cansado, se sentó sobre el sanitario de puro cansancio y trató de relajarse, hasta que sintió humedad en su trasero, el anterior usuario -y quien sabe cuántos antes-, no levantó la rueda para orinar y lo hizo con pésima puntería; tres horas después de cualquier viaje los baños de los aviones son peores que los de los estadios de fútbol. Bajó la tapa del inodoro, se sentó y se tomó la cabeza, cogió su mente, la choca contra el espejo, regresa a mirar por la escotilla; se paralizó, sintió que su cerebro cráneo baja sinuoso sosteniéndose del papel higiénico, retuvo el vómito frente al depósito para arrojar toallas sanitarias y sacudió la cabeza (el cerebro recién estaba regresando a su lugar). Se puso de pie, se lavó la cara, se lavó la cara, se lavó la cara, se lavó todo rastro de rostro, se secó con las toallas de papel, pero un trozo se adhirió a la quijada, sin que lo note. Debió haberse demorado algo más de lo normal en el lavatory porque cuando salió miró atónito que había sido servido el almuerzo y todas las mesas estaban bajadas sobre las rodillas de los bulliciosos: entrar en esas condiciones al asiento 14F era llanamente imposible, a menos que los turistas hubieran tenido la creatividad y la voluntad de dejar sus asientos con las bandejas en las manos; era una posibilidad estúpida. De todas maneras, intentó explicar su plan mitad en inglés y mitad en español y la respuesta fue de consenso: carcajadas. En ese momento no supo qué hacer con la sonrisa de culpable que le quedó marcada en el rostro y no le quedó otra alternativa que esperar de pie en el pasillo, intentó adquirir un gesto altruista y habría parecido que los empleados de vuelo de la aerolínea entendieron que alguna necesidad soportaban los pasajeros y que ese caballero tan solidario les hacía caer en cuenta; aparecieron, por los dos extremos del pasillo, carritos con bebidas a toda velocidad. Estaba rodeado, estaba como un imbécil al que nadie hace caso, aunque Mónica entonces sí le mira con condescendencia. Finalmente, el guía del grupo de franceses, el mismo de las palmadas en el hombre antes de entrar al baño y el mismo de la poca puntería en el sanitario se apiadó del bochorno magnífico que estaba cometiendo e intervino para que ingrese a su asiento ecuatorial. Lo hizo estoicamente pues el grupo de turistas se dedicó a abuchearle. Pero no había alternativa, tenía una cara de verdadero terror porque los coches de la bebida cerraban sus tenazas y veía cerca el colapso.
Obviamente, debido a la tardanza tenía una tasa de café entre las manos pero nadie se acordaba de sus alimentos, por más sintéticos que fueran. Hizo un esfuerzo con el brazo hacia arriba para pulsar el botón de atención de las sobrecargos y solicitarlo expresamente, los vecinos le miraban como un espécimen catalogado de un zoológico excéntrico de un país del tercer mundo. Él se sentía igual.
Pasó el tiempo, tenía la bandeja del almuerzo todavía en la mesa, la película había comenzado, los turistas franceses estaban más cansados –de hecho, el que está a su derecha le contó la historia de su vida y luego cayó rendido por coma alcohólica. Suponía que era la historia de su vida, no entendió nada. El vencido, hermanado por aquella larga, cansina y aparentemente trascendental confidencia, se tiró a dormir sobre su hombro. Pero era de los dormilones babosos, con aliento fétido y alguna obstrucción en el sistema respiratorio. Es decir, tenía muy cerca de oreja una sinfonía gangosa y húmeda. Bueno, no había salida.
Cuando el mapa de la pantalla, que reemplazó a la película que sobresalió por sosa, registró la entrada del avión a la península ibérica, sus párpados se pegaron las condiciones atmosféricas castigaron a la nave con hipos y estertores, que pusieron a punto los nervios de los pasajeros. El que está dormido sigue en lo suyo y en el pasillo pareció el hermano de Mónica, quien le invitó a cambiar de asientos. Diego se instaló cómodo en el 14 F, el vecino de la derecho fue a reclamar el hombro pero se encontró con un empujón que le mandó la cabeza hacia el otro lado. Ocupó el sitio de la transacción junto a Mónica, quien está luchando por despertarse. Ella le dice cosas muy bonitas sobre el mundo, habla, habla, habla, habla y habla. Tanta palabra, llegada de boca tan linda, le arrulla. Solo se despierta cuando Mónica le golpea con el codo y le informa que están a punto de aterrizar, que debía regresar a su asiento, con un gesto definitivo de impaciencia. Además, todos ya habían comido, otra vez.
El 14 F volvió de inmediato a la normalidad, es decir, a turistas franceses que coreaban largos olé al guía, que representaba en el pasillo pases taurinos extremadamente mal hechos, aprovechó su paso al asiento para hacer uno que fue vitoreado especialmente y agradeció con unas venias pomposas que la afición aérea agradeció con algarabía. Él no, era la nonagésima humillación. El último olé se superpuso al anuncio de «Fasten seat belt» y una voz cálida que resultó insuficiente y obligó a las sobrecargo a intervenir personalmente para lograr que cada uno de esos trogloditas se sienten y usen los cinturones de seguridad. Estaban por aterrizar en el aeropuerto de Barajas, en la ciudad de Madrid y la voz del parlante pedía que permanezcan en sus asientos hasta que el avión haya detenido completamente la marcha y que había sido un placer para la aerolínea haberles servido y que esperan con verdadera pasión que vuelvan a utilizar sus servicios. Seguro que sí. El dolor molestoso en el cuello era inmanejable.
Sintió el sacudón de la nave cuando abrazó el negro asfalto de la pista del aeródromo internacional. Sabía que debían pasar algunos minutos antes que el avión llegue a la puerta de desembarco e intentó, como un acto de heroísmo postrero, seguir el hilo del tercer capítulo del libro La Trascendencia de los Templarios, página 89. A pesar del pesimismo con el que abrió el libro logró avanzar media página y se dio cuenta de lo interesante que estaba poniendo el tema, de una narración fluida, del buen uso del lenguaje por parte del autor. Pero ya el avión había detenido la marcha; lo supo porque uno de los turistas de su lado fue vencido por el peso de la maleta de mano, que impactó contra su hombro y originó la consiguiente dosis de disculpas pedidas en un idioma que entendía cada vez menos. Prefirió ser el último en salir, lo mismo que Mónica, la siente a sus espaldas preguntándole por su destino.
– ¿Dónde vas a estar en Madrid, Lorenzo?
– Creo que voy directo a un sanatorio. Ella ríe de buena gana y le acaricia el hombro.
– Eso pasa, hombre, no te pongas así.
– ¿Dónde vas a estar tú?
– En este papel anoté la dirección y el teléfono. Voy a estar quince días aquí. Seguro que me voy a aburrir, pero me encantaría aburrirme contigo.
– Te llamo, pierde cuidado.
Salió momentos después y se dirigió a la ventanilla de migración. Sabía que volvería a ver a Mónica en la banda del equipaje y se apresura a copiar la dirección del hotel donde se alojará para entregarle a Mónica. Lo hizo en el mismo momento en que un ser absolutamente hostil dice «Siguiente». Le habrá visto cara de narcotraficante o algo que se le parezca –en realidad, bastaba con que supiera su origen sudamericano-, llamó al supervisor y luego al superior de este; le ordenaron entrar en una habitación contigua a las ventanillas de migración.
– ¿Tenéis algún otro documento de identidad?, le pregunta un ente con traje militar.
– Sí, señor, mi cédula de ciudadanía.
– Enseñádmela.
Y le da tantas vueltas que la foto proyecta los ojos de una persona mareada.
Persiste ese molestoso dolor en el cuello, el pantalón apesta a cerveza y la camisa sigue húmeda y maloliente.
Le devuelve los documentos, le explica que en España solo conocen el apellido Venegas con v y no entienden por qué el suyo comienza con b labial, le pidió disculpas, selló el pasaporte, le invitó a recoger las maletas.
Fue por su equipaje, solo quedaban tres de los turistas franceses blasfemando frente a la banda sinfín y tres maletas que giraban. Se aterró porque los compañeros de vuelo tomaron todas las maletas y la banda se quedó en negro.
Se sentó en la banda que se había detenido. Apretó el papel con la dirección de su hotel y lloró. Pero muy poco.

 

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Tiembla, tiembla

Sonreía. Un poco después del mediodía María de nueve años terminó de colectar los trastos sucios del almuerzo, en los que se había servido arroz, gallina estofada, papa cocinada y aguacate, el mejor seco de gallina del mercado, no se dudaba de la naturaleza superior de este plato salido del archivo de artilugios de su madre, cuyas manos picaban verduras a la velocidad que tejían bufandas. El padre, el que servía los platos y jugos de fruta fresca a los comensales, era mucho menos hábil en todos los sentidos.
(Vendía zapatos para trabajo agrícola y botas de caucho en un puesto adosado a los olores que bullían desde el cráter de las ollas de la madre de María de cuarto año de educación básica).
El preámbulo fue soleado. Los veranos andinos son secos, al mediodía el sol suele hacer daño, pinta las mejillas de los niños de morado, como las de María hija única. A pesar de que la piel del pecho se humedecía por la canícula, desde las montañas rodaba un aire frío que ponía pálidas las orejas y la punta de la nariz. Entre los torbellinos de polvo los perros se perseguían alternativamente, juguetones, le hacían chanzas a la muerte que hacía trinchera en las ruedas de los autos. El campanario de la iglesia dio los doce talanes de la marca del final de la feria, había que irse, los del pueblo a sus casas; María de ojos negros cargaba una canasta llena de platos y cubiertos. Los afuereños a sus chacras; puestos los borregos que no se vendieron como abrigos de piel.
(Vendí pocos zapatos y no tuve el dinero para comer el seco de gallina que preparó la madre de María. Será la semana que viene).
La casa construida con adobes y encumbrada de tejas tenía en el patio de atrás un grifo para servirse del agua de pozo que María de pelo negro usaba para lavar la vajilla y las ollas con las manos desnudas, que se aterían. Cuando el sol se escondió tras el tejado se llevó consigo unos ocho grados de temperatura pero no se podía dejar la tarea a medias, desde muy temprano de la madrugada siguiente su madre haría de nuevo la magia de la cocción del mejor seco de gallina. La casa tenía dos habitaciones, la una era un comedor público, sombrío, decorado con calendarios de mujeres forasteras desnudas y manteles de plástico con motivos culinarios tan extranjeros. Si terminaban rápido, María de genio variable iba a la escuela a trazar palitos inclinados, uno tras otro; aprendía a cantar el Himno Nacional; resolvía multiplicaciones aunque su vida era de divisiones, jugaba con las compañeras, se ensuciaba el uniforme que usaba todos los días pero cuidaba con celo la bufanda que tejió su madre. Terminó lo de ese día cuando la claridad se cambió a la espalda de la tierra.

La Tierra tiene hambre, o sed. Pero mucha. La Tierra abre sus fauces cuando tiene hambre: su poder congela todo lo que está vivo. Helados los astros cuando la Tierra decide comer, idiotas los hombres, dispersos y comunes: la impotencia los encadena de la cintura al piso. La muerte trashuma demasiado cerca. Se sintió que pasó cerca, quemaba del frío. No es gula, es venganza: la Tierra se alimenta de la ternura sonreída cuando la armonía pinta la vida y su plato preferido es la paz. Engulló ese día cuando sintió que le habían acuchillado mil maneras de progreso. Si convive es enamorada, si la agreden mujer fatal, portadora del sello de “caducado”.

–Tiembla, tiembla, no parar de temblar, Dios mío, ¡que castigo nos estás mandando del cielo! Ya se cayó mi casa, ¡qué otros males vienen!, ¡es el fin del mundo!
–¡Rece señora, rece usted!, solo Dios puede salvarla, a ver si es el Todopoderoso.
Se confabularon las fuerzas y bailaron mapalé. En cada contorsión de la tierra las nimiedades del mundo se estremecían: tres campanadas anunciaron que todo alrededor estaba epiléptico y tiritando de frío; las paredes, congeladas de miedo, iban, tiesas, de aquí para allá; las tejas fueron escupidas por los techos, gargajos que se estrellaban contra el pavimento y explotaban; los cuadros se descolgaron y se abrazaron en una esquina de la habitación para abrigarse; la gravedad enloquecida empujaba las lámparas en contravía; los rostros de hombres y mujeres se habían entumecido en el gesto de una sonrisa nerviosa, una mueca de disculpas y, al mismo tiempo, de ruego por piedad; el presente se derrumbó con cada ladrillo que hasta entonces fue escalón de progreso. Los cables de electricidad latigueaban, los animales del campo habían asumido una posición de reverencial, los pájaros, sin querer desentonar, que mantenía suspendidos en el aire. ¡los tambores del vientre de la tierra redoblaban!, las calles ondeaban en un inmenso aguaje, el cielo se cerraba incontenible contra la tierra y cargaba con furia contra la impotencia de los hombres, un terror que se hizo supremo con el estruendo de una torre de la iglesia que reventó al caer en la plaza. Había gritos, había llanto, había frío.

Había silencio.

La Tierra, cuando le da la gana, dice a quienes la habitan que no son necesarios: Se los traga sin ceremonia. Lo que para las mentes humanas es un símbolo de crueldad para ella es solamente el orden de las cosas: en cada estertor perecen los que deben y los que no. Nadie piensa que merece la muerte pero todos han hecho los méritos suficientes, todos los días la merecen. Pero la muerte tiene buen gusto.

–¡Impíos, ha enfurecido Dios nuestro Señor y ahora nos envía los fuegos del averno¡, ¡arrepiéntanse pecadores, arrepiéntanse de todos sus pecados!
–Rece señora, rece a ver si el terremoto se lleva los suyos.
Unos ladrillos perdieron por fin el equilibrio y se destrozaron contra la acera como un estertor tardío. Más silencio. Los cables de luz zumbaron el retorno de la onda de su propia tensión en algún poste que no sucumbió. Silencio. La garganta de una señora empezó a perder el respeto a la falta de ruido, soltó un alarido potenciado por llanto y seguido del eco que rebotó en la eternidad pero calló enseguida, rígida, aterrada de sí misma, pálida, apenas consciente de la falta de respeto de su estridencia. Silencio. Silencio violado por la cadencia maniática de las uñas de un perro que huía a la carrera perseguido de cerca por la nada, se alejaba, se acercaba, se iba; se fue. Silencio. Las hojas de los árboles comenzaron a rozarse animadas por una brisa llena de respetos y tímida. La vida volvía lenta y temerosa a reinar. Una sirena transitó esquivando derrumbes; cruzó, neurótica, esquinas, iluminó los ojos asustadizos de hombres y gatos, pasó aullando con el único sonido que le era extraño al silencio que le había seguido al estertor de la tierra en convulsión; siguió veloz sin fijarse en dos lágrimas que se iban sin molestar por las mejillas de María de vida solitaria: sentada en un pedazo de pared que no había sucumbido sostenía a un lado la mano de su madre demasiado quieta y al otro la bufanda; cerca, a ratos se escuchaba los quejidos de su padre que se volvían susurros, aplacados por una cobija de adobes que le iba quebrando las costillas, una mortaja de barro y paja.
Una brigada de rescate corrió bulliciosa, el jefe dictaba órdenes al vuelo, explicaba procedimientos, organizaba tareas, llenaba mentalmente formularios, evaluaba con rápidos golpes de ojo; de los cascos de unos brigadistas brotaban tenues luces que alumbraban apenas las lágrimas de María de pocas palabras, le temblaban los labios. Se fueron.
(Las cajas de zapatos amortiguaron la caída de la cubierta del cuarto donde vivo. En ese instante no tenía muchas opciones para salir y tampoco quería moverme porque la tierra seguía temblando).
El caos humano reemplazaba de a poco a los hipos de la tierra. Los gritos de un padre ordenaban, histéricos, velocidad a sus hijos para sacar la cocina, las joyas, el televisor, sacar todo de la casa antes que se venga abajo. Una grieta dibujada con lápiz se volvía una división a brochazos y no había manera de detener el inmediato colapso del edificio. La madre rogó que tengan cuidado, los hijos sudaron frío esa osadía al límite de la vida y cargaron como plumas los enseres de valor; estaban demasiado agitados para atender el temblor del cuerpo de María silbadora, gélida, ojos de helada ternura.
Una patrulla se deslizó agazapada en la noche; daba el oficial reportes sórdidos y respondía la oficina central disposiciones estruendosas, violentas expresiones oficiales que habían perdido el problema de lamentar la miseria general; hacía un conteo de casas derribadas, pedía más ambulancias, más hombres, llamaba a los refuerzos para casos de desastre nacional, decía que habría cinco, diez, cincuenta, quinientas, mil personas atrapadas entre los escombros; tanto decía que no escuchó la alferecía de María de manos ajadas, quien volvía a sollozar con la boca cerrada, sola, sostenía la mano lánguida de su madre y escuchaba los quejidos de su padre silenciándose.
–Sufre María, la mano de tu madre no tejerá bufandas ni caricias ni círculos mágicos dentro de la gran olla de seco de gallina, ¡Eso nos pasa por no asistir a la santa misa, por no ayunar, por no participar de las fiestas de guardar¡, Eso nos pasa por… ¡Tiembla, tiembla otra vez…¡
–Rece, señora rece que alguien le escuche.

Silencio.

Todos quemados por el frío que les envolvía. La tierra hacía la digestión y la muerte había escapado de nuevo, una vez más, para terminar la tragedia o agrandarla o ponerle color a la noche. Los árboles paralíticos, los gatos no habían cerrado los ojos hace mucho, hacían guiños que parecían tics; los haces de las linternas quietos, las balizas inmóviles, el viento suspendido. La impotencia sostenía a los hombres, los tenía detenidos de la garganta, les quitaba la fuerzas para respirar y las ganas de suspirar o pestañear. Un pedazo de pared sobreviviente cayó, como una carcajada, sobre María de nariz recta. Gritó fuerte, fuerte, más fuerte todavía, llamó la atención de las linternas, de los rezos, los gatos cerraron los ojos por la pena, de los árboles que recogieron las ramas y se abrazaron a sí mismos. La misma Tierra se detuvo. El sonido de las campanas que se mantuvieron en su cima cesó y las dos últimas ni siquiera tuvieron el beneficio del eco. El alarido de María aterrada no terminaba; se extendía por las calles, más fuerte que las sirenas, que las uñas del perro, que las órdenes y los conteos; la muerte se detuvo congelada por la vida, que le traspasaba por el medio y hacia la mitad y le destrozaba de miedo. El dolor de la ternura fue más que el universo.

¡Como si necesitara de quienes le revientan a diario, como si le hiciera falta el voluntariado! La Tierra preferirá inmolarse a dejar que los hombres le salven. Ya lo sabe, dirán que lo hacen por ella pero la verdad es al revés, siempre ha sido al revés. Y la Tierra no necesita interlocutores, como tampoco necesita a quienes la habitan.

(Nunca se sabrá que fue mejor, hay tantas posibilidades de acertar como de errar. Había tomado la decisión de permanecer en esa caverna cuyas paredes eran las cajas de los zapatos que vendía. No tenía alternativa).
El grito se repitió más tarde, cuando el médico de emergencias, que llegó en la ambulancia, puso el hueso de la cadera en su lugar con un movimiento violento, sin anestesia, solo la noche para morder el dolor. En un estado de emergencia no hay espacio para las sutilezas. Llevaron al hospital a María de roble donde tampoco había delicadezas; ahí durmió sedada, enyesada, golpeada, maltrecha, víctima, damnificada y huérfana. No sintió todos los temblores que siguieron, que aumentaron el número de huéspedes de las camas de los cuartos y los pasillos y los salones del sanatorio. Tampoco sintió cuando su padre, en una habitación lejana, se quejó por última vez, ni cuando los vecinos comenzaron a llorar. No sabían si les dolía más la muerte de los padres o el desamparo de María de ternuras.
(Dos días después me rescataron de entre los escombros. No sufrí mucho. Los sobrevivientes me pusieron al día. Sufrí mucho. María de soledad no ha despertado todavía y no he podido devolverle la bufanda que tejió su madre. La tengo como el símbolo de un destino que se forjó a golpe de temblores).

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Reliquias

Dalton Soto roe con la espátula la costra púrpura que ha cubierto el friso del púlpito de la iglesia. Le contrataron en enero, lleva ya 9 meses rascando cada pulgada para develar el pasado de los diez mil adornos de la casa de Dios y sacar a la vista el lado negro de la historia del templo; en cuanto a lo corpóreo, claro.
Dalton Soto sabe que el templo es dorado al fondo de las costras púrpura. Con paciencia lo hará resplandecer lozano, siempre que fije el pensamiento en pulir los frisos y deje de vigilar al cura, quién lo vigila a él.
¿Cuál será su nombre? ¿Se llamará Ignacio Matovelle?, se pregunta. El apellido seguro que no pero el nombre no sería absurdo en esa orden. Bah, tiene la certeza de que la comunidad jesuita le bautizó Maurice de Loyola, nombre de un hombre que no es de esa ciudad ni a escobazos. Vasco, eso vale. En ocasiones Dalton Soto ha creído notar cierta agresividad muy etarra, unas como ganas ancestrales de golpear a la gente. La ventaja de los restauradores es que con un poco de tiempo de por medio pasan a ser parte del mueblerío y pueden descifrar los susurros de los habitantes de la casa de Dios. Supo que en algún momento –Maurice de Loyola tiene el papel y lo muestra sin desenfado; lo guarda en uno de los bolsillones de la sotana- recibió una canonjía de la autoridad clerical local para no celebrar más misas. Este que vigila ladeado los trabajos de restauración de la iglesia es un sacerdote indefinible, si bien otros curas creen que es un portento: llegó viejo a morar en la iglesia de La Compañía y se quedó viejo. Las beatas maitiniantes momificadas por media docena de chales creen como dogma de fe que Maurice de Loyola es un santo muerto e incorrupto y heredero del élan. Creen, las rezadoras, que el clérigo ha visto vida.
Hace cuatrocientos años las manos de nudos anchos de los peones forraron el templo completo, hasta los remansos escondidos, con una fina capa de pan de oro para mayor gloria del Padre omnipotente. Por toneladas. El oro que atiborra la fe, el resplandor que nubla la malicia del-que-no-se-debe-nombrar; las calamidades de los hombres calmadas por los artesonados con curvas de un amarillo tan solar que dilata el iris de los ojos aviesos de los profanadores, quienes caen rendidos por la canícula del mediodía ecuatorial. El astro rey tan omnipotente como el Padre. El sol y el oro. La luz que se cola por las ventanas de las cúpulas baja pesada y a toda prisa, desciende en picada, se arroja con peso muerto, rebota contra una columnata, pega al friso, atraviesa la cadera de la llama de las velas, de frente provoca una conflagración contra el altar y se lanza de nuevo hacia donde vino, de vuelta a la morada de los omnipotentes. Ahora es mera especulación de Dalton Soto pero cuando la estructura completa de la iglesia terminó de ser cubierta, la luz láctea de la luna habrá sobrado para alumbrar la garganta de la nave central: tanto oro, tanto oro junto. Hace cuatrocientos años los diseñadores del templo quisieron que durara más todavía que cien mil puestas de sol y otras tantas lunas lácteas, buena parte de ellas vistas por los ojos de Maurice de Loyola. Unos dicen que el cura lo supo por interpuesta persona, la mayoría coincide que lo vio: Miriam Miranda Marino, arrodillada frente a San Ignacio tallado en madera, lloró seguidas 66 horas la muerte de su sexto hijo. Es decir, se le habían muerto seis en seguidilla y a los 33 años no tenía ninguno. El encharcado de lagrimones se coló entre las uniones de los tablones de roble y goteó despacio hasta humedecer las catacumbas. E inundarlas. Los esqueletos de los fundadores de la orden en tierras americanas nadaron bien pero se pudrieron rápido, para desazón de los vendedores de reliquias. A la muerte del séptimo neonato –lo intentó de nuevo- Miriam Miranda Marino se tiró contra el piso en cruz, en una actitud más demandante que suplicante, y ahí quedó el tiempo necesario para que el viento dispersara los átomos. Las motas del cuerpo de Miriam Miranda Marino pulularon por ahí durante semanas, ella que siempre suplicó para sus adentros, hermética, terminó siendo una montaña de partículas que volaron de acuerdo a las corrientes de aire y se fueron pegando por aquí y por allá, y se secaron como tinta que escribe historias sobre el pan de oro.
Dalton Soto nota que la capa de costra es más ancha y más dura mientras es más profunda. A un metro sesenta del piso la mano que sostiene la espátula de mango de madera clara se quiebra varias veces, la capa negra tiene casi 5 milímetros de espesor. Harto vapor de esencia humana.
Es un ser ambiguo este Maurice de Loyola; cuando baja el sol reglado por las ventanales de la cúpula mayor, al ocaso, el cura transparenta. Dalton Soto caza susurros que aseguran esto y él mismo jura haber visto la sombra del padre transitar por los balcones mientras el cuerpo, el que proyecta la sombra, deambulaba en contravía, a contrapié. Y más, le pasa con frecuencia a Dalton Soto que la sombra del hombre de Dios llega antes y se va después: Maurice de Loyola es un ser crepuscular, santa alma del ocaso, un devoto del poniente, fe de atardecer. Los pasos de Maurice de Loyola son los únicos que pisan sin eco, pero suenan duro, de verdad.
La mayor parte de su vida el piso de la iglesia soportó tantos pies descalzos cuantos calzados empolvados o enlodados -si era agosto o abril-. Independientemente de ello, les era común provocar que se levantara el polvo acumulado en los tablones de roble con la inercia mecánica de pasos por millones. Del suelo café brotaban nubecillas de partículas que se adhería a los dorados, por más barrenderos que pujaran por contener el polvo y devolver la lozanía a la madera. Todos los que querían alcanzar el cielo traían un tanto de tierra de fuera de la iglesia y lo dejaban ahí. Dalton Soto lo sabía. Mejor dicho lo intuía. Hasta le parecía haberlo soñado. Es indescifrablemente certero.
En esta ciudad el oxígeno se endureció el mismo día de la creación y los minutos se demoran unos segundos más. Pero la génesis del mundo es obra inconclusa y sucede que cuando las campanas tañen impuntuales es porque una fuerza mayor a la de la fe les ha puesto a pendular. El poder de la tierra, la vehemencia de un sismo claro, es capaz de mandar a redoble a las decenas de campanas altas y gordas que las acompañan con sus sones cada nuevo intento por completar lo iniciado. En el fondo de cada tan tan tan hay un rezo repetitivo. Los terremotos se parecen mucho a los rosarios, voces uniformes que suenan a rumor. Cuando la tierra no hipa más los feligreses corren a cobijarse entre las paredes del templo, se botan de rodillas como a una piscina y gritan las oraciones, las súplicas, retan al poder divino, ruegan violentos por paz. Lloran a moconadas, sudan frío. Por cada cavidad de los seres píos brota una duda sin misericordia, vapor que de poder verlo sería púrpura oscuro nocturno sin llegar a negro réquiem: el miedo, que por minutos o por días abriga los hogares y las aceras, apoca a la fe (los resplandores dorados de La Compañía también se opacan). Edgar Enderica  hace notar a los dolientes que entra por la puerta de cedro no porque chirrían las bisagras ni mucho menos porque su sola presencia esté precedida de la corte de ángeles. Sus pasos son superlentos, rearrastrados, zapatos galápagos y el choque del tacón suena especialmente grave. Las gotas de sangre que señalan su rastro parecen luciérnagas alineadas para una procesión. Carga un tajo en el cuello que Edgar Enderica cubre con una bufanda, un corte que le da a los ruegos un tono a averno. Los creyentes, las lloronas, los acólitos, el cura, los conversos, los ateos que han sido acogidos, los frisos y las columnas se callan. El terremoto se calla. La llama del Santísimo se esconde tras un rictus de rigor mortis. Edgar Enderica ora y ora de rodillas frente al altar, la sangre mana y mana, la tierra tiembla y tiembla, las almas penan y penan. Nadie acude; contra el dolor de verdad, como el de Edgar Enderica, se batalla solo, es mejor así, el mundo es una realidad prescindible para un hombre que tiene tan pocos momentos para ser él mismo. Tan nimio es que la tercera réplica del terremoto se escucha menos que las jaculatorias de Edgar Enderica. Pero no la cuarta: el sismo lo manda a callar provocando un remezón brutal: un trozo de la cúpula le destroza, en secuencia, la cabeza, el cuello, la columna, la cadera y las rótulas.
Dalton Soto halla una grieta. Resopla. Eso significa ir a la bodega para preparar una mezcla especial, maquillar la rajadura, velar hasta que el material seque y solo entonces cubrir la herida con una fina capa de pan de oro. Las cosas de Dios tiene que perdurar, no necesariamente porque él crea firmemente en los poderes omnímodos del Todopoderoso de la iglesia; más bien piensa que estudió para intervenir los objetos a través de los cuales el arte perdura, el tiempo de vida se estira todo lo posible para gloria del hombre creador y, sin duda, la gloria de quien inspiró la creación artística. Sintió, Dalton Soto, que las costuras se le rompían: hacía la mezcla sobre la base de un altar lateral, debajo del cual descansa Santa Marianita de Jesús.
La relación de Maurice de Loyola con Dalton Soto es de suspicacias. El uno mira de reojo los trabajos de restauración del otro y vigila que no se acerque mucho a la tumba de su Marianita. Dalton cree que la sola observación de los andares del cura le revelará la naturaleza del misterio de Maurice de Loyola. Desde hace un par de semanas Dalton Soto sabe que el anciano sacerdote tiene una fijación: Santa Marianita de Jesús. Parado frente a ella, a esa talla sensible e hiperrealista atrapada en la urna, Maurice de Loyola sonríe a veces, llora otras. Si acaso, la talla de la santa sostiene la parte del alma que decidió prolongar y mantener en la tierra su cuerpo ajado. Porque Dalton Soto escuchó rumorar que una parte del espíritu del jesuita se fue hace mucho, pero otra se quedó para habitar en esas carnes magras. Los alrededores de la tumba de la santa son zona de guerra, Dalton Soto se apura a quitar las herramientas de las cercanías y ruega no ser descubierto tan cerca de la De Jesús por Maurice de Loyola, tipo que debe tener en las venas mercurio y no sangre porque… no sabía explicarlo bien, ¿cómo se define algo metálico y líquido? Metálico y líquido es solamente la sensación de culpa.
Veinte de abril. Todos son iguales desde 1906. A las nueve de la mañana cientos de mujeres con mantillas y de hombres con traje negro empujan a un cordón de estudiantes que evitan que los feligreses dañen la calle de honor por la que ha de pasar, cuando el sol esté en la canícula, el cuadro de la virgen sobre las andas. En las naves laterales se agolpan tantos cientos más y en las calles miles. Desde las nueve el padre Remigio dirige los cantos y las loas, los cantos se entonan con fervor y las loas con recogimiento, unos y otros a voz brutal. Las bocas escupen alabanzas con aliento a café, a pasteles de yuca, a jugo de tomate de árbol, hojas de menta, agua de manzanilla, mistelas, rocoto. Las gentes padecen los empujones, sus frentes se pintan de rocío, los cuellos húmedos ahora se secan y luego vuelven a anegarse. Aparece la imagen de la virgen. Gritos de almas heridas, vivas de cuerpos que se yerguen, los que se postran hacen sonar las rodillas contra los tablones, los que se desmayan lo hacen en silencio, los estudiantes bregan sin mucha potencia contra el fervor; el cargador de cabellos algo más largos que el resto regresa a mirar con disgusto para reclamar a quien le ha golpeado en los riñones y cinco gotas de sudor vuelan por sobre las cabezas pías, explotan cerca de marco dorado del cuadro de un sacrificado en las cruzadas modernas por evangelizar a los paganos endémicos, a esas especies en extinción. Por las costillas de la casa de Dios salen nubarrones de  palabras épicas, de sudores aperlados y de alientos salados.
Levanta la mirada de la costra negra y gira los ojos hacia la derecha, que no la cabeza. A esas horas, cuando Dalton Soto ha logrado enfocar hasta la última neurona en la recuperación que hacen sus manos del gran templo, llega una cuarentena de gringos, a punto de sucumbir a la canícula de mediodía. No mira más, ya sabe lo que habrá de escenificarse a continuación. El guía le pondrá nombre y fecha a cada cuadro, a todos los retablos, uno a uno pasarán los altares con sus historias, los cuadros recibirán su biografía, los artesonados, la cúpula, los frescos, el piso de madera de cedro, la sacristía también se desnudará frente a más lentes de cámaras que ojos sensibles, el guía hablará y hablará, con la verdad casi siempre, los gringos serán rumores de alabanzas al creador y al oro, habrán de santiguarse los menos en este mundo impío y mordaz, los más se secarán el sudor frío y ninguno caerá en cuenta que Dalton Soto se bate en el mismo duelo diario de quitar el velo al pan de oro de todas partes para que las fotos de ellos sean todavía mejores. Finalmente harán lo suyo: beberán agua doblemente purificada y exhalarán el aliento inquieto de tanta impresión, que terminará abrazándose de todos los frisos. El trabajo de los Dalton Soto de la eternidad no tiene fin, más sudores se sindicalizarán con más alientos, que se abrazarán de las paredes de la iglesia, tiernos vapores que se petrifican al cobijo del pan de oro. Dalton Soto lo sabe, la costra negra se hace con sudor y con aliento de una colmena de seres que llegaron con oraciones bajo el brazo, con reclamos extraviados en el gaznate, con altanería y misericordia.
Maurice de Loyola es calvo hasta las faldas del cráneo; del pelo que queda nacen unas patillas que terminan en barba. Sobre la boca, como reemplazo del bigote, una arruga de la piel que corre paralela a los labios. De los ojos no hay mucho que decir, tiene la mirada de Maurice de Loyola: catatónica. Maurice de Loyola no puede ser sino ladino. Pero es un ladino de enorme bondad. Como que la iglesia le cazó por esa voluntad inquebrantable de compartir y tuvo que tragarse una actitud de mierda. Dígase que sus rezos son obras anónimas fuera de todo dogma, solamente impulsadas por lo que mande el corazón en un momento determinado. Lo cierto es que nunca carga ningún valor material que no sea la sotana brillosa por el uso y unos zapatos acharolados dos números más grandes que le regaló un fiel.
Seis de noviembre. Dalton Soto había avanzado bastante en la limpieza de los frisos del púlpito. Como siempre, Maurice de Loyola se paró en lo alto con las manos juntas para orar; solo que esta y por primera vez, antes de dirigió a Dalton Soto y le dijo:
– Joven. Esto que le voy a decir no lo sabe nadie y nadie debe saberlo. Días antes que Santa Marianita de Jesús entrara a la Tercera Orden de Penitencia de San Francisco de Asís nos casamos, pero siempre respeté su pureza. Nadie llegó a enterarse, solo Dios sabe cómo nos quisimos. Quiero pedirle un favor, colóquele esta sortija en el dedo que corresponda en la talla de madera que está en la urna.

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Los espejos

Sintió de nuevo en la nuca el dolor de los ojos que le excavaban, pero se contuvo. No regresaría ver, no. ¿Encontrarse con la multitud anónima de siempre? ¿Para qué? Él es muchas cosas pero no masoquista y entre la soledad abundante de tantas miradas en el cercano horizonte, que no son para él, no hallará los ojos que le excavan porque ya estarán encubiertos. La sensación de que llegó tarde para descubrir los ojos que le hacen daño le provocará dolor interior, se constreñirá más en sí mismo, se revolcará de dolor dentro del dolor y consigo mismo; de alguna manera la envoltura de la soledad que le abrazará, provocará un efecto algo peor del que le pueden causar esos ojos que no buscará, porque no los encontrará; nunca. Ya están encubiertos. Es su lucha, porque a pesar de que ha regresado a ver siempre, sabe que esa acción de girar la cabeza le transformará en el pacato espectador de un armisticio, en el damnificado ahíto de nadedad que es llevado en andas por una multitud anónima, pero repetitiva.
Tampoco tenía tiempo para una rebusca de ojos que taladran la nuca, para una redada; sí ha tenido horas en abundancia para llegar a la conclusión feliz de que el momento en que los encuentre, a los ojos que le excavan, que lo han hecho y que le perforarán, que cuando los encuentre entre la multitud anónima se los arrebatará al cuerpo que los transporte y los pondrá en un frasco lleno hasta la mitad de formol: hay que vengarse de agravios así, sin duda. La revancha contra ojos que taladran la nuca es una reacción animal y humana imposible de contener porque es natural. Colocará el frasco, dentro del que flotan en formol los ojos, en una repisa, para ver con su mirada viva esos globos oculares muertos y buscará en las delgadas venas rojas, trazadas sobre el blanco de la conjuntiva, el origen del poder con el que son capaces de taladrarle la nuca hasta bien adentro, donde duele lo que la vida.
Esa mañana no tenía ninguno de los rasgos con los que se marcan aquellos días que son hitos, salvo la misma mirada taladradora; de manera que no descubriría a quien porta los ojos ni lograría lanzar los globos oculares dentro de un frasco medio lleno de formol ni colocaría el frasco en una repisa para su goce, lo sabía porque hacía un poco de frío -rasgo fundamental. Tampoco era un día de arrestos.
Las calles son largas, los colores de las casas interminables; el trabajo que debía concluir estaba todavía verde de inmadurez; hacía falta que el tiempo operara con sus dedos sutiles para que pudiera terminar la tarea asignada para ese día. Dejó al gentío anónimo atrás y volvió la mirada hacia el canto contrario, la otra orilla de por donde pasa su mundo, el antihorizonte; miró al contrario del poniente que no es el naciente. Y se quedó mirándolo.
NE23-451. Tenía frente a sus ojos el letrero metálico horizontal de unos 25 centímetros de ancho y unos 12 de alto -en el que se habían grabado en relieve las dos letras y los cinco números- que estaba clavado contra la pared y que era el documento de identidad de la vivienda. Ésta tenía tres pisos, parece que dedicada a vivienda múltiple con un local comercial en la planta baja, donde fue la cochera, casi literalmente hablando, porque ahí hubo coches, la edad delata; se había acomodado bien en el observatorio, que estaba en el límite de la acera y a tiro de los retrovisores laterales de los vehículos que pasaban exhalantes y excesivos y excitados también. Desde ese mirador lograba una perspectiva adecuada, ajustada con exactitud a lo que manda la norma de procedimiento legislativo y el reglamento adjunto con las disposiciones transitorias para el Supervisor de Nomenclatura; Ése era su caso. Él particularmente se veía como todo un proceso legislativo, un asunto de Congreso de la República que vestía pantalones de casimir tailandés negros, camisa blanca de cuello duro y puños severos, y saco café de lana, usaba la vestimenta que concordaba con toda práctica parlamentaria que se respete. Si un ciudadano chocaba contra sus hombros anchos o pisaba los zapatos de cuero negro repintados se daba cuenta que era, sin remordimientos, un procedimiento legislativo, un asunto.
Nadie puede graduarse en la universidad con el título de licenciado en Nomenclatura porque la única maestra es la pared de una casa específica, ubicada en una calle y un barrio y una ciudad; es de las profesiones que se puede conquistar después de años de puro tesón, el mismo que cuesta cualquier buen procedimiento legislativo.
Ordóñez es el apellido del funcionario municipal que se tiraba a zapato todas las calles de la ciudad todas, para aplicar las resoluciones del concejo en materia de organización urbana. Es el gran ejecutor, el emulador edilicio de Tomás de Torquemada y el Santo Oficio, el Baldor que finalmente dio con las fórmulas para poner en orden lógico la urbe, que ya supera los dos millones de habitantes. También se llama Tomás.
A Tomás Ordóñez le daba por sentir que un resuello venido desde atrás le rompía la concentración, que la nomenclatura registrada en el oficio se confundía con la placa clavada contra la pared sin ser la misma, sin coincidencia de dos signos literales que anteceden y cinco signos numerales que preceden, con un guión que les separa. Que cuando ese resuello se arrancaba la concentración se le venía por completo la temperatura del aliento del infierno y que cuando por fin regresaba la cabeza para reprender a quien le resoplaba en la nuca chocaba su nariz contra la especialmente puntiaguda y larga del diablo. Se disolvía enseguida la faz del innombrable, porque la respiración violenta y la nariz no eran de lucifer, ni Dios estaba por ahí, era la brisa del recuerdo, ese monzón embadurnado de nostalgias que de tanto en tanto rodeaba a Tomás para que no se olvidara que a él la vida le pasa por la espalda, por detrás. Él no es una persona que pueda ver la vida, nació para sentirla en el lomo, como cuando una mano silenciosa -que comienza a arrugarse- se mueve con sutileza, acaricia apenas el culo de una adolescente mientras viajan en el transporte público repleto y el adulto enseguida huye de la escena manchado del recuerdo sin intermisión, con el trofeo y la elegía de haber osado sentir los blandos de esas nalgas eternas -o eternizadas-. Y la dueña de las nalgas se congela con la eterna duda de si lo que pasó fue imaginación o constatación.
Se cuela en serio la vida por la espalda de Tomás y como el creador le dio dos ojos que miran hacia delante, lo que pasa por detrás se registra poco y mal en su corazón. Todos pudimos mirar a una mujer embarazada que tropezaba y teníamos la certeza de que en la torre de nuestro cuerpo, en alguno de los anaqueles, estará la imagen de la mujer embarazada que se tropieza siempre. Allá en el alto, y hasta inalcanzable, palomar de Tomás queda el registro perenne de un grito de mujer y algunos murmullos de lástima de ambos sexos, seguidos de menos murmullos de auxilio y terminados con susurros de aliento. Por más que se ha esforzado y ha desarrollado una enorme habilidad para regresar a ver rápido e identificar de inmediato lo que busca, la verdad es que desde el momento en que retiraba los ojos del número de la casa (cree recordar que fue el NE23-462) hasta que llegaron a la escena del evento, la mujer embrazada ya estaba equilibradamente sobre sus talones, tratando de controlar algo de taquicardia que se había apoderado de la respiración; un grupo de personas hacía un corral animado para garantizar el bienestar de la preñada y el retoño. Jamás llegarían a grabarse en su memoria las circunstancias en las que la persona de rostro caucásico, mediana estatura, en estado de gestación, había tropezado contra una placa de cemento desprendida de la acera debido al crecimiento de un ciprés cuyas raíces habían empujado la losa hacia arriba, provocando una peligrosa grada que pudo haber originado el accidente de una mujer. Jamás miraría el cuerpo que caía jalado por la gravedad ni a la mujer que estiraba los brazos para desviar el golpe que se venía contra la barriga misma y, gracias al instinto, caía de lado. Algo le debe haber dolido el hombro porque hizo una mueca, pero no se notaba que algunos órganos hubieran perdido vitalidad; eso se nota en los ojos, sin duda. La mujer pensaría en el consejo del doctor de que la angustia de la madre es la angustia del niño entonces se defendería de la taquicardia, sonreiría al corral  más animado todavía y seguiría su camino.
La vida se le pasa inasible, se le escurre, se le mete. Ordóñez elude tocar la cicatriz y esquiva los pequeños hoyos de los puntos en la espalda tatuados como si fueran el titular de la crónica que cuenta aquella parte de su vida en la que se le metió por los blandos un metal frío; que ese metal frío se calentó rápido en contacto con la sangre de sus venas. La punta que perfora y el filo del cuchillo que corta son dos momentos de su vida que tiene muy bien registrados, pero es difuso lo que vino después: el aliento del infierno; cuando por fin regresó a mirar para atrapar los ojos que encubrían la mirada, como tenía la manía de hacer, su nariz chocó contra la puntiaguda de un hombre convertido en susurro. Susurro hecho palabras: que le dé el dinero, el teléfono celular, el reloj, los objetos que tengan algún valor, que le dé todo o procederá a empujar un poco más el cuchillo de matarife largo como para atravesar que, para suerte suya, de la víctima, apenas había ingresado. Después perdió el conocimiento. O perdió la cabeza. Se perdió cuando la vida se le volvió certeza de espaldar. Tanto su verdad es trasera que por allÍ se le fue la sangre de las venas, pero no la suficiente, tuvo los latidos para llegar al hospital y soportar la cirugÍa que suturó una herida con una trayectoria de nueve centímetros de profundidad y tres de ancho.
Muchas veces confunde el recuerdo de la puñalada con la mirada que le taladra la nuca. Si lo que le perfora las células de la epidermis de su espalda no se calienta con la sangre de las venas derramada en cascada, quiere decir que lo que le mata ese dÍa es la mirada que taladra y no arma blanca alguna.
Pasó hace un par de semanas una experiencia intermedia, cuando apenas sintió una punta diminuta que le atravesó la piel. Esa sensación físicamente mínima, pero que se veía como una de las páginas de la biografía de Tomás, terminó cuando se golpeó el cuello con la mano abierta, el más popular de los golpes con el que el género humano se ha librado de los mosquitos; molestó un tiempo, tenía una mancha roja alrededor del hoyo diminuto y nada más. Mosco de mierda. El acto de defensa contra el mosquito se parecía en algo a aquel hecho singular que sucede de tanto en tanto, el de la mano fría, delicada y huesuda de Ana María que primero le roza la nuca, después le ase el cuello casi que con rabia y entonces le estampa un beso asesino en el medio de la frente. Beso que es extraño que reciba de Ana María, quien camina oronda ostentando su yo por la vida. Cuando se encuentran, las más de las veces levanta la mano (que no se ve porque está debajo de su saco, que tiene las mangas largas) y se apoya contra una pared, debajo de donde un número informa sin descanso al Supervisor de Nomenclatura, y espera que lleguen Tomás y sus inspecciones para charlar largo. Muy de vez en cuando pasó lo del beso.
La explicación es la siguiente, Ana María le besa en la frente porque da lo mismo que le bese en la boca, ella no siente la diferencia entre un beso con lengua o sin lengua, su sexualidad no se desarrolló al mismo tiempo que su cuerpo. El segundo está bien hecho, la primera ni retoña. Médicos más, sicólogos menos, nadie encontró explicación para la más pura, ingenua y militante no sexualidad que habÍa visto en su vida. Desde el punto de vista de Ana María eran amigos de verdad, hermanos del alma, uña y carne, insaciablemente fraternos. Desde la óptica de Tomás su relación era así porque no podía ser de otra manera, muy a pesar del cosquilleo que le producía la cercanía de los poros de Ana María. Sí la quería, tanto como la deseaba, pero respetaba que no esté en los planes de ella hablar el lenguaje de lo táctil, de lo digital. A Tomás no le quedaba otra salida que la de ir por la vida acariciándole con ideas, con contestas, con repulsiones y ternuras abreviadas, o esperanzas puestas y no halladas. Se alimentaba de eso, a falta de la posibilidad de mordisquear con ternura la fruta que no le era dada, se saciaba con tener y mantener la vida a 20 centímetros de sus ojos, sostenida. Ana María exultaba tanto que Tomás, retenido por la falta de roce carnal, perdía los papeles.
Orrdóñez se detenía frente a dos símbolos literales y tres sÍímbolos numerales separados por una raya intermedia, sostenía la tabla de aglomerado con la mano derecha, apoyaba la mano izquierda y escribía para aceptar o negar una nomenclatura, todo esto era su realidad, el castillo en el que estaba a salvo y reinaba. Ana María no tenía respeto por esas fronteras y Tomás moría de la incertidumbre. Se justificaba diciendo que era tedio y/o desidia e inquina, pero el motivo verdadero era mucho más fácil de decir: inasibilidad. Inasibilidad porque Ana María tenía la manía de arrancarle de su cosmos de cuadrículas y medidas, y le devolvía a la realidad, lograba que se le pusiera blanda la voluntad. Tomás gozaba mirando los ojos abismales de Ana María, pero odiaba lo dichos alborozados con que festejaba la vida, como aquello de predicar que todo día nuevo es mejor.
Hasta que llegó el día en que, entre Ana María que le asustaba por la espalda y la vida que se le pasaba por detrás, resolvió que nunca más iba a dormir. Si su amiga pensaba que todo día nuevo es mejor, para él todo día nuevo era peor, era tan malo como que Ana María se le resbalaría de las manos inasible, el aliento del diablo le calentaría las orejas y una mirada taladraría la nuca, ¿quién quiere un día nuevo así?  El tedio y/o desidia e inquina son combustibles volátiles que vuelan cuando deben. Tomás Ordóñez había sembrado en su mente la antítesis del nuevo día que es mejor, la había fermentado con el calor del infierno y la profundidad de las miradas que taladran, y le floreció, con todo el ímpetu de abril, la oposición radical al dÍa nuevo que es mejor. Su parsimonia parlamentaria también aceitó el camino hacia la certeza: el insomnio elimina el mañana, rompe una secuencia de eventos que son todos negativos, cada hora de insomnio es una piedra que forma la muralla que evitará que Tomás tenga un nuevo día que sea peor. Esa fue la decisión y esa la acción, pasar los días enteros y las noches completas sin dormir.
La debacle de la vida que le pasa por la espalda debía detenerse de una manera radical.
Luego del quinto día el jolgorio insomne, las emboscadas de Ana María ya no le causaban interés, escuchaba poco los gritos de las mujeres embarazadas que tropezaban contra una acera desnivelada, el aliento del infierno le resultaba apenas templado y no hacía esfuerzo alguno por regresar a mirar al diablo o a la hoja de cuchillo que intentaba romper sus células o a la mirada que le taladraba la nuca. La humana capacidad para registrar el mundo se apagaba. Había diseñado una serie de rutinas para no ceder a las celadas que le tendÍa el sueño. Y 47 días se mantuvo de pie en la lucha. Y se sostuvo en pie, como un tronco. Un tronco frente a una sierra. El mosquito de mierda le contagió la enfermedad del sueño.
Cayó abatido. Durante cinco días no pudo abrir los ojos ni recobrar la lucidez. En el subconsciente había una fiesta con anfetaminas, iban y venían desvaríos de uno y otro calibre, mundos superpuestos los unos sobre los otros en rotación rápida pero irregular y hasta cree recordar haber visto las venas abiertas de América Latina que sangraban un líquido biliar espeso y brillante, como mocos.
Se recuperó gracias a litros de penicilina, onzas de vitaminas y dosis moderadas de colestiramina administrada por vía anal, por la espalda. Recuperado a medias -con algo más de conciencia y de alguna manera liberado de los barrotes de una modorra morbosa persistente- rechazó la bacinilla que le ofreció la enfermera y caminó hacia baño de su habitación, que era particular: había un espejo sobre el urinario frente al que se paró (al fin algo diferente al frente). Pero había otro en la pared que estaba a su espalda, de manera que, mientras orinaba de pie, miraba por el espejo al otro espejo y éste reflejaba su espalda, su propia espalda. Allí se habría quedado dichoso porque por fin podía mirar a la vida pasar, pero mear toma segundos y tenía solo minutos de fuerza para estar de pie. Tuvo que salir del encantador doble reflejo.
Curado y de vuelta en la calle sintió de nuevo el dolor de los ojos que le taladraban la nuca pero se contuvo, porque había otros tantos dolores que ahora le aquejaban y le robaban los esfuerzos. La herida, que dolía de verdad, se localizaba a la altura de la falta de fortaleza de su voluntad, que había sucumbido y que no le dio la energía para defender a sangre y pólvora su principio filosófico y dogmático de no tener que enfrentarse nunca más a un nuevo día que siempre sería peor. Esa comezón molestosa le ayudó a entender que su cargo de Supervisor de Nomenclatura era un don, porque no le quitaba todas las ganas y la fuerza para ver a la vida de frente, después de que un nuevo día se le coló por la espalda.

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